Santiago García Tirado (Linares, Jaén, 1967), escritor, periodista y docente, nos relata en tono confesional cómo escribió Profesor(x)s, Un emoji (Ed. El Viejo Topo, 2025), una concatenación de crónica periodística y de ensayo que reflexiona sobre la crisis del sistema educativo español. Al mismo tiempo, García Tirado, desde su condición de profesor de instituto, denuncia y desvela, sin complejos, las claves del porqué de dicha situación.
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Llegué a la enseñanza por pura fascinación: la que en mí produjo el acto de enseñar. Me refiero, por supuesto, a cuando era alumno y la experimenté, allá por los 80. Sabía que pasar al otro lado, al de quien posibilitaba esa fascinación, traería consigo un torrente de consecuencias que solo podían ser positivas.
Empecé a ejercer a finales de los 90 y corroboré lo acertadas que habían estado mis previsiones. Pero supe a la vez que la enseñanza tenía un lado oscuro, y se manifestaba en forma de frustración.
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Las culpables fueron, desde el primer momento, las expectativas, pero no por demasiado idealistas, sino porque ni siquiera cuando las rebajaba a algo muy modesto era posible alcanzarlas.
Es lo primero que constata un docente, cualquier docente: se le niegan las herramientas, la normativa lo empequeñece, se le hace saber que mejor si no se empeña en enseñar, le basta con cumplir órdenes. Esas y otras confusiones tendrá que digerirlas con el paso de los cursos y las heridas
La queja –la rabia, casi siempre– va cobrando forma en las primeras escenas de la frustración. Son cuadros cotidianos, que se reiteran y hasta acaban por ser la materia de la realidad en el aula. Lo que al principio es punzante y duele, poco a poco se va volviendo más romo y produce un dolor continuo pero llevadero que uno acaba aceptando.
A ello se le suma la fealdad, que permea la vida del aula en forma de exigencias de la Administración, de prohibiciones sobre lo que se puede y no se puede tratar en el aula –ay, la casuística de las ofensas–, la presión por no enseñar y dedicar más tiempo a la burocracia, a agradar a las familias.
Mejor no invocar la belleza en los días de gloria de las mentes prácticas y emprendedoras.
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En esa tesitura la profesora, el profesor, se encuentran en medio de un sendero que se bifurca: debe decidir si toma la vía del cinismo, o si emprende el camino de la rebeldía. Y ser honesto es ya una actitud capaz de distorsionar el orden moral que se impone.
Sea cual sea el sendero que elija, el profesor se encontrará con el cansancio y la desmotivación, y quedará bajo la orden de seguir siendo parte de la estafa educativa.
Sin embargo, en el camino de la rebeldía es posible la belleza y cuanto ella implica. Aunque también exige un plus de tolerancia al dolor.
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Pues bien, en esa bifurcación me encontraba yo cuando decidí poner orden por escrito a ese magma de experiencias que había visto y vivido en mis años en las aulas.
El lenguaje –la escritura– tenía que obrar su efecto y dotar de sentido a un estado de cosas que se parecía demasiado al absurdo.
Y el absurdo sí que no, pensé. Desde las novelas de Kafka ya han pasado cien años, y ahí están todavía como una llamada de atención sobre el imaginario colectivo, que no se debe dejar que cobren forma en el mundo real.
En tanto que otros se iban resignando y asimilaban sus papeles en diversas versiones escolares de El proceso, decidí conjurar el peligro lanzándome a anotar las anécdotas que iba recopilando. Algunas me las contaban mis compañeras, otras las iba viviendo yo de primera mano.
Seguía buscando alguna lógica interna que las hiciera comprensibles, un hilo que permitiera unir patrones, actitudes, los males, en fin, que se iban manifestando en las aulas. Seguí preguntando, seguí invitando a tomar cafés a muchos otros docentes. Preguntaba a los veteranos –de algunos, lo supe enseguida, los consejos señalaban el camino del cinismo– pero insistía también en la perspectiva de los nuevos que iban llegando. Acumulaba historias y nunca parecía ver un final.
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Por aquellos días leía crónica periodística, particularmente la que venía de Latinoamérica, la que difundía la Fundación Gabo, y ponían en práctica plataformas como la Red de periodistas de a pie, autoras como Leila Guerriero y Sanjuana Martínez, otros de larga trayectoria como Martín Caparrós o Juan Villoro. Leía con devoción a Elena Poniatowska, a Rodolfo Walsh, a Chaves Nogales y, no menos impactado, a gente como Valeria Luiselli, tan jóvenes.
Se podía narrar la actualidad con textos sólidos y cuidados, eso es lo que entendí. Con un buen relato se podía hacer entendible el caos, y en adelante ese era el trabajo que me iba a imponer.
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En esa vía, sin embargo, cabía también la posibilidad de errar, de derivar hacia territorio yermo y seco, sin conseguir nada. Y yo quería contar las pequeñas tragedias cotidianas que se vivían en el aula precisamente para buscar una sanación, no para regodearme meramente en el relato.
Había que ir también a la teoría y preguntarse si lo que decían los pedagogos y anunciaban como progreso tenía alguna correlación con lo que otros autores habían pensado anteriormente.
Si las pedagogías actuales representaban una evolución del espíritu humanista, o si nos estaban intentando seducir con la enésima variante de la estupidez new age.
Había que leer a John Dewey y Hannah Arendt, a María Zambrano y Bertrand Russell, a Fernand Deligny, a Bourdieu y, cómo no, a Jorge Larrosa, a Gregorio Luri, Andreu Navarra y Marina Garcés. Si se trataba de huir de una trama kafkiana, convenía hacer un ejercicio de inteligencia y detenerse a escuchar a los mejores.
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Leer fue sanador. Descubrí que había referentes a los que atender, autoras y autores que habían pensado la escuela y nos legaban un corpus de textos valioso.
Lo que me propuse desde entonces fue que esa experiencia llegase también a los lectores que pudiese tener en el futuro. Tenía que dar forma a una escritura que facilitase que esa sanación llegase a otras y otros que, como yo, se dedicaban a la enseñanza y estaban padeciendo una pérdida de prestigio.
Si yo me había colado en un diálogo con gigantes del pasado, quien leyera el libro tenía que sentir que la puerta estaba abierta también para él, para ella, y que podía sumarse cuando quisiese.
En el proceso, la escritura tenía que ser camino, vía, puente y plaza; para ello era necesario señalar lo falso del lenguaje técnico de los pedagogos, y, a la vez, buscar una escritura libre de artificios, que tendiera al grado cero.
Porque, como dice Jorge Larrosa, los del aula son trabajos de amor, el texto que la explicara debía ser luminoso y aliarse con la simplicidad de la belleza.
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Quedaba un último problema por plantear: ese magma de contenido corría el peligro de crecer y crecer hasta ahogar las intenciones del proyecto inicial, y convenía precaverse contra ello.
La solución que propuse para evitarlo era hacer que todo el texto, cada capítulo, cada sección y cada aspecto del problema se desarrollara en torno a un eje, un eje que tenía que ser común, y que permitiera mantener la coherencia de las explicaciones en todo momento.
Ese eje fue la figura de las y los que se dedican a enseñar. No por nada el título hace explícito ese eje referencial: PROFESOR(X)S.
Desacreditados, ninguneados, con su prestigio cotizando al nivel del bono basura, los profesores son todavía hoy los últimos garantes de la cultura ilustrada, de la que depende nuestra filosofía de vida, nuestro humanismo, nuestro concepto de solidaridad y nuestra democracia.
Si queremos que el traspaso del mundo a cada nueva generación se culmine con garantías, los profesores deben tener todo el respaldo de su sociedad al hacer su trabajo.
En efecto, la figura de quienes enseñan así vista adquiere una dimensión política. Insustituible e imprescindible, en tanto que responsable del traspaso. Ellas y ellos tienen el encargo de transmitir a niños y adolescentes el legado de conocimientos y valores que conforman nuestro modelo de mundo.
No es casual que cada nuevo sistema educativo haya puesto en el disparadero la figura de los profesores. Son los últimos baluartes que impiden la total claudicación intelectual ante la enseñanza basura que propone el pensamiento ultraliberal.
J.D.Vance lo puso negro sobre blanco al poco de llegar al poder: “Los profesores son el enemigo”.
Al enemigo de Vance –y de tantos otros– va dedicado este libro.