Esta es la primera entrega del artículo donde se analizan los ejes estético-contextuales del poemario Ítaca (1972) y en el que nuestra colaboradora Dolors Fernández Guerrero reivindica la figura de su autora. Francisca Aguirre (1930-2019) fue invisibilizada por el canon poético español, pese a obtener el reconocimiento de la crítica y ganar importantes galardones, entre ellos el Premio Nacional de las Letras Españolas (2018).
Un prolongado silencio
Consta al inicio del poemario Ítaca, de Francisca Aguirre, una dedicatoria escueta: «A Félix». Solo eso, una preposición −apenas una vocal− y un nombre propio, el de su marido, Félix Grande (Mérida,1937-2014). Francisca Aguirre, Paca para los amigos, poco dada a las efusiones sentimentales y al exhibicionismo de cualquier clase, dedicaba así la publicación a su primer hombre, con el que había contraído matrimonio en 1963. El mismo año en que Félix obtenía el prestigioso Premio Adonáis de poesía con su obra titulada Las piedras.
Por su parte, Paca, poeta enmarcada en la Generación del 50 como Félix, no alumbraría su primer poemario hasta nueve años después, en 1972. Su salvoconducto fue el Premio Leopoldo Panero. Hablamos, por supuesto, de Ítaca.
A ojos de casi todo el mundo aquella poeta tardía, con cuarenta y dos años, se colaba por la tangente, al margen de las corrientes predominantes. La poesía de la experiencia y la temática social protagonizaban la escena poética del momento, mientras que Paca se descolgaba de tendencias y nos regalaba Ítaca, una lucha titánica contra el silencio, unos versos heridos por un dolor profundo e incurable, tan inabarcables e intemporales como el mito homérico.
A partir de ese momento, la carrera de Paca demostró ser imparable. Hacia el final de su vida sería galardonada con el Premio Nacional de Poesía (2011) y con el Premio Nacional de las Letras Españolas (2018), las máximas distinciones que conceden las instituciones de nuestro país a un poeta. Sin olvidar que en el ínterin Paca Aguirre ya había acumulado una cantidad nada despreciable de premios, como el Esquío (1995), el de la Crítica Valenciana (2001) o el Miguel Hernández (2010), entre otros.
Así las cosas, solo ella podría afirmar si la dedicatoria de Ítaca, tan sucinta, era un silencio interrumpido por dos palabras o si lo que callaba era tanto o más importante que lo que se atrevía a declarar. La misma analogía podría establecerse con Penélope, la protagonista mítica de su poemario, cercada por el mar. La contención impuesta a Penélope, su aislamiento y soledad, el desamparo convertido en leitmotiv del personaje, son recursos muy eficaces a la hora de disociarlo de una existencia plena.
Paca, a través de Ítaca, transfigura el mar como elemento poético y este, intrínseco al yo lírico, se convierte en un elemento tan irrenunciable como opresivo.
La Penélope de Paca −alter ego de la autora por muchas razones que a continuación desglosaremos− hunde y remueve las raíces de otra Penélope, la esposa del héroe Ulises. En la Odisea de Homero, Penélope es solo una paciente mujer que con astucia guarda fidelidad a su esposo mientras espera que este regrese de la guerra de Troya. Cuando Paca componga su Ítaca lo que quedará de aquella Penélope y de su hogar será un mitologema capaz de actualizarse en su propio cronotopo, es decir, en la insularidad de un territorio mítico como Ítaca.
De ahí la relevancia del poemario de Francisca Aguirre, y de ahí lo inaceptable de su postergación. Porque, seamos claros, pese a los premios y reconocimientos recibidos a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y, sobre todo, a comienzos del XXI, Paca apenas está presente en el canon poético o, lo que es lo mismo, en las antologías que recogen la poesía de la Generación del 50, su generación.
Penélope en Ítaca, espacio mítico y metaliterario
Ítaca en esencia es un hermosísimo monólogo dramático, escrito entre 1966 y 1971, y articulado en dos grandes secciones: «El círculo de Ítaca» y «El desván de Penélope».
El poema que abre el libro, titulado «Triste fiera», nos presenta ya desde el principio un yo lírico que pide «socorro» al Minotauro acuático que yace en el mar, vigilante. Sin embargo, ante esta demanda de ayuda, la respuesta será solo «socorro», es decir, el eco de su propia voz. Ítaca es una isla en la que no hay escapatoria y esa «triste fiera» será la que dé razón de su cualidad laberíntica, tan enigmática como inquietante:
En la noche fui hasta el mar para pedir socorro
y el mar me respondió: socorro.
[…]
Ítaca y yo fuimos al minotauro acuático
para pedir socorro
y el mar nos respondió: socorro.
Triste fiera: socorro.
La estructura binaria del libro se basa en los personajes de la Odisea, pero en una versión intimista, casi claustrofóbica. Nada queda de la épica masculina, genuinamente homérica. En la poesía de Aguirre, por el contrario, el hito paradisíaco que guía los pasos de Ulises se sustituye por una introspección extrema. Se obvia cualquier tipo de aventura, ya que la perspectiva es la de Penélope, quien vive en perpetua espera, prisionera de Ítaca, ansiando la llegada de un Ulises cada vez más lejano y extraño.
Ella, la esposa abandonada, es la protagonista absoluta. Así, el nudo de Ítaca es una implosión lírica, donde la tristeza, la soledad y el desamparo de Penélope se fusionan con la geografía de la isla. De ahí que la geografía de Ítaca se describa como un espacio interior, no exterior, tal y como refleja el poema «Desde fuera»:
¿Quién sería el extraño que quisiera
conocer un paisaje como este?
Desde fuera, la isla es infinita:
una vida resultaría escasa
para cubrir su territorio.
Desde fuera.
Pero Ítaca está dentro, o no se alcanza.
Así, Ítaca deviene un espacio interior, un estado de ánimo contiguo a la tristeza, de una disolución absoluta. El punto de vista es femenino, y Penélope, incapaz de abandonar Ítaca, sufre las consecuencias de su indefensión.
En «Los camaradas» Penélope explica la situación, por momentos, kafkiana. No en vano, Francisca Aguirre manifestó en diversas ocasiones su admiración por el escritor checo:
Pero aquí nadie viene voluntariamente,
nadie quiso seguir esta ruta,
ninguno vino a fondear en la bahía.
Solo llegan los náufragos,
los doloridos seres que arroja la marea,
los desolados que ni pañuelo tienen,
solo ellos llegan y solo ellos son
los asombrados visitantes de la isla.
[…]
porque donde ellos van allí comienza Ítaca.
Será en este contexto cuando la poeta lance su epifonema de carácter universal, una pregunta retórica, quizás el más famoso de sus versos:
¿Y quién alguna vez no estuvo en Ítaca?
Más allá de Cavafis
Mucho se ha hablado de la deuda de este poemario con otra Ítaca, la de Constantino Cavafis (1863-1933). Francisca Aguirre comentó en diversas ocasiones, al referirse a la génesis de su poemario, que desechó todo lo escrito desde su adolescencia y empezó de cero tras leer el poema de Cavafis. Tan hondamente la impresionó aquel relato de un viaje, cuyo destino crece y se enriquece en el camino. «Desea que el camino sea largo», aconsejaba Cavafis.
Sin embargo, nada de la experiencia del viajero está presente en la Ítaca de Paca Aguirre. El trayecto que Cavafis plantea, se convierte aquí, por oposición, en un viaje hacia ningún lugar o en un no-viaje.
Quién sabe, tal vez el elogio de Cavafis fuera el revulsivo que Paca necesitaba para escribir su Ítaca, al comprender que su vida, como la de tantas otras mujeres, se había quedado estancada en la España nacionalcatólica del régimen franquista. Este dato es fundamental en la historia personal de Francisca Aguirre y determina en buena medida la hondura de su «herida» poética.
Hay que remontarse al año 1942 para entenderlo, cuando el padre de Paca, Lorenzo Aguirre, pintor represaliado por el franquismo, fue ejecutado en el garrote vil. La noticia, traumática para la familia, truncó la vida de su madre y sus dos hermanas. Tras la muerte del padre, la familia quedó a la intemperie, marcada por la disidencia política. Ella, su madre y sus hermanas experimentaron en carne propia la dureza de la orfandad, la pobreza, el sufrimiento y las humillaciones.
Pero regresemos a Ítaca con esta información y observaremos cómo Penélope, símbolo de la mujer paciente que, paradójicamente, aguarda contra toda esperanza, es capaz de desplegar en la obra de Paca Aguirre un amplio campo semántico de implicaciones, imprevisibles hasta entonces. De ese modo esta nueva Penélope asume la función de un mitologema.
Penélope, ‘alter ego’ de la autora
Penélope, alter ego metaliterario de la autora, es el disfraz de la mujer paciente, solitaria y de voluntad férrea. Ulises, el gran ausente, no está. Ya ni se le espera y la confrontación entre el deseo de huida, de liberación del yo lírico y el sentimiento de pertenencia a un espacio anclado en un pasado lleno de recuerdos, crea una paradoja irresoluble:
Naturaleza impávida son tus vínculos.
¿Piensas ahora en destruirlos,
piensas en escapar negando
ese sendero que han formado tus pies?
Lo sientes, no lo piensas,
no se puede pensar la ruina.
Miras las aguas con premura:
con premura cansada.
Eres como un oráculo que no cree en el futuro.
Hay, incluso, algunos instantes autobiográficos, como en «Espejismo: Penélope y la mujer de Lot», donde la poeta alude a su edad real en el momento de componer ese poema: treinta y seis años.
Ítaca no se publicaría hasta que la poeta hubiese cumplido los cuarenta y dos.
CONTINUARÁ…