Nuestro colaborador Guillermo Ruiz Plaza reflexiona sobre la singular novela Cerbantes Park (Navona, 2022), del crítico cultural y periodista, Carlos Robles Lucena (Terrassa, 1977), quien a través de distintos mecanismos lúdicos y de humor pone en evidencia el movimiento pendular que experimenta la literatura: de ser “alimento del espíritu” a entretenimiento puro y duro. Un joven curioso vuelve al barrio de su infancia para construir “su obra magna”: un parque temático dedicado a la literatura universal. Robles Lucena es también autor de No pregunten por Gagarin (Témenos Ed, 2021).
[Leer un fragmento de Cerbantes Park]
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En La crisis de la cultura, Hannah Arendt (1906-1975) nos advierte de la lógica implacable que se ha instaurado en nuestras sociedades democráticas, en que la cultura –en cuyo epicentro está el libro– se ha convertido en un simple objeto de consumo.
Si el libro no tiene más valor que una lata de conserva o un electrodoméstico, entonces, significa que su función principal –iluminarnos, cambiar nuestra visión del mundo o cambiarnos a nosotros mismos– está destinada a diluirse y, eventualmente, a perderse por completo.
Si el libro ya no es, como escribió Kafka, “el hachazo que rompe el mar helado dentro de nosotros”, sino una cosa desprovista de valor, aunque dotada de precio y fecha de caducidad, entonces la muerte de la literatura es solo una cuestión de tiempo.
En las últimas décadas, sobre todo, la literatura ha pasado de ser alimento del espíritu a distracción pura. Distracción en que prima, además, la ley del menor esfuerzo. Ley que podríamos resumir así: cuanto más fácil de lectura y digestión sea el libro, mejor se venderá.
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Consciente de este peligro, el Comisario, protagonista de Cerbantes Park –la primera novela de Carlos Robles Lucena, a quien tuve la suerte de conocer en el relanzamiento de la editorial Navona–, idea primero y luego hace construir en el barrio de su infancia un parque de atracciones con el fin de reconciliar a los lectores con las grandes ficciones de la literatura universal.
Imagina un parque donde cada visitante es considerado como lector y cada experiencia –amarga, dolorosa, excitante, vertiginosa–, como una lectura.
Eso es la lectura, claro, una experiencia de inmersión y viaje, de exploración y peligro. Con fina ironía, el autor nos recuerda que para vivir esa aventura no es necesario hacer colas interminables. Basta con abrir un buen libro.
Sin embargo, ¡cuán difícil leer, leer de veras, en la actualidad!
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Leer no es distraerse o, al menos, no es solo distraerse: supone un compromiso solitario y una concentración sostenida –una actitud alerta y activa, como quería Cortázar–, esfuerzos a los cuales la mayoría de lectores no parece dispuesta en la actualidad.
Vivimos en una época de dispersión a ultranza. La era de los videos de dos minutos: el triste reinado de Tiktok y Snapchat. En cierta forma, ya somos cyborgs y nuestra prótesis robótica es el móvil.
En los últimos lustros, ante la fuente infinita de distracciones fáciles y el aluvión de imágenes que sufrimos a diario en una especie de orgía cansada, nuestra capacidad de atención y de reflexión ha decrecido de forma significativa.
Para que las personas vuelvan a leer de verdad –nos sugiere la novela– habría que construir un parque de atracciones literario. Se trata, por supuesto, de un proyecto paradójico, irónico y, en cierto modo, también suicida.
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He disfrutado de Cerbantes Park, especialmente de las páginas poéticas y melancólicas en que Jacob Expósito –el otro protagonista de la novela– nos describe a través de audios de WhatsApp su vida asilvestrada en un parque derruido y a punto de desaparecer.
Destaco el trabajo del lenguaje, del ritmo y la imagen en esta prosa cuidada, sobria y fina, en la que no es posible detectar momentos de grandilocuencia ni de imprecisión, como tampoco de timidez o exceso.
Una prosa salpicada de hallazgos, pero que no abusa de ellos. En suma, una prosa sabrosa y acerada, cosa más bien rara en la literatura contemporánea en castellano.
Cerbantes park pone de relieve el peligro al que nos enfrentamos hoy en día. En efecto, en una sociedad en la que el libro es solo un objeto de consumo y el consumidor está sometido a una fuente infinita de entretenimiento casi siempre huero –series, redes sociales, videojuegos, etcétera–, el lector, el verdadero lector, parece una especie en vías de extinción.
De la misma manera, peligran los autores que se niegan a caer en la banalidad comercial, autores suicidas para los cuales cada nueva obra supone un salto al vacío. “¿No habría algo intermedio entre el venderse y la derrota?”, pregunta Expósito acerca de las personas y también, de forma indirecta, de los escritores.
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Decir de Cerbantes Park que es una novela divertida sería caer en el juego de la banalización –así sea solo por este epíteto revelador– en la que incurre la mayoría de los medios culturales.
Una novela no debe divertirnos. O, al menos, no debería ser su función principal, ni siquiera un criterio de evaluación válido. Una novela debe darnos un buen sopapo y removernos el piso.
Esta de Carlos Robles lo consigue, y lo consigue además gracias a un tono menor y un humor en sordina que resultan refrescantes.
En definitiva, Cerbantes park es un buen ejemplo de literatura lúdica e inteligente en que prima la ligereza, elogiada por Italo Calvino en sus Seis propuestas para el nuevo milenio, y que refrendan con brío estas fértiles palabras de Jean Paulhan, de las que bebieron autores tan brillantes como George Perec o Enrique Vila-Matas:
La literatura no es (a pesar de las apariencias) una cosa sensata que teñimos de una leve locura. Es lo contrario: una especie de locura que hacemos más o menos verosímil
En esta ilustre línea literaria se inscribe hoy, gracias a la lúcida e ingeniosa Cerbantes Park, el nombre de Carlos Robles Lucena.