Esta es la segunda y última entrega sobre la obra de Stefan Zweig (Viena, 1881-Petrópolis, 1942). En esta oportunidad se tratan temas como la sistematización del antisemitismo en las políticas de Estado de países europeos entre finales del siglo XIX y principios del XX; la teocracia de la belleza y el supranacionalismo del espíritu; los conflictos que generan la compleja convivencia entre dos culturas diferentes y su relación con el suicidio; y ciertos paralelismos entre Zweig y el escritor peruano José María Arguedas.
Zweig sitúa su relato «El candelabro enterrado» en los orígenes de la persecución del pueblo judío, en el siglo V. En adelante, a lo largo de la Edad Media, hasta las crisis de hambre y las epidemias del siglo XIV, no habrá tregua. En la mayoría de los reinos europeos serán expulsados u obligados a convertirse, como en el caso de España, por los Reyes Católicos.
El Holocausto fue el final de una larga construcción cuyos ladrillos los fueron colocando el imperialismo, el nacionalismo y el colonialismo, y en las postrimerías del siglo XIX tendrán lugar los sonados procesos antisemitas que según Michael Löwy, anticipaban una persecución aún mayor. El lawfare no se inventó ayer. Casos renombrados son el de Tisza (Hungría 1882), el de Dreyfus (Francia, 1894) –que Theodor Herzl, cercano a Zweig, cubriría como reportero– el proceso Hilsner (Checoslovaquia, 1899) y el de Beiliss (Rusia, 1912). Esther Cohen, en Los narradores de Auschwitz cuenta:
“En todos ellos, el sistema judiciario condenó, incluso a la pena de muerte, a víctimas inocentes cuyo único crimen fue el de ser judíos. Kafka, insisto, fue capaz de leer su tiempo y de escribir sobre él, no hizo falta la profecía. La realidad de esos años ya hablaban de catástrofe y barbarie, colonización, persecución y antisemitismo”.
***
A raíz de la Gran Guerra y el consecuente desmembramiento del Imperio Austrohúngaro, el reino plurinacional, multiétnico, multilingüe, donde la libertad de culto estuvo garantizada, fue arrojado al basurero de la historia. Joseph Roth, en sus cartas a Zweig, preocupado por la escalada belicista, no duda en apoyar un eventual regreso de la corona. A Zweig, en cambio, le quedó la fe en Alemania, aunque en la Alemania nazi solo había lugar para “la raza aria”. Como hijo de una próspera familia judía que se había abierto campo en la alta sociedad austriaca, Zweig mismo era la prueba de que, por mucho que avalara el proyecto pangermanista, jamás sería aceptado para formar parte de él mientras la batuta la llevara el Tercer Reich.
Cabría preguntarse entonces por qué les hace el juego a sus perseguidores, por qué se hace eco de los consabidos estereotipos y clisés sobre su propia condición judía, como la debilidad innata del pueblo judío, su avaricia o su atávico temor a luchar. Lo condena a un predeterminismo histórico que, ante las adversidades, solo es capaz de hacer tres cosas: orar, esperar el milagro o huir, prosiguiendo con la diáspora indefinidamente. Volvamos a «El Candelabro enterrado»:
“Donde se buscara sosiego, había inquietud, donde se buscara la paz, había guerra; no era posible escapar al destino. En aquel mundo trastornado solo se hallaba refugio, calma y consuelo en la oración. Pues la oración obra milagros”.
Qué diferencia con Joseph Roth, que en una carta de 1933, ante los atropellos nazis contra la comunidad y los escritores judíos, escribe: “De ahí se deriva el compromiso de salvar la vida y la escritura en caso de amenaza bestial. Nada de entregarse a eso que con ligereza se llama destino”.
La desaparecida menorá queda en el puro fetichismo, lo que podría tener cierto contenido es arrasado: “Lo olvidaron porque, como judíos, lo único que habían aprendido en sus libros sagrados era a creer en los milagros de Dios”.
***
¿Lo único que habían aprendido en sus libros sagrados era a creer en los milagros de Dios? Aquí se pasó tres pueblos. Es conocido que la Torah servía para regular lo social, lo económico, lo jurídico, lo político, la vida privada, la higiene, el civismo, etc. Decir que lo único que habían aprendido en sus libros sagrados era a creer en milagros ya no solo es un insulto, es –una de dos– obrar con nesciencia o con cinismo, las dos posibilidades que baraja Ramón de Rubinat en torno al análisis del proyecto comparatista.
En el relato «En la nieve», que trata de una aldea judía cuyos habitantes se ven obligados a huir al asecho de los flagelantes, leemos más de lo mismo:
“¿Un judío debería luchar o defenderse? A sus ojos es algo ridículo e impensable, ya no viven en el tiempo de los macabeos, están de vuelta en la época de la esclavitud, de los egipcios, que imprimieron a su pueblo el perpetuo sello de la debilidad y la servidumbre que ni siquiera los siglos con sus aluviones de años han podido borrar”.
“Todos esos hombres, cuyo único objetivo en la vida había sido el de acumular dinero, que veían en la riqueza la culminación de la felicidad y el poder humanos, acordaron no escatimar sacrificios para acelerar la huida”.
***
¿Cuyo único objetivo en la vida había sido acumular dinero? Son ricos y nada más, están vacíos. No se cultivan, renuncian a la superación personal. Antisemitismo a flor de piel. Las mismas sandeces de la propaganda nazi.
Se puede entender esta actitud cuando habla de Theodor Herzl, el padre del sionismo, en El mundo de ayer. Herzl acababa de publicar “El Estado Judío”, la primera proclama en pos del mapa y el territorio de la nación judia, y en sus memorias Zweig narra el efecto que produjo en su comunidad:
“Recuerdo perfectamente la estupefacción y el enojo general de los círculos judeo-burgueses de Viena. ¿Qué le ha ocurrido, decían, a ese escritor por lo general tan juicioso, agudo y culto? ¿Qué tonterías dice y escribe? ¿Para qué debemos ir a Palestina? Nuestra lengua es el alemán y no el hebreo, nuestra patria es la bella Austria. [ ] ¿No somos súbditos con los mismos derechos, ciudadanos leales y establecidos desde hace tanto tiempo en esta querida Viena? ¿Y no vivimos en una época de progreso que en cuestión de pocas décadas habrá eliminado todos los prejuicios religiosos? ¿Por qué él, que habla como judío y dice que quiere ayudar a los judíos, da argumentos a nuestros peores enemigos e intenta separarnos, cuando cada día nos acercamos más y más al mundo alemán?”.
***
Jacques Le Rider consideró la etapa de Francisco José I “la época dorada de la integración de los judíos en la sociedad”. Para Zweig y los círculos judeo-burgueses de Viena la plenitud se alcanzaría con la aceptación del mundo alemán.
Eran las clases acomodadas las que habían puesto un pie en la legitimidad, de ahí que vieran en Herzl un escollo que de pronto podría reavivar la animadversión que, como Zweig mismo explica, mereció que la respuesta al opúsculo de Herzl no viniera “de los judíos burgueses del oeste, bien situados y acomodados, sino de las ingentes masas del Este, del proletariado de los guettos de Galitzia, Polonia y Rusia.” Los privilegiados vieron en Herzl una amenaza. Si en algún momento Zweig se sintió atraído por sus ideas no fue más que por pura simpatía hacia el personaje:
“Pero el espíritu pendenciero y egotista de esa oposición constante y la falta de subordinación sincera y cordial de sus círculos me alejaron de un movimiento al que, llevado por la curiosidad, me había acercado, aunque sólo a causa de Herzl”.
¿Cómo puede ser que “la oposición constante y la falta de subordinación sincera” lo alejara de un movimiento, al que reconoce haberse acercado solo a causa de Herzl, no por el movimiento en sí? Un galimatías.
Más adelante se entiende mejor por qué, Zweig desconfia de un proyecto de tal magnitud encargado al pueblo judío: “Desde hace dos mil años, los judíos no tenemos, históricamente hablando, ninguna práctica en dar a luz cosas reales.”
***
Finalmente, antes de narrar el entierro de Herzl, Zweig recuerda haberlo visto en un parque: “Lo saludé cortésmente y quise pasar de largo.”
Como muchos otros, Zweig lo había abandonado, y solo cuando acudió a su entierro, comprendió la importancia que había adquirido como líder de un movimiento que lo trascendería. El peligro que despertaba el sionismo no había sido el principal motivo de sus suspicacias, el proceso de secularizacion que había experimentado a lo largo de los últimos años la sociedad entera debió de jugar un papel. Joseph Roth se lo recuerda en una carta, desde París, en marzo de 1933:
“No se podría renegar de la herencia judía de seis mil años, pero tampoco se puede renegar de la no judía de dos mil años. Más que de Egipto, venimos de la emancipación, de la humanidad y, en una palabra, de lo humano. Nuestros antepasados son Goethe, Lessing y Herder, no menos que Abraham, Isaac y Jacob. Además ya no somos golpeados por piadosos cristianos sino por paganos sin Dios”.
***
La lucidez de Roth contrasta con la obstinada ingenuidad de Zweig en medio de las hostilidades contra la comunidad judía y sus escritores:
“Ahora, querer mostrar lealtad con esa banda de asesinos y mierdecillas, de mentirosos e imbéciles, de dementes y perjuros, profanadores, ladrones, y salteadores de caminos, eso es incomprensible. Deje usted el insensato respeto ante el poder… [ ] tengo en poco al enemigo. ¡Ay! Me temo que usted lo sobrevalora”.
“Pero yo le conjuro a que abandone todo intento de querer entenderse con Alemania”.
“Tiene usted que terminar con el Tercer Reich o conmigo. No puede tener relación con ningún representante del Tercer Reich”.
“Alemania está muerta. Para nosotros está muerta. No se puede contar más con ella. Ni con su bajeza ni con su nobleza. Ha sido un sueño. ¡Véalo de una vez por favor!”.
“Usted menosprecia o no acaba de darse cuenta de algunas cosas evidentes: el afán por rebajar a los judíos no es de hoy ni de ayer, es parte del programa del Tercer Reich desde el primer día. Eso lo sabe todo el mundo”.
“En la idea del nacionalsocialista, si es que de la puede llamar así, no hay otra contenido que el desprecio de la raza judía. ¿Cómo es que no lo ha visto usted hasta hoy?”.
“Humillados y deshonrados estábamos desde el primer día del Hitlerismo, ¿por qué no se ha indignado usted hasta hoy?”.
“¿Qué pensó usted cuando vino Hitler? ¿Y cuando llegó el Tercer Reich? ¿Es que no estaba su sentido del honor tan vulnerado como el mío? ¡Claro que lo estaba! Pero usted fue un optimista, y yo no”.
***
En el trabajo de Ramón de Rubinat encontramos una explicación a este optimismo que a Roth lo sacaba de sus casillas. El punto de partida de las ideas de Zweig se halla en dos mitos: la teocracia de la belleza y el supranacionalismo del espíritu. El de la teocracia de la belleza se halla en Hölderlin, su novela Hyperión (1797) proclama una comunión universal a través de una religión sublime.
La edad de oro perdida y la fe en su regreso solo se dará por medio de un arduo trabajo del espíritu y del entusiasmo poético. El hombre y el mundo que lo rodea se unirán en una divinidad universal mediante el arte. A través del arte nos unimos a lo eterno, es la conclusión de Zweig. Sobre el supranacionalismo del espíritu, contamos con una cita de El mundo de ayer que lo sintetiza muy bien: “Con más capacidad de influencia y eficacia, podía hacer propaganda de lo que desde hacía años se había convertido en la idea fundamental de mi vida: la unión espiritual de Europa.”
***
Ramon de Rubinat demuestra fehacientemente lo equivocado de las ideas de Zweig en la conferencia sobre su libro Stefan Zweig: ¿Cavernícola o imperialista?
“Zweig, como individuo ideologizado por las doctrinas pacifistas, no entendió que esto era un proyecto político. Aborrece la política porque entiende que la política genera violencia y lleva a la guerra, y la sustituye por la cultura que identifica con la paz, la armonía y la fraternidad, como si la cultura no fuese también una estrategia política. Esta disociación que hace Zweig le resultó fatal, incluso vitalmente para él.[ …] No cabe establecer un canon sin contar con una estructura política estatal que te permita establecer ese canon. Y por supuesto no cabe contemplar la idea de un canon supranacional sin contar con una estructura política supranacional, es decir un imperio”.
En cuanto a los Constructores del mundo (semblanzas literarias agrupadas bajo el título original de Baumeister der Welt ) “Zweig defiende un proyecto imperialista y nacionalista alemán sin tener que apelar a la nación alemana, porque en aquel entonces la nación alemana era el Tercer Reich. Pero reservándole a la Alemania del futuro el principal protagonismo”. Podemos afirmar que lo mismo ocurre en la ficción, la Alemania de los relatos es una Alemania idealizada por la historia, la de Gensérico, por ejemplo, logró la gesta de invadir Roma sin ejercer ningún tipo de violencia.
Y pese a todos los atropellos de los que fue víctima, Zweig jamás pronunció una sola palabra contra el imperialismo nazi.
***
Todo esto me recuerda a la pregunta retórica que, en una entrevista, el escritor Gabriel Arriarán formulara sobre el suicidio del escritor indigenista José María Arguedas: ¿Qué significa que una persona tan profundamente bilingüe, que era quechuahablante, y que luego adoptó el castellano como su lengua de profesión, se suicide en un país como el Perú? ¿Eso podría significar que las dos vertientes de nuestra cultura no pueden convivir, porque cuando se encuentran en una misma persona, esa persona está destinada al suicidio?”.
No sé si sería estirar mucho el chicle aplicar la misma pregunta al suicidio de Stefan Zweig: ¿habría encarnado las dos vertientes irreconciliables del Imperio germánico del siglo XX, la del judío y la de “la raza aria”, y de ahí la tragedia de su muerte?
Lo cierto es que hacia el final de sus memorias, en su exilio brasileño, anotó:
“Yo escribía y pensaba en alemán, pero cada idea que concebíamos cada deseo que sentía, pertenecía a los países que se alzaban en armas por la libertad del mundo. Cualquier otro vínculo, todo lo anterior y pasado, se había roto, y yo sabía que, después de esta guerra, todo debería volver a empezar de nuevo, pues la misión más íntima a la que había dedicado toda la fuerza de mi convicción durante cuarenta años, la unión pacífica de Europa, había fracasado”.