En este texto, la escritora y profesora de la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès Patricia Capdevila (Barcelona, 1980) revela detalles de su debut como novelista a través de No con un estallido (De Conatus, 2023): un libro que recorre siete décadas de contraste entre un barrio obrero de la periferia y otro del centro de Barcelona, habitados por diversos personajes en su lucha por conseguir un lugar propio, en un mundo dividido entre “los que han ganado” y “los que han perdido”.
Antes de ponerme a escribir solo tenía algunas imágenes: una puerta de vidrio, una jeringuilla en un descampado, una luz antigua de colegio de monjas, alguna manifestación, la caída de las Torres Gemelas.
Tenía esas imágenes y la sensación de que el mundo estaba cambiando.
Y entonces leí Submundo, de DonDelillo. Y ahí vi cómo él conseguía recorrer las épocas, cómo la estructura narrativa le permitía unir lo que, en principio, estaba separado. Me fascinó, y el deseo de escribir se hizo más intenso.
Y aquellas imágenes empezaron a conectarse. Y de hecho empecé a intuir lo que podían contener, de lo que podía hablar a través de ellas. Así que me puse a escribir.
Primero definí una trama que, aunque quedara desdibujada, me permitiera empezar a jugar con el tiempo. La trama era simple: un padre se muere y la hija no quiere saber nada de él, pero a ella le va llegando información y al final acaba descubriendo lo que quería ignorar.
Pero lo que más me importaba era el efecto del tiempo, una experiencia en el tiempo. Una experiencia discontinua que permitiera transmitir los cambios y las repeticiones de la historia. Y también cómo lo que en un momento ignoramos, tiempo después, se vuelve central.
Definí una trama para cada personaje, un mínimo arco que permitiera transmitir la idea de un avance narrativo. Y tenía claro, antes de la escritura, cómo iba a estructurar el tiempo. Quería empezar por los años 90 porque marcaba un tono de época y porque, en términos culturales, es donde se empieza a imponer un marco neoliberal y triunfa la idea de la desaparición de la historia.
Con la historia estructurada a grandes rasgos, iba capítulo a capítulo, definiendo la imagen primera y, sobre todo, la imagen final. Quería que cada capítulo tuviera su propio cierre, una cierta intensidad.
Y eso era lo que me guiaba. Con esto más o menos definido, pude ponerme a escribir. Pero hasta que no tuve la primera frase no tuve la sensación de que podía meterme de lleno en la escritura. Después de escribirla, noté que había encontrado la voz.
A partir de ahí, disfruté de una primera escritura, poniendo cada cosa en su sitio, dándole a cada imagen el sentido narrativo que ahora me parecía claro que tenía.
Escribí durante un año, pero especialmente durante el verano, por las mañanas, y recuerdo la sensación de llegar al final, de saber que estaba llegando al final y de que había hecho lo que quería hacer. O que me había acercado todo lo que podía a lo que quería hacer.
Ahí estaba el cuadro completo y aquellas imágenes primeras habían encontrado su lugar.