La escritora e historiadora del arte Anna Adell reseña la novela Costa del Silencio, de Julio Hardisson Guimerà, con prólogo de Bernat Castany Prado y publicada recientemente por la editorial barcelonesa Tercero Incluido. Adell analiza las texturas estéticas y temáticas de una novela a caballo entre la narrativa y el ensayo, ambientada en una innominada isla canaria, y en la que convergen urbanismo, utopía, especulación turística, disidencia, ecología, desconexión digital y “la posibilidad” como discurso filosófico.
Que el lugar nunca sea nombrado y que no se nos diga tampoco en ningún momento cómo se llama el hombre que nos conduce por la isla podría ser un recurso para universalizar el tema tratado.
Para nada es el caso, cuando desde las primeras líneas se hace evidente que estamos en una isla canaria y que “el hombre” es incapaz de contemplar esta tierra con la frialdad que lo haría cualquier otro promotor inmobiliario recién llegado del extranjero. Pues en este paisaje volcánico había quedado apresada su infancia, como ruinas sedimentadas bajo la lava. Y aunque no estaba allí para desenterrarlas, la mente no es un armario de compartimentos estancos.
Esta tensión entre la impronta emocional, laminada de recuerdos, y el espíritu distante de un supervisor de obras, se desplegará a lo largo de Costa del Silencio, novela de Julio Hardisson Guimerà donde lo biográfico asoma entre heteróclitas referencias literarias, musicales y filosóficas. La escritura traduce esta singular mezcla de apego y desapego punteando la narración con pasajes de envolvente lirismo que alternan con informes urbanísticos, extractos de noticias, programas de conferencias o artículos de arquitectura finlandesa.
Aunque la estructura subyacente tiene algo de patchwork creativo, las costuras se diluyen por la cadencia lánguida de una voz que, más que hablar, escucha e inhala. La de Julio es una literatura sensorial, que casi nos hace levitar cuando el viento arrecia, y nos llena las fosas nasales de arena al pasar entre las dunas.
Es el ritmo lento de un entretiempo cargado de potencialidad, o de “posibilidad”, como dice Sabine, una activista alemana y personaje vital. Ella usa esta palabra para referirse a la urgencia de perforar con la imaginación las duras paredes del aquí y ahora en lugar de especular sobre un futuro utópico que nunca llegará.
Sabine irradia su carisma en torno a los círculos más jóvenes, incluida la hija de 13 años del protagonista. Ha venido a la isla para participar en un encuentro de artistas e investigadores en el que se debatirá, entre otros temas, el reciclaje de los espacios arquitectónicos en desuso.
De hecho, el lugar donde estas actividades se llevarán a cabo ilustra en sí mismo el reaprovechamiento creativo de la arquitectura abandonada. La agrupación, con el significativo nombre de “Frontera”, era parte de un complejo turístico cuyos edificios habían quedado medio soterrados por la arena de las dunas, después de que sus propietarios los abandonaron al no poder vencer las inclemencias del entorno. Grupos de estudiantes ocuparon esas casas, haciendo de la hostilidad del territorio un reto para ensayar otras formas de habitar.
La joven activista es portavoz de la “ecología gris”, una expresión que os sonará a los lectores de Paul Virilio, quien la acuñó para aludir a “la contaminación de las distancias” en la era de las telecomunicaciones. La polución gris contamina las mentes (más que la atmósfera) al estrechar el mundo hasta dimensiones claustrofóbicas, arguye este teórico francés. La velocidad ha usurpado el territorio.
Sabine parafrasea en sus conferencias a Virilio, pero la lucidez crítica de este experimenta una transformación alquímica en su pequeño cuerpo: el tono apocalíptico del sabio crepuscular revierte en concupiscente rocío cuando es filtrado por esta mujer que apenas dejó atrás la adolescencia.
Julio nos sitúa en un territorio herido por décadas de turismo agresivo. El óxido de las grúas, los hierbajos ganando terreno en el viejo parque de atracciones, las terrazas de los bungalows destrozadas por las olas… son algunos vestigios de los sueños megalómanos de otras épocas proyectadas sobre la isla.
Sin embargo, Hardisson no se relame en la estética decadente del abandono sino que, en el curso de la novela, el impasse va trocando en oportunidad.
Como todo tiempo bisagra, el que se abre en esta isla tiene tanto de promesa como de amenaza. Las justificaciones discursivas que cada grupo baraja (ecoturismo, turismo científico, ecología verde o gris…) no son más que ideas peregrinas de “aves de paso” (así las llama Sabine) que van dejando su impronta en un terreno con cada vez menos “aves autóctonas”. La vida de los lugareños ha estado siempre supeditada a la rapacidad de los “conquistadores” de turno, sean estos terratenientes, constructoras, inversores o científicos.
Pero, por otra parte, “una criatura insular perece si se aísla”, lee el hombre en un ensayo que descubrió en un rastro. Quizás lo autóctono es solo una ficción. La insularidad llevada al extremo es peligrosa, aliena en cierto grado, como le ocurre a un amigo de infancia de nuestro hombre (Suso) o a la mujer soñadora que de niña comía caracoles vivos, exiliados uno y otro en el cerco de sus respectivas obsesiones.
El protagonista, hombre reservado, se nos figura como un rostro a contraluz cuyos relieves no vemos, pero justamente su indefinición favorece que sea permeable al entrecruzamiento de modos irreconciliables de entender la vida.
En cualquier caso, el volcán que bordea el complejo turístico y cuyas tripas pueden ponerse a ronronear en cualquier momento, nos avisa de que la última palabra la tiene la naturaleza.
De la geografía insular tantas veces violentada sigue emanando una suerte de fuerza telúrica que procura visiones o presagios. Como cuando el hombre, la víspera de su partida, vislumbra junto al barranco unos “ensacados” (sugerente guiño a un grabado de los Disparates de Goya). Es una imagen fugaz como un escalofrío, pero perdura en nuestra memoria porque es portadora de simbolismos reveladores.
En aquella estampa, Goya sugería la idea de mordaza psíquica y destierro de aquellos que resultan incómodos para el poder. Julio parece hablarnos de las camisas de fuerza que coartan las iniciativas comunitarias ante los intereses macroeconómicos.
Pero, a un nivel más íntimo, intuimos que el autor también desplaza la metáfora del tambaleo claustrofóbico dentro del saco hacia un sentimiento de peonza en el interior de uno mismo, porque este hombre se debate en silencio entre lo que representa y lo que siente, entre el escepticismo y la empatía, entre sus alas de ave migratoria y sus entrañas de isleño.
En esta primera novela de Julio Hardisson Guimerà, de género híbrido y ensayístico, me parece reconocer la estela de aquellos autores que, como Walter Benjamin, hicieron del caminar una práctica escritural y del errar filosófico una deriva física.
Costa de Silencio devuelve al espacio un grosor que el tiempo ya no podrá arrebatarle.
Costa del Silencio es un proyecto piloto de Pliego Suelto, que mezcla el monitoreo de creaciones literarias inéditas con la búsqueda de sellos editoriales, donde puedan ser publicadas, y las diversas tareas implicadas en la promoción editorial.