Entre 2022 y los primeros meses de 2023, el escritor, poeta, traductor y biógrafo, Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963), ha logrado algo sorprendente y atípico en la industria editorial española: publicar 5 libros en diferentes sellos. Desde Sevilla, nuestro colaborador Pablo Gonz charla con Rivero Taravillo acerca de este hito y de los entresijos de sus volúmenes 1922 (Pre-Textos), Un hogar en el libro (Newcastle Ediciones), Los hilos rotos (Reino de Cordelia), Ford apache. Cien momentos de un genio del cine (Sílex) y Suite irlandesa (Fundación José Manuel Lara), que van desde la crónica novelada hasta el ensayo, pasando por la poesía y el cine. En esta primera entrega de la entrevista, el autor también habla de la impronta de la literatura céltica y anglosajona en las letras de Occidente.
Se suele decir que 1922 es el año milagroso de la literatura occidental. ¿Ha sido 2022 el año milagroso de Antonio Rivero Taravillo? Lo pregunto porque, si no me falla la cuenta, solo en 2022 has publicado cuatro libros.
Ha sido milagroso en cierto modo, porque vivir y poder escribir y publicar está más cerca del milagro de lo que pensamos. Sí, cuatro libros. Y había algún otro que se ha dejado para el 2023, con objeto de no saturar. Verá la luz en Pre-Textos, donde ha salido 1922, mi crónica novelada de aquel año impar. Y en 2021 publiqué Sextante, un volumen que en realidad reunía seis libros de poesía que se me habían quedado en los cajones.
Si no hay ninguna baja de última hora, este año también sacaré un número indeterminado de libros. Empiezo por Suite irlandesa, un libro de poemas en la colección Vandalia.
¡Madre mía, vas a tener que buscarte unos cuantos seudónimos, como Pessoa! De tus libros de 2022 leí 1922 y más recientemente Un hogar en el libro. Hablaremos de ellos pero ¿cuáles me faltan de ese año?
Hay que añadir uno de poesía, Los hilos rotos, publicado en Reino de Cordelia. Obtuvo en su primera convocatoria el Premio Ciudad de Lucena Lara Cantizani. A la vejez, viruelas: es el primer premio de poesía que gano, y me hizo mucha ilusión que presidiera el jurado Luis Alberto de Cuenca.
El otro es Ford apache. Cien momentos de un genio del cine (Sílex), un repaso de toda la filmografía de John Ford en el que trato de señalar qué rasgos aparecen una y otra vez en su obra. Me doy el inmenso lujazo de volver a ver o ver por vez primera un montón de películas, muchas de ellas poco conocidas, y regocijarme en sus tics, en muchos de los cuales, como irlandés vocacional, me reconozco.
De tu libro 1922 me queda el sabor de una gozosa celebración de la literatura de aquella época. ¿Qué pasó en aquel París desbocado? ¿Qué figuras convergieron en ese escenario durante los Felices Años 20?
1922 fue el año de publicación de dos obras que cambiaron la literatura en lengua inglesa y, por las reverberaciones de esta, con ondas que a veces tardan en llegar a la orilla, la literatura universal en su conjunto. En la prosa, Ulises, de James Joyce, publicada a principios de año; en la poesía, La tierra baldía, de T. S. Eliot, que vio la luz entre octubre y noviembre en Gran Bretaña y los Estados Unidos.
Lo curioso es que la novela de Joyce, que se había ido editando por entregas en revistas, no se publicó en Londres, Nueva York, Chicago o, mucho menos, su natal Dublín. Apareció en París y en una editorial creada ex profeso para ella, o más bien librería a secas que afrontó el reto: Shakespeare and Company, de Sylvia Beach. Si ella fue providencial, no menos lo fue Ezra Pound, el gran muñidor de la literatura de vanguardia en lengua inglesa, que se había trasladado a vivir a París. Por su consejo, Joyce hizo lo mismo.
Mi libro, que es una crónica novelada, comienza con una cena en la que se reúnen en la casa parisina de Pound, este, Joyce y Eliot, y se cierra con otra en la que junto al anfitrión están Joyce y Yeats. Ambos ágapes están documentados y yo los recreo tomándome solo libertades compositivas. París era el vértice de la creación mundial en aquel momento, y por la ciudad (y por las páginas de 1922) desfilan muchos de aquellos creadores, aunque no olvido la efervescencia literaria de otras latitudes. Hay por ejemplo un capítulo sobre la vanguardia hispanoamericana en aquel año.
Parece una predominancia anglo en la literatura que anuncia la hegemonía política de EEUU posterior a la IIª Guerra Mundial. ¿O fue al revés? ¿Encumbró el establishment a posteriori a los autores que citas?
Fue esta la época en que comenzó a moverse el eje de lo francófono a lo anglófono. Una curiosidad: Los papeles del club Pickwick, de Dickens, los tradujo al español Benito Pérez Galdós no del original inglés, sino de la traducción francesa.
Hasta bien entrado el siglo XX lo francés primaba, aunque no en Gran Bretaña o EEUU: por ejemplo, la huella del surrealismo, que tiene su partida de nacimiento en 1924, aunque en 1922 ya está larvándose, apenas se reconoce en la literatura escrita en inglés. En la escrita en español sí que tuvo importancia, junto con las otras expresiones vanguardistas.
A partir de la década de los años veinte, con dos fenómenos estadounidenses, el jazz y el cine, las miradas recayeron en lo gringo. Ciertamente, la victoria en la II Guerra Mundial fue un respaldo para esos países, pero Francia declinó simultáneamente. En las últimas décadas, la verdad, ha habido un empacho de lo que habla inglés, pero las ansias de cambio eran generales tras el conflicto anterior, la I Guerra Mundial.
Y dentro de esa renovación de la literatura, que parte del ámbito anglófono, juegan un papel esencial los irlandeses: Joyce, Yeats y, posteriormente, Beckett. ¿Es mera casualidad?
Yeats fue poco innovador en formas o temas, pero coincide con Joyce en mirar atrás a referentes, a los que da nueva vida. Si el segundo se fija en Ulises, el primero lo hace en figuras de la antigua épica irlandesa, como Cú Chulainn u Oisín.
Lo que sucede es que Joyce es un gran revolucionario de la forma y de la consignación de los procesos mentales. Mientras que Yeats mira arriba, a los astros, y fuera, a una tradición hermética que ahorma para su propio gusto, Joyce se fija en lo interior de la psique y hace que las palabras se transformen en función de ello, de ahí el monólogo interior de Molly Bloom, claro, pero también el borrado de fronteras entre la realidad externa y la percepción y el discurso de sus personajes, hasta el punto de que estos se ven engullidos en la palabrería (y no lo digo peyorativamente) de Finnegans Wake.
Hay mucho de este libro final de Joyce en Beckett, mucho más adusto y sin apenas sentido del humor, rasgo muy de Joyce y de ese seguidor suyo desopilante, Flann O’Brien, que ya es para mí como un viejo amigo, pues empecé a traducirlo en 1988.
Los irlandeses, se expresen en el idioma en que lo hagan, siempre han tenido una gran disposición hacia la literatura, oral primero, luego escrita. Y del mismo modo que en el hiberno-inglés hay giros y sintaxis que proceden del gaélico (esto se aprecia enseguida en el uso de las preposiciones), los escritores y las escritoras de Irlanda han mamado, por así decirlo, un cultivo de la palabra que no tiene parangón en otros países. Eso se nota en la variedad, riqueza y altura de sus autores.
Háblanos un poco de tu particular relación con Irlanda: de cómo llegaste a sentirte un “irlandés vocacional”, de tu gusto por el país y su cultura, de tu actividad como traductor…
Me acerqué a la música tradicional de Irlanda, Bretaña y Escocia cuando tenía más o menos dieciocho años. Fue un descubrimiento. La escocesa hunde sus raíces en la irlandesa, y la bretona, aunque más diferente, también la homenajea a menudo (pienso por ejemplo en Gwendal o en Alan Stivell, recuperador del arpa bretona, y ya se sabe que el arpa es el instrumento que simboliza a Irlanda).
Con la música irlandesa descubrí la lengua y unos años después la estudié de manera autodidacta (también el gaélico escocés, pero este lo he practicado mucho menos en las últimas décadas).
Irlanda me proporcionó además mitos, que es una de las cosas que uno persigue cuando es joven: su literatura más antigua, la religión céltica, el Otro Mundo feérico… Hasta la lucha por la independencia, con el Levantamiento de Pascua al que Yeats se refirió con el verso «Una terrible belleza ha nacido». En 2016, por supuesto, asistí en Dublín al centenario de la proclamación de la República y presenté mis respetos a la memoria de los héroes en la Oficina Central de Correos.
Apenas hablo irlandés, pero lo leo y escribo. En 1989 se publicó mi primera traducción: la única novela que Flann O’Brien escribió en irlandés, An béal bocht (La boca pobre. Publicada bajo el seudónimo de Myles na gCopaleen), una sátira que bastante después recuperó Nórdica, donde he publicado otras cosas del mismo autor, así como la colección de cuentos de Liam O’Flaherty Dúil (Deseo). En la colección de clásicos medievales de Gredos publiqué en 2002 la antología de poesía medieval irlandesa más extensa hasta la fecha en cualquier lengua, pero desgraciadamente Gredos fue comprada al poco por RBA y descatalogó aquellos libros.
Ahora estoy vertiendo una novela reciente premiada y francamente interesante. He traducido a algunos autores irlandeses más, de entre la mayoría que ha empleado el inglés.
Me siento muy identificado con Irlanda hasta el punto de haberle dedicado En busca de la Isla Esmeralda. Diccionario sentimental de la cultura irlandesa (Fórcola). Y está a punto de aparecer, tal y como te dije, en la colección Vandalia, de la Fundación Lara, Suite irlandesa, volumen que reúne un largo poema sobre Dublín y otras composiciones sobre ese mundo fascinante.
Un mundo del que deriva también, por el origen de sus padres, el director de cine John Ford, al que dedicas tu libro Ford Apache, también aparecido este año. Escritor, traductor, ¿también cinéfilo?
Soy cinéfilo en el sentido de que me gusta el buen cine. Tengo muchas lagunas, pero John Ford es una figura tutelar. No se trata de un libro de análisis sesudo sino de una búsqueda de los elementos que una vez y otra aparecen en su filmografía y que constituyen un estilo «fordiano». Para componer el libro me vi 75 películas del maestro, muchas de ellas anteriores a La diligencia (1939). Fue maravilloso.
¿Cuáles son esos elementos que vertebran la filmografía de John Ford?
Fundamentalmente, una encrucijada entre lo colectivo y lo individual que se resuelve en sacrificios: un trasfondo épico a menudo en el que destacan individuos que siguen lo que les dicta su honor aunque no compartan las órdenes del mando o lo que la sociedad pide.
De ahí el rebelde, el que no encaja, el que va por libre tantas veces simbolizado por John Wayne, pero también por Henry Fonda y muchos otros. Eso del culto a los rebeldes es, en este sentido, muy irlandés, y Ford lo era, quizá hasta impostadamente, hasta la médula.
Todo eso me suena a pasión, a idealización, a quijotismo. ¿Son los irlandeses el pueblo más “latino” del norte de Europa?
Así es: los españoles son el pueblo más “céltico” del sur de Europa.