En la película Línea no regular (1980), de Slobodan Sijan, un grupo de desharrapados hacen un trayecto hasta Belgrado en un autobús no mucho más rápido que un barril de cerveza empujado por un par de gallinas. Dos jóvenes gitanos cantan la letra citada arriba, acompañados de un acordeón y una guimbarda. Como el coro de las tragedias griegas, la música es el vehículo del sentir general, en parte porque los personajes son un hatajo de miserables, en parte porque su país, Serbia, se está yendo al carajo por culpa de los bombardeos de la Luftwaffe y la invasión militar alemana por tierra.
La lección es que ni siquiera los nómadas están a salvo poniéndose en movimiento; los otros que van con ellos perderán sus hijos, sus esposas y sus propiedades si es que les queda alguna, pero ellos pueden huir, a trompicones, tal vez hacia el precipicio, con una amarga canción festiva en los labios y algo que bien podría tratarse de una resistencia étnica ante el horror.
El gypsy punk la lleva intentando aprender casi una década. No diremos que el punk como protesta a grito pelado haya fracasado, pero desde luego los tiempos ya no invitan a tomarse la realidad en serio. En pocos años han brotado una serie de grupos que prescinden, al menos para sus conciertos, de aparatos eléctricos: usan acordeones, ukeleles, banjos, gutbuckets —contrabajos caseros compuestos de un barreño, un palo de escoba y un cordón—, violines, trompetas, xilófonos y mirlitones. De hecho, el mejor de toda la tropa que aparece en el vídeo de Di Nigunim es sin duda el tipo de la camiseta roja y el mirlitón.
Hay algo de pose en todo esto. Son cíngaro blancos, han nacido en California, en Oregón, en Massachussets; algunos, como los del vídeo, son judíos de Santa Cruz, y reciben influencias klezmer, pero el proceso de idealización es prácticamente el mismo: buscan las supuestas raíces (roots) reconstruyendo el material que tienen a disposición. También hay referencias al rebético griego, al country norteamericano o a la tarantela italiana. Cualquier música popular que hubiera nacido de los indígenas y de los delincuentes y de las minorías, ese es el sonido que rescatan.
Quizá vaya siendo hora de volverse a dotar de ese imaginario de tribu desclasada y apátrida y por eso han recabado, como los filólogos del siglo XIX —pero a la inversa, pues estos dotaban a la burguesía nacional de un espíritu, y el punk rehace un discurso clandestino, casi pirata—, en las profundidades de la vida cotidiana, en la música que suena en los vagones de tren o en las fiestas públicas y en las bodas de pueblo, si es que todavía queda alguna de ambas cosas. Esta maniobra tampoco es nueva: ahí estaban Dylan y Baez, o —mucho mejor— todos los que participaron de la chanson como Brel y Brassens. Se les acusará de estar falseando la realidad. Seguramente sea cierto, en la medida que todos estos géneros se han convertido en folklore o en pieza de museo.
El punk se vuelve a reciclar y suena más espontáneo que las guitarras eléctricas porque, como un largo proceso de sedimentación animal, se habían convertido en una masa espesa y plomiza, prácticamente inaudible. Los últimos grupos adheridos al viejo método del ruido descontrolado y el aumento de decibelios eran una repetición de todo lo que se llevaba haciendo desde hacía cuarenta años. El gypsy punk tiene la virtud de salir a la calle sin tener que cargar con el amplificador, de convertir el espacio público en una verbena improvisada. En Barcelona, Blackbird Raum tocaron delante de un edificio amenazado con el derribo; el mundo no está mucho mejor. No les hacía ninguna falta el micrófono para llenar de alegría una calle que se paraba a verles y a aplaudirles. Tal vez también se les admiraba, como a aquellos gitanos que en plena II Guerra Mundial podrían estar llorando, y sin embargo cantaban.