Inauguramos una nueva sección dedicada a reivindicar el trabajo de quienes se dedican a la traducción. En esta oportunidad, el escritor, poeta, traductor y guionista Pedro Alcarria Viera (Barcelona, 1975) nos habla de su último trabajo publicado: Las ciudades tentaculares (Eds. Vitruvio, 2022), la primera traducción al español de Les villes tentaculaires (1895), del poeta de origen flamenco Émile Verhaeren (1855-1916), una de las figura fundamentales del simbolismo belga. La obra describe el avance de La Revolución Industrial y cómo la producción mecánica transforma la mano de obra campesina en meras piezas de un enorme engranaje.
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Desde la eclosión de aquello que Baudelaire bautizara como la Modernidad, la ciudad se ha visto convertida en sí misma en un tema muy recurrente en la historia de la literatura.
En el caso de mi propia producción poética, ha sido siempre un motivo muy presente, como detonante de todo tipo de reflexiones. El panorama urbano es el escenario insoslayable de la contemporaneidad, expresión tangible de ese caos al que el poema, como última vía de trascendencia, viene a poner orden. Por tanto, era inevitable que al cruzarse en mi camino, un título como el del libro del poeta belga Émile Verhaeren, Les villes tentaculaires (1895) se despertara rápidamente mi interés. El concepto de “ciudad tentacular” me resultaba muy familiar, al tiempo que la sonoridad tan sugestiva me seducía.
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Fue al intentar conseguir un ejemplar, cuando caí en la cuenta de que no existía una traducción completa al castellano, lo cual acució aún más mi curiosidad. Curiosidad que se transformó en asombro al enfrentarme al texto original, momento en que descubrí una obra extraordinaria.
Un conjunto de poemas que se despliegan muy plásticamente ante los ojos del lector, dibujando, poniendo en escena, con una calidad cinética, todo el vaivén de la vida urbana, de la actividad febril de una gran ciudad de finales del siglo XIX que por momentos podría describir perfectamente cualquier metrópoli contemporánea.
La ciudad tiene mil años,
Amarga y profunda ciudad;
Y sin cesar, a despecho del asedio de los días,
Y las gentes socavando su pesado orgullo,
Resiste a la usura del mundo.
¡Sus corazones, qué océano! ¡Sus tendones, qué tormenta!
¡Qué nudo de apretados deseos su misterio!
Victoriosa, sorbe la tierra;
Vencida, es el abismo del cosmos:
Por siempre, en su triunfo y en sus derrotas,
Emerge gigantesca, suena su grito y brilla su nombre,
Y la claridad que da su faz en la noche
¡Irradia a lo lejos, hacia los mundos!
¡Oh siglo tras siglo sobre ella!
Verhaeren describe el avance imparable de la Revolución Industrial sobre el mundo rural en decadencia, un espectáculo trágico plasmado en unos poemas, visionarios, alucinados, que literalmente te transportan al lugar y al momento representado sobre el papel.
El antiguo sueño está muerto y el nuevo aún en la forja.
Está humeando de pensamientos, y del sudor de los brazos,
Orgullosos de su trabajo, de las frentes, orgullosas de su fulgor,
Y la ciudad lo escucha ascender desde el fondo de las gargantas
De aquellos que lo alojan en su ser
Y lo quieren gritar y sollozar a los cielos.
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Inmediatamente sentí la necesidad de trasladarlo al castellano, embarcándome en un proceso arduo, pero apasionante, en el que me topé con dificultades que supongo inherentes a toda traducción. Sirvan estas líneas para compartir algo de ese aprendizaje.
Desde mi punto de vista el reto fundamental al que se enfrenta todo traductor es el de acercar al lector el original en su idioma de destino, manteniendo la fidelidad al texto principalmente en sus imágenes, ya que casi siempre la música es de muy difícil o imposible trasvase.
En el caso concreto de Verhaeren, se ha dicho de él que su lengua literaria era el francés, pero su alma belga. Me parece acertado, y creo que algo de ello se manifiesta en su poesía en la que prima de forma destacada lo visual y que parece remitir fuertemente a la imaginería de tradición barroca, que en Bélgica cuenta con ejemplos deslumbrantes. Así por ejemplo describe Verhaeren, con patetismo religioso, una revuelta profanando una iglesia:
En los conventos, capillas e iglesias:
Las vidrieras, donde se sientan los mártires,
Yacen en el suelo y se desmoronan como hojarasca;
Un Cristo largo y exangüe como un fantasma,
Está desgarrado y cuelga como un andrajo de madera,
Del último clavo que atraviesa el oro de su cruz;
Merece atención el propio lenguaje empleado en el original, obviamente finisecular, abundante en arcaísmos, que opté por mantener o emular cuando no afectaban a la comprensión del texto. En ocasiones me tomé alguna libertad, como por ejemplo la de substituir el término «usina», que no es de uso frecuente en España, por el de «factoría».
Cara a cara, por los muelles de sombra y noche,
A través de los arduos arrabales
Y de la harapienta miseria de esos arrabales,
Roncan terriblemente fábricas y factorías.
He intentado también ofrecer, en la medida de lo posible, una alternativa a la musicalidad del francés, favoreciendo, donde tuviera cabida, la aliteración, como en el poema “El espectáculo”, en donde traduzco así: Ritmos lentos vueltos violentos de pronto.
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El verso de Verhaeren es único y muy particular. Se le ha comparado a veces, con justicia creo, a Walt Whitman, otro cantor de la vida moderna, por la dimensión épica de sus poemas y por su utilización del verso libre, pero sin embargo el de Verhaeren entra y sale continuamente de las formas métricas tradicionales, con una libertad que me parece justificada en la voluntad de representar el ritmo desordenado de la vida urbana. Es un vaivén que no pierde nunca de vista un cierto aliento general, que encuentra su sentido en la búsqueda de una impresión general de velocidad y acción.
La curva enorme de un viaducto
Discurre por los uniformes y lúgubres muelles;
Se estremece un tren inmenso y cansado.
Allá, lejano,
Un ronco vapor con estruendo de bocina.
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Para finalizar, posiblemente el poema que mayores dificultades me planteó fue el titulado “La muerte”, porque en él la pauta métrica es más consistente, y prescindir de ella por completo hubiera dado como resultado una pieza sin la fuerza del original, en el que, precisamente, el ritmo que imprime el verso amplifica el efecto macabro de las imágenes y dota al poema de una especie de música atávica.
Vestida de negro, la Muerte
Rompe entre sus manos, la suerte
De gente meticulosa y reflexiva
Que en sus hogares se agota,
Vanamente, en hacer fortuna;
La Muerte súbita e inoportuna
Los ordena en sus féretros
Igual que en casillas regulares.