Por qué acepté trabajar gratis en la radio: sobre la precariedad en la cultura


 
Nuestro colaborador Juan Manuel Chávez nos explica sus vicisitudes como periodista cultural en radios peruanas de alcance nacional. Reflexiona sobre la precariedad laboral, del escaso valor que se le concede a la cultura, de “las recompensas simbólicas”, del ilógico modelo (profesional) de no percibir un salario así como del influjo del libro gratis, la película gratis, el concierto gratis, el museo gratis… Asimismo, el autor trata de responder a una pregunta clave: ¿Por qué acepté trabajar sin remuneración económica?

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Diecinueve años atrás, me propusieron la conducción de un programa de radio de arte y cultura. Por entonces, seguía con mis estudios de literatura en la universidad y acababa de ganar el Copé de Plata en Cuento, que en el Perú era percibido como un premio consagratorio. Imagino que, por los resultados del concurso, los directivos de la estación asumieron que podría cautivar a la audiencia y, por lo inacabado de mi formación, que no hacía falta pagarme.

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Precariedad del sector cultural

La estación era 11.60 Radio Noticias, que en el siglo pasado había sido nuestra vanguardia para el rock en inglés y en español. Sin embargo, cuando tomé a mi cargo “La divina comedia”, la música estaba proscripta de su programación. Abundaban los noticieros y las producciones enfocadas en la conversación sobre asuntos tan variados como los deportes, la sexualidad o los animales.

JM Chávez en 11.60 Radio

¿Por qué acepté trabajar gratis? En primer lugar, porque podía permitírmelo, ya que aún vivía en la casa de mis padres y mis días trascurrían al amparo de la economía familiar. En segundo lugar, porque sentía que esa conducción radial era una oportunidad para mí: me iba a proveer de contactos entre libreros, editores, escritores y gestores. A la postre, ampliaba mis posibilidades de empleabilidad en la industria de las comunicaciones o en campos afines a lo literario.

En suma, seguía un proyecto de vida muy arraigado en el Perú: los hijos e hijas solemos independizarnos alrededor de los treinta años y estamos dispuestos a darle un margen de precariedad a nuestros primeros años laborales, con el afán de una futura prosperidad.

“La precariedad es la principal característica del mercado laboral” (febrero, 2019), titulaba la revista bimensual Ideele en un informe especial. Dos años después, el articulista Jan Lust ahondaba en “El carácter estructural de la precariedad laboral en el Perú” (enero, 2021). En lo más incierto de la emergencia por coronavirus, el medio Ojo Público se enfocó en un rubro que lo llevaba peor que el promedio: “la realidad de la mayoría de los trabajadores culturales está tatuada de precariedad y desigualdad” (mayo, 2020).

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La divina comedia

A inicios de siglo XXI, el panorama tampoco era venturoso.

En “La divina comedia” éramos cuatro personas y ninguna recibía un salario, a diferencia de quienes daban las noticias en la radio, por ejemplo. A decir verdad, no recuerdo si tuve un contrato; lo que sí me dieron fue un certificado al final de todo, en 2006.

Para entonces, habíamos realizado ciento cincuenta emisiones con trescientos entrevistados nacionales e internacionales en cabina o por vía telefónica; trasmisiones especiales desde lugares tan inverosímiles como Aguas Calientes, a los pies de Machu Picchu, y con corresponsales en Barcelona, París, Guadalajara y New York, también sin pago.

Javier López Alós, 2019

Desprovistos de un sueldo, se nos permitía atraer patrocinadores. Jamás conseguimos una persona, empresa o institución que nos aportara en lo monetario. Solo obteníamos canjes para tomar café con los invitados o cenar en grupo, una vez al mes.

Teníamos la sensación de ser tratados como niños, no como adultos. Quizá por su aspecto lúdico, lo que engloba la cultura es divisado como un juego. Así, sus agentes terminamos infantilizados en la interacción social con otras ocupaciones definidas por su gravedad y compostura.

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Recompensas simbólicas

En esos años, escaseaban los programas dedicados al arte y la literatura en la radio. En especial, aquellos que tendían puentes entre el Perú y el extranjero. Con todo, gozábamos de recompensas simbólicas, como una audiencia fiel que bordeaba las cuarenta mil personas en Lima Metropolitana (un número equivalente al aforo que tenía el Estadio Nacional).

Junto con el reconocimiento del público, también estaba el apoyo material y logístico de la estación de radio: el despliegue técnico en personal y equipos, la promoción semanal y las llamadas abiertas a cualquier rincón del planeta. En este sentido, podíamos aprovechar el capital instalado y los gastos fijos de la empresa.

Visto a la distancia, comprendo que éramos queridos y valiosos, mientras no supusiéramos un gasto extra, por mínimo que fuera. ¿Esto se debía a nuestra condición de novatos, aunque fueron años de labores? ¿O la cultura era importante, como los noticieros y otros programas, pero nada justificaba su remuneración? Esa idea, tan asentada, de que el arte en general y lo libresco en particular no constituye una profesión.

No tengo tiempo: Geografías de la precariedad, 2018

El programa existió hasta que la radio quebró, pues los espacios dedicados a los deportes, los animales o la sexualidad no aportaban lo suficiente para que la estación subsistiera. El de cultura, que labramos desde la inexperiencia y con harto anhelo, tampoco.

De aquella experiencia radial saqué una conclusión desalentadora: que la palabra de raigambre cultural no retribuye; no en el Perú, por lo menos.

Así, en el imaginario de nuestra audiencia y de la estación éramos unas personitas entrañables que iban por la vida apegadas al enriquecimiento inmaterial e ilustrado. Por ende, desde el horizonte de nuestra magnanimidad e idealismo, éramos capaces de entregar miles de horas de nuestra juventud a un pasatiempo.

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La difusión de la cultura como afición

Curtido en el ilógico modelo de no percibir un salario, acepté una nueva propuesta radial sin remuneración, aunque esta vez la acoté bastante en comparación con mi experiencia anterior. Era el año 2014, unos años después de regresar a Lima tras vivir en España, donde hice el máster después de licenciarme en el Perú.

Dije que sí, bajo la condición de que fueran solo seis minutos a la semana. Era en la estación cultural de mi país: Filarmonía, en un espacio que pagaba la Universidad Ricardo Palma.

Acepté, otra vez, porque de nuevo me lo podía permitir, si bien las justificaciones eran distintas: tenía resueltos los asuntos salariales por un buen contrato en una empresa de publicaciones y entrevía este compromiso como la oportunidad para volver a los libros con una periodicidad inaplazable. Esta aventura se llamó “La dieta del lector” y consistía, exclusivamente, en comentar una novedad editorial.

Fueron demandantes esos seis minutos a la semana, ya que intentaba concentrar en mi breve secuencia el máximo de contenido, sin descuidar la amenidad y la complicidad con los oyentes. Me hice la promesa de hacer por lo menos cien emisiones. Llegados a la ciento uno me despedí, pues además coincidía con los inicios de mi doctorado en España.

JM Chávez en Filarmonía

Esta segunda incursión en la radio, también de varios años, sin sueldo y con múltiples retribuciones simbólicas, vino a confirmar lo que estoy criticando: el tratar la difusión de la cultura como si fuera una afición.

Bajo el argumento de aportar al fomento de la lectura y granjearme algún poder mediático, acepté una propuesta que estaba en condiciones de rechazar, sobre todo si se tienen en cuenta las malas experiencias en la década previa y al hilo de lo avanzado en mi formación profesional.

Entonces, aporté a las nociones estereotipadas que tienen la audiencia y las estaciones, en vez de ayudar a desterrarlas. Cuando di el sí a un compromiso laboral sin retribución económica, contribuí a estas prácticas.

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GRATIS

Ahora bien, este testimonio estaría incompleto sin remontarme a la pandemia y una pregunta que me desveló en 2020: ¿en qué momento detenemos el flujo de la cultura gratuita?

La emergencia por coronavirus embrolló más el pacto afectivo-retributivo de la gente con la cultura: la idea del libro gratis, la película gratis, el concierto gratis, el museo gratis…

Intuyo que, en lo concerniente a las emisoras tradicionales, la relación irá a peor con la multiplicación de contenidos de acceso libre en redes sociales y diversas plataformas.

No soy optimista, pero tampoco ingenuo: dudo que las estaciones se interesen en un acuerdo económico por la cultura. Sin embargo, las medidas urgen porque hay nuevas tecnologías que arrinconan a la radio.

“La dieta del lector”

A lo mejor no es tarde para esa extravagancia de ampliar presupuestos y condiciones que alienten e incentiven la creatividad, núcleo de la cultura. Si ya era precaria y desigual, evitémosle la indignidad de lo desfasado e insulso.

Por mi parte, espero recorrer esta tercera década del siglo XXI con un extra de madurez y deje, por fin, de formularme razones para soslayar un salario.

Ni optimista, ni ingenuo. Tampoco cínico. Que en esto de las aspiraciones juveniles, las vanidades y el altruismo de lo patriótico no pueden servir de escudo para justificar la gratuidad del trabajo.

Y es que, anida en mí una convicción: la radio, local o global, es el hábitat natural para difundir la cultura. A viva voz, restituyendo el pasado oral que nos determina como especie.
 

Sobre el autor
(Lima, 1976) Escritor e investigador. Entre lo más reciente de su obra están la novela «Cassi, el verano» y la investigación «Juan Bautista Túpac Amaru. El dilatado cautiverio». Mención especial del Premio Nacional de Literatura (categoría LIJ) en el Perú y el Premio de Ensayo de Radio UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), es docente e investigador de la Universidad del Atlántico Medio (España), facultad de Comunicación.
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