Los brotes negros. En los picos de ansiedad (Anagrama, 2022), del ensayista Eloy Fernández Porta (Barcelona, 1974), representa un duro y honesto retrato autobiográfico de nuestro tiempo sobre los síntomas e intensidades del trastorno de ansiedad. El autor de Eros –Premio Anagrama de Ensayo 2010– y de otros diez títulos dialoga con Pliego Suelto –en tono distendido y confesional– acerca de las relaciones entre la salud mental y el sistema socio-económico, de la precariedad generalizada, y de las dificultades compositivas del corpus autobiográfico para no caer en el patetismo ni el exhibicionismo. Fernández Porta también se refiere a sus nuevos proyectos expositivos y de investigación.
El libro se inicia con la imagen de una ciudad degradada y de los personajes desestructurados que deambulan por ella desde la perspectiva alejada de cualquier vecino. De pronto, el punto de vista se invierte y se pasa a la primera persona de uno de esos personajes, que no es otro sino «tú mismo» en medio de una crisis de ansiedad severa. ¿En qué posición querías situar al lector a la hora de entrar en el texto?
En efecto, el libro empieza con un requiebro o falso inicio en que comienzo describiendo a aquellas personas que, desde una perspectiva de clase media, se perciben como “indicadores sociológicos de la degradación de un barrio” (personas sin techo pero también gente que tiene problemas con el alcohol o con las drogas, o que grita por la calle).
De entrada lo hago como si pudiera adoptar una perspectiva cuasi objetiva respecto de esas realidades. Pero enseguida admito que no puedo, porque, aunque tengo techo y no soy un yonqui de esquina (solo de farmacia), durante bastante tiempo, antes y después de la pandemia, fui uno de aquellos a los que se evita cuando se ve por la calle.
Quería que el lector viviera ese cambio de perspectiva como la conciencia de una derrota. Y también que pudiera compartir el punto de vista de quienes trabajan al aire libre, que, según pude comprobar, son los únicos que te dicen algo en esas circunstancias: los guardias de seguridad que te echan de sitios, pero también los mendigos, como una mujer que me ayudó durante un episodio fuerte.
El libro describe minuciosamente los brotes de ansiedad y el sufrimiento que padece quien los experimenta. Con todo, existe siempre una cierta distancia, la de un sujeto consciente que se autobserva. ¿Cómo te planteaste la narración de estos episodios para no caer en el patetismo ni el puro exhibicionismo?
Es un asunto que me preocupaba a lo largo del proceso de escritura, porque yo detesto el código literario patético (también el pictórico), incluso lo había satirizado en un libro anterior, L’art de fer-ne un gra massa (2018).
Traté de evitarlo centrándome en descripciones físicas de los trastornos de ansiedad, evitando los adjetivos, haciendo algunas consideraciones de crítica cultural sobre las dolencias mentales. Pero en última instancia me di cuenta de que no podía escapar del todo a esos “males textuales” que señalas, y tampoco a la búsqueda de la compasión del lector, que siempre es, en parte, una manipulación.
Así que, en parte, acabé escribiendo contra mis propios principios, contra el tono de ensayista estudioso, sarcástico y algo locuelo que había practicado hasta ahora. Salirme de mi terreno me hizo sentir muy inseguro, me provocaba dudas continuas y, en última instancia, fue una liberación.
El libro parte de la experiencia personal de un trastorno mental, pero de manera reiterada conecta el plano individual con un contexto socioeconómico en el que prima la hiperproductividad y la precariedad generalizada. ¿Crees que el sistema productivo ha tensado hasta el extremo las fibras mentales y emocionales de los individuos?
Sí, el sistema productivo, en particular en el sector cultural, que es el que más conozco. Y, junto con él, el coste de la vida y la precarización de las tareas especializadas.
Esa dinámica contribuye a crear sentimientos encontrados de insuficiencia, indignación, culpa, auto-odio, desvalimiento y, en mi caso, desesperación. En buena medida es un libro sobre la añoranza desesperada, que es muy distinta de la melancolía o la retromanía porque no es un sentimiento pasivo sino muy agrio.
Son emociones que se manifiestan en forma de ideas intrusivas, te embargan, te arrebatan y hacen que sientas que no eres dueño de tus pensamientos –y solo en parte de tus acciones–.
En general, me interesaba más dar cuenta de ese modo de sentir, que se prolongó durante meses, que hacer un análisis “macro” de las circunstancias que lo suscitan.
¿Hasta qué punto, por tanto, crees que la incapacidad y las dolencias físico-mentales que postran al sujeto en la inacción son una forma de resistencia inconsciente ante la lógica de la explotación de las capacidades mentales por parte del sistema productivo contemporáneo?
Por lo pronto creo que hay una base genética que predispone a los estados de ansiedad y hay distintos umbrales de padecimiento psíquico para cada persona.
Todos vivimos en el capitalismo especulativo y son mayoría quienes pasan por situaciones de explotación, pero no todos desarrollamos un cuadro clínico como el que he intentado describir. La hiperproductividad no surge con el sistema de mercado, y existe también en países que tienen “tan poco capitalismo” como es posible tener en estos días.
Hechos estos matices, sí, lo cierto es que cuando las demandas de excelencia productiva se imponen en un sistema de carestía, tarde o temprano muchas personas van a explotar y van a sentir, como lo sentí yo mismo, que están liquidadas, que no dan más, que son un residuo del aparato productivo. A partir de ahí hay grados de padecimiento y de gravedad –hay quien que no está en posición de escribir esta experiencia y obtener cierta aceptación, como la mujer que me atendió, que no hablaba catalán ni castellano–, pero diría que sentirse un residuo es el horizonte emocional de nuestra época.
En el libro se reflexiona muy a menudo sobre las condiciones de precariedad en el sector de la docencia y de las industrias culturales. ¿Cómo ves, según tu propia experiencia, el panorama actual y futuro de estos sectores, en teoría, claves para la sociedad?
Pues lo veo muy negro, la verdad. Cada Ministro de Cultura empieza su mandato anunciando que piensa resolver el problema de los profesores asociados –que en muchos universidades imparten un 30% de la docencia, a cambio de sueldos de hambre y con responsabilidades cada vez mayores– y lo termina sin haberlo solucionado.
Las tarifas que cobran los traductores, por poner otro caso, suelen ser muy bajas. Y hay toda una generación de periodistas culturales que ha tenido que reinventarse en otras labores porque, como me decía una vez uno de los mejores críticos musicales del país, “dejaron de pagarnos por nuestro trabajo” (o las remuneraciones se redujeron a cantidades de dos cifras).
Veo y escucho algunos casos comparables en otros países europeos, pero sí creo que es un fenómeno implosivo propio de la industria cultural española, que es inflacionaria, genera una oferta muy superior a la demanda y no dispone de la clase de ayudas públicas que sí se dan en Francia, Suiza u Holanda, por mencionar casos que conozco.
Otro de los aspectos en los que redunda el libro es en la cuestión de género. ¿Crees que el ejercicio de mostrar públicamente tu vulnerabilidad y el desbordamiento de tus facultades psíquicas y emocionales es en sí mismo una crítica al rol tradicional masculino, muy a menudo contenido, obcecado y productivo?
Sí, hasta cierto punto. Sé que es así porque me lo han dicho bastantes lectoras y lectoras, no tanto porque yo lo haya vivido de esta manera.
En un libro anterior, En la confidencia (2018), dediqué un capítulo al tema de llanto masculino, y argumenté que hay varias circunstancias sociales en que no está prohibido, sino que es aceptado e incluso es casi obligatorio (Cristiano Ronaldo lloró dos veces el día en que Portugal ganó la Eurocopa, y nadie lo considera «menos hombre» por ello, sino al contrario).
Ahora bien: ese texto estaba escrito en una época en que aún no había empezado a tener accesos de llanto diarios, continuos, públicos e incontrolados. Por tanto, hablaba de observaciones más que de experiencias directas.
Creo que las narraciones de la caída o de la ruina (financiera, laboral o moral) no se apartan necesariamente de la configuración de la masculinidad viril y severa que, en la Modernidad, tiene su origen en el último tercio del siglo XIX, en que coinciden la industrialización y la elaboración científica o paracientífica de las categorías de “homosexual” y heterosexual”.
Realmente, lo que está por ver es si las narraciones o ficciones que cuentan una caída femenina pueden ser también leídas como “el gran síntoma revelador de un problema generalizado”, y no como una circunstancia puramente privada, que es lo que ha ocurrido hasta la fecha.
Pese a que, como has mencionado, a menudo haya un vínculo sociocultural y una atención constante a la bibliografía y los referentes culturales, la escritura de Los brotes negros parte de una intensa experiencia personal que sitúa en el centro el género autobiográfico. ¿Qué crees que ha aportado a tu escritura este cambio?
Diría que los síntomas mismos de la ansiedad me llevaron a desarrollar una escritura menos referencial, menos abarrocada y quizá menos formalista. Y también a poner más énfasis en la descripción de los instantes de intensidad, como pueden ser los momentos de autolesión, en que la única manera de detener lo que yo llamo “el termitero en la cabeza” es golpearse, abofetearse o darse duchas de hielo.
No estoy seguro de que sea una escritura menos retórica, porque existe una retórica de la «sinceridad cruda» y de lo confesional, como existe una retórica del esteticismo, pero sí me parece menos aparatosa.
También es más corporal, claro. Pero aquí, inevitablemente, me he apartado de la idea del cuerpo como fuente del placer, de la identidad y de la verdad, porque en una dolencia vives el cuerpo como origen del dolor, y como si no fuera enteramente tuyo: de algún modo no te acabas de creer que seas tú quien tiene esos momentos en que aúlla, pierde el control o se derrumba en público. Uso el término potentias patiendi para designar la capacidad corporal para padecer, que tiene grados, coloraciones e intensidades, a veces insoportables.
Aquí comprobé que, en efecto, la autobiografía siempre es retrato de otro, de algún otro individuo que no se puede saber quién es, y que ofrece más preguntas que respuestas acerca de la propia identidad –lo cual también resulta, en alguna medida, liberador–.
Además del diario, la confesión y el autorretrato, en el libro se introducen, tal y como has mencionado, y casi por corte, segmentos de crítica literaria y sociología de la cultura, enumeraciones caóticas, alegorías, disquisiciones sobre psicología, un decálogo e, incluso, fragmentos de humor autodeprecativo, como cuando hablas de las erecciones. ¿Cómo te planteaste la estructura y el tono general del libro?
El asunto de los problemas de erección es la clase de cosa de la que en primera instancia no pensaba hablar, pero el proceso confesional del libro me llevó a eso. Quizá también me animó la lectura de Null Island de Javier Moreno, que aborda ese tema.
Creo que todos esos elementos que señalas se pueden sintetizar en el género del autorretrato clínico.
También aquí hice una cosa que hasta ahora no había intentado: yo soy un obseso de las estructuras, en cada libro mío la página que ha llevado más tiempo es el índice, y siempre había trabajado ordenando los textos de manera «arquitectónica».
Pero en Los brotes negros el tema y, con él, el estado de ánimo se impusieron: el libro empezó como una serie de notas garabateadas en un cuaderno al hilo de una terapia conductista, prosiguió como una serie de escenas concebidas para dar cuenta del dolor psíquico y fue tomando esa forma miscelánea a partir del tono.
En las últimas páginas reconoces que el libro se incorpora sin ambages a una franja de mercado que explota el género de contar las miserias personales. ¿Por qué crees que abunda actualmente este tipo de literatura, que va desde la autoayuda a la filosofía, pasando por la autoficción y la narrativa?
Por lo pronto, antes de hacer la rutinaria e inevitable crítica a la autoayuda, me parece importante señalar que las conversaciones cotidianas entre pacientes y personas que forman su red de apoyo están llenas de consejos y recomendaciones, siempre bienintencionados –y que la filosofía, desde sus inicios, siempre ha tenido un factor self-help, sea más moral o más práctico–.
El verdadero problema surge cuando en las librerías las secciones dedicadas a la psicología y al psicoanálisis, que siempre habían sido pequeñas, se ven reducidas o sustituidas por los libros “voluntaristas” que todo lo reducen al optimismo de la voluntad.
Más en general, me parece que la reflexión sobre los usos del cuerpo y los poderes que lo determinan ha ido girando, como señalaba antes, desde una exaltación de su potencial para el goce hasta una taxonomía de sus fallas y desgracias –lo que podría llamarse misergrafía o retrato de la miseria, sea clínica, financiera, o ambas–.
Por otra parte, muchos de los textos a los que te refieres contienen, junto con el testimonio personal, información sobre la Historia de la Medicina y sus prácticas, de modo que están funcionando como fuente de transmisión de la cultura médica, y compensando, en parte, el gran déficit que hay en el sistema educativo y en la cultura popular acerca de la salud mental.
En este sentido, ¿cuál crees que ha sido la respuesta tradicional de la izquierda a los problemas de salud mental de la población?
Bueno, como tú sabes dentro de la izquierda hay muy distintos sectores. Algunos trabajan desde la competencia en las ciencias de la psique, ya sea en neurología, en psiquiatría o en diferentes ramas de la psicología. Pero también está muy extendido un imaginario del «buen militante» abnegado, sacrificado y estoico que se niega a reconocer los efectos psicológicos que, a corto o largo plazo, acabará teniendo una ética de la lucha que no es más que trabajo –y que justifica las tareas no remuneradas en nombre de la causa–.
Soy consciente de que en algunos sectores no ha sentado muy bien mi retrato de Ernesto Guevara como un workahólico de la Revolución, pero así es la cosa: su célebre discurso sobre las responsabilidades del joven comunista tiene mucho en común con un speech motivacional de CEO que trata de convencer a sus empleados de que hagan más horas que un reloj por un bien superior.
Y para finalizar, ¿qué nuevos proyectos tienes entre manos?
Estoy poniendo orden en un volumen de textos sobre género, y en particular sobre masculinidad, que es la parte textual de una línea de investigación en la que llevo años trabajando, Medianenas & Milhombres, y que he desarrollado también en seminarios y proyectos expositivos.
También tengo pendiente de publicación un ensayo dialogado, con Julián Ríos, que gira en torno a su obra y a las relaciones entre novela y arte.
Estupendo, Eloy. Esperamos leerlos pronto. ¡Muchas gracias!