Esta es la segunda y última parte de la entrevista con Bernat Castany Prado (Barcelona, 1977) –escritor, ensayista y docente de la Universitat de Barcelona– acerca de Una filosofía del miedo, libro finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2022. En esta oportunidad, Castany nos habla del proceso de gestación del libro, de la importancia de los conceptos de “ensayo y error”, de “amistad”, de “amor”, de la trascendencia de la tradición epicúrea a través de los siglos, de la guerra en Ucrania y la necesidad de renunciar a las mentiras y a las soluciones mágicas de estos tiempos.
“En Versalles todo el mundo reía. Solo que lo hacían con miedo”. El libro está plagado de imágenes sugerentes, que, como esta, encienden la imaginación del lector. ¿Podrías comentarnos cómo te planteaste estilísticamente la redacción del texto y la relación con el lector?
Como comentamos en la primera parte de la entrevista, la retórica y la poesía solían participar de forma muy activa en el proceso de incorporación de las ideas filosóficas. Las ideas no debían ser solo expuestas y comprendidas, sino también sentidas y practicadas. En su Gramática del asentimiento, el cardenal Newman distingue, precisamente, entre “asentimiento nocional” y “asentimiento existencial”.
La gran tentación de la filosofía es quedarse en el asentimiento nocional. Pensar que basta con comprender. O postergar la acción hasta después de comprender, lo cual nunca llega del todo. Pero si estamos dispuestos a filosofar de verdad debemos pasar cuanto antes a la práctica (por eso los cínicos, que prescindían de la teoría para ocuparse directamente de la vida, decían que su filosofía era “un atajo hacia la virtud”). En su sentido original, el sapere aude, tanto en Horacio como en Pierre Charron y en Kant, no se limitaba a una mera cuestión teórica. Algunos lo traducen como “atrévete a vivir con sensatez”.
En todo caso, uno de los primeros pasos de ese salto consistía en cifrar las ideas, o dogmata, en frases persuasivas, mediante el uso de antítesis, metáforas, comparaciones, quiasmos, juegos de palabras, etc. Y eso es lo que intento hacer, en la medida de mis posibilidades, en lo que escribo.
Pero no se trata solo de una cuestión de memorización (la mneme de la que hablaban los antiguos), sino también de dominio de la hypolepsiso, discurso interior. Nuestra mente se acelera, se obsesiona, se ofusca, se contradice, se repite, se repite, se repite… Pero cuando hablamos en compañía de nuestros amigos o escribimos poesía o filosofía (al menos como yo la entiendo), obligamos a la mente a detenerse, a explicarse, a aclararse, a racionalizar y a introducir cierta belleza en lo que nos dice. Por eso parece que seamos mejores hablando que pensando, y aún más escribiendo que hablando.
No se trata de una cuestión de hipocresía, sino de conciencia y de ritmo. Cuando escribimos tenemos más tiempo y más conciencia de estilo, de estilo de vida, que cuando hablamos o pensamos. Chopin le decía a sus alumnos: “Tócalo lento, y cuando te salga, tócalo más lento todavía”. También la escritura es una forma de tocar lentamente nuestros pensamientos y acciones.
En otro lugar afirmas que “todo ensayo es un ensayo y error”. Y da la sensación que esta es la actitud que impulsa la escritura del libro y el estímulo que se quiere contagiar al lector. ¿Es una suerte de llamada a la acción, pese a la incertidumbre y el miedo generalizados?
Cuando hablo en clases de los Ensayos de Michel de Montaigne, suelo recordar que, en el siglo XVI, el término “ensayo” no designaba un género literario, o librero, como sí lo hace en nuestros días. Se trataba de un término que apuntaba directamente a la idea de intento, de probatura, de ejercitación, en fin, de “ensayo” casi en un sentido musical o teatral. En el ámbito de la poesía provenzal existía, incluso, el género del assaig, que era una especie de improvisación poético-musical.
Por otro lado, la escritura de Montaigne buscaba acabar con el pensamiento de autoridad, que había dominado durante toda la Edad Media. Las afirmaciones ya no podían ser verdad porque un autor importante las hubiese dicho antes. Las afirmaciones debían ser probadas (o como diría Popper ser probadas como resistentes a todas las refutaciones hasta ese momento conocidas), mediante el recurso a la experiencia. El método del empirisimo era el ensayo y error. Y por eso cada vez que hablamos del “ensayo” en Montaigne, deberíamos añadir mentalmente “y error”. Y hablar del género del “ensayo (y error)”.
Y es que el sapere aude no implica solo atreverse a saber, sino también atreverse a equivocarse. Porque si nos da miedo equivocarnos, acabaremos prefiriendo los dogmas, las autoridades y las oscuridades, que nos prometen salvarnos del error…
Por otra parte, es cierto que se trata de un libro que busca mover a la acción. Para empezar, en mí mismo, puesto que intentaba que cada página me animase a escribir la siguiente. Por así decirlo, mi objetivo era que el final de cada página me dejase en un estado de ánimo lo suficientemente confiado y entusiasta como para no bloquearme al enfrentarme a la siguiente página en blanco. Pero la página en blanco es también la mañana en la que abrimos los ojos, el proyecto que empezamos, el hijo que educamos, la clase que preparamos, la acción que iniciamos, etc.
Ciertamente, en Una filosofía del miedo le doy mucha importancia a la acción. La veo como un modo de conocimiento y autoconocimiento, ya que, al exponernos a las resistencias de la realidad, comprendemos íntimamente de qué material está hecha ella y de qué material estamos hechos nosotros. También es un modo de inscribirnos en la realidad, de aumentar el placer y de establecer lazos de solidaridad y de lucha. Sea como sea, la acción es una parte esencial de la filosofía, porque esta no es más que teoría mientras no se transforma en acción.
Esa idea de tentativa se percibe la estructura profunda del libro, que fluye a través de pequeños apartados, “in media res”, yendo de un tema a otro, incluso con pequeños ritornellos y repeticiones que favorecen el ritmo y la lectura amena. ¿Cómo te planteaste el desafío de dar forma a un libro de estas características, difícil, exigente e incluso erudito en ocasiones?
La forma del libro surgió, en buena medida, por ensayo y error. Yo ya había escrito una versión académica del mismo, pero como no era exactamente el tipo de libro que yo buscaba escribir, lo metí en un cajón y me puse a escribirlo de cero.
Tenía varios modelos en mente. Montaigne, Chesterton, Erasmo, Kurt Vonegut, Mark Twain, Nietzsche, Onfray… Pero no sabía exactamente cómo organizarlo. Mi objetivo era escribir sin miedo, así que traté de reproducir el modo que tengo de hablar con mis amigos, que es el modo más libre, también libre de miedo, que conozco.
Precisamente fue un amigo, Christian Snoey, a quien le estoy muy agradecido, quien me fue comentando día a día las páginas que iba escribiendo. Fue más o menos hacia la página noventa cuando empecé a sentirme más cómodo con la voz que había encontrado. Entonces acabé el libro, y reescribí las noventa primeras páginas. Durante un tiempo dudé en dejarlas tal cual, para que se viese de qué modo el proceso de superación del miedo, en este caso del miedo a escribir con naturalidad, se traducía, o era propiciado, por un cambio de estilo, no solo literario, sino también mental y existencial. Pero pensé que esas primeras páginas, más pedantes, abstractas y descriptivas podrían perder al lector.
El concepto de amistad, que ya has apuntado, creo que es el que más aparece en el libro. Más allá de la tradición epicúrea, ¿podrías definir qué entiendes por “amistad” y de qué manera expande las potencias positivas y la alegría de los individuos?
El concepto de “amistad” que manejo procede, como tantos otros, del mundo clásico. Para los griegos, la noción de amistad tenía un significado mucho más complejo y filosófico que para nosotros, que la entendemos en términos casi exclusivamente emocionales. Para empezar, la philía de los griegos, y la amicitia de los latinos, tenía un significado cognoscitivo, puesto que con el amigo nos une un pacto parresiasta –de pan, ‘todo’, y rhesis, ‘dicho’, esto es, ‘decirlo todo’- en virtud del cual estamos obligados a decirle nuestra verdad al amigo, y a la vez estamos obligados a saber escuchar la suya.
Gracias a este pacto, los amigos pueden cumplir con el precepto délfico del “conócete a ti mismo”. En segundo lugar, la amistad nos permite inscribirnos mejor en el mundo. No solo porque los amigos se defienden, sino también porque entre amigos es más fácil acceder a una cierta plenitud del ser. No es extraño que Aristóteles considere que la amistad es la relación más propicia para la metafísica, puesto que solo en presencia del amigo se revela nuestro verdadero ser.
En tercer lugar, la amistad nos ayuda a avanzar en la senda de la ética, puesto que esta nos ayuda a aumentar los placeres, tanto físicos como espirituales. En la comida entre amigos, por ejemplo, coinciden y se retroalimentan los placeres físicos de la comida y la bebida, con los placeres espirituales de la serenidad, la protección, la comprensión y la conversación filosófica.
En cuarto y último lugar, la amistad era, para los antiguos, el lazo político básico. Tanto es así que el mito fundacional de la democracia ateniense nos remite a la pareja de amigos tiranicidas Harmodio y Aristogitón. El debate público razonado en que se basa la democracia tiene como modelo ideal la conversación entre amigos.
Durante la Edad Media, el cristianismo y el feudalismo prefirieron el amor, que es un sentimiento más vertical, fusional, jerárquico, idealista y sacrificial, a la amistad, que era más horizontal, libre, igualitaria, realista y vitalista. Y esto porque el amor cuadra mejor con la idea del poder teológico y político. Así, en el seno del cristianismo, los amigos o philoi, pasaron a ser hermanos o adelphoi, y en el del feudalismo, el súbdito jamás soñó con la amistad de su señor, al que jamás abrazó, sino que le juraba fidelidad y defensa, como un caballero enamorado. Y besaba sus pies.
El Renacimiento trató de recuperar la noción de amistad. De ahí la importancia que le dieron autores como Montaigne, Spinoza o Diderot. Pero siempre fueron autores aislados. Hoy en día la noción de amistad ha perdido toda resonancia filosófica, y creo que es esencial devolvérsela. Por eso he escrito mi libro a imitación de las conversaciones que mantenemos con los amigos, en las que se mezclan las bromas, las anécdotas, las reflexiones, las confesiones, los consejos y el placer, pero también las conjuras, los proyectos o las enciclopedias. Ojalá lo haya conseguido.
En el libro dialogas con una serie de autores y filósofos muy queridos por nuestros lectores. Desde Lucrecio, Epicuro y Diógenes hasta Spinoza, pasando por Cervantes, Erasmo y Montaigne. Sin ánimo de simplificar, ¿cuál crees que es el hilo que une a este grupo de autores, que conforma casi un canon heterodoxo de nuestra tradición?
Para mí, los pensadores clásicos del mundo grecolatino, como Epicuro, Lucrecio, Horacio, Sexto Empírico, Plutarco o Luciano; los humanistas renacentistas, como Erasmo, Montaigne o Cervantes; los libertinos, los discípulos de Montaigne, los spinozianos, los ilustrados radicales, los librepensadores del XIX y del XX… forman una sola tradición. Es cierto que existen muchas diferencias entre ellos. Pero de algún modo todos comparten una misma estructura filosófica y literaria, puesto que poseen:
(1) una cognoscitiva que combina un escepticismo pirrónico con el amor (aunque sea imposible) por la verdad; (2)una ontología realista, que no se deja engañar por las sirenas de los trasmundos, religiosos, ideológicos o nacionalistas, que nos prometen mundos ideales en un más allá trascendente o histórico, pero que, a la vez, no olvida, como decía Paul Éluard, que hay otros mundos, solo que están en este; (3)una ética a la vez hedonista y justa, que busca, como dijimos, la buena vida y la vida buena; (4) y una política democrática, que afirma la igualdad radical de todos los seres humanos, estima por encima de todo la libertad, y confía en la capacidad de los seres humanos para colaborar, socorrer y luchar contra la injusticia mediante el debate público razonado.
Con énfasis diferentes, creo que toda esa tradición clásico-humanista-ilustrada-librepensadora coincide en lo esencial. Y yo he tratado de escribir, en la medida de mis capacidades, de esa misma manera.
¿Puedes ampliar qué entiendes por una filosofía de la buena vida buena?
Creo que la expresión “buena vida buena” la leí por primera vez en un prólogo de Miguel Morey a los Apotegmas de Erasmo. Se trata de conectar la ética, entendida como la búsqueda de una forma de vida que nos permita alcanzar la felicidad, que solemos entender, según la escuela con la que nos identifiquemos, en términos de libertad, virtud, serenidad, placer o alegría, y la moral, que solemos entender como una reflexión acerca del bien y del mal.
La ética buscaría la “buena vida” y la moral, “la vida buena”. Y es que creo (y no me importa parecer sonar ingenuo, ya que creo con David Foster Wallace que hoy día esa ingenuidad es una auténtica provocación), creo, digo, con el divino Holbach y otros ilustrados radicales, que la vida buena y la buena vida no solo no se excluyen, sino que se necesitan mutuamente, puesto que la infelicidad nos hace crueles, y el placer, en su sentido amplio, benévolos.
O por lo menos que la maldad tiene un retorno negativo mayor a todo aquel beneficio que pueda llegar a prometer, mientras que el bien nos hace sentir la potencia de poder obrar, la dignidad de hacerlo bien, la alegría de ganarse la amistad de los demás y la serenidad de no despertar su animadversión, sino antes bien su admiración y benevolencia.
¿Podrías desarrollar brevemente la idea de que el asco es el miedo del cuerpo y también su dimensión subjetiva y las implicaciones sociales de ese asco?
El asco no es una cuestión meramente física, sino también espiritual.
Hay gente que siente asco hacia determinados grupos raciales, sociales o figuras políticas. Si esto es así es porque, en tanto que animal simbólico, el ser humano ha trascendido (quizás para mal) su vivencia inicial del asco, que habría pasado de ser un simple aviso ante una posibilidad de intoxicación o infección, a ser una reacción frente a aquello que simboliza o nos recuerda nuestra mortalidad física, existencial o cultural.
Algunos ven en el inmigrante, el homosexual o la feminista una señal de la descomposición del cuerpo social en el que creen vivir. Ven en ellos, como si fuesen monstruos, una amenaza, no solo de su propia existencia, sino de la de las categorías ontológicas con las que suelen ordenar la realidad.
Según Mary Douglas, ante la impureza, que nos da asco, suelen darse dos tipos de reacciones: la violencia, que buscaría devolver las cosas “a su sitio”, y la sacralización de lo impuro, como sucede en algunos rituales de renovación en los que las heces son reconvertidas en abono. Ciertamente, no es con diamantes sino con abono como se hace crecer las rosas.
Esa sacralización de lo impuro que llevaron a cabo Michel de Montaigne, Giordano Bruno, los libertinos o Walt Whitman es una vía importantísima para vencer al miedo que jalean aquellos que quieren dominarnos con él. Martha Nussbaum ha dicho cosas muy interesantes al respecto.
Te gustaría realizar alguna reflexión al hilo del reciente conflicto en Ucrania y sus derivadas a nivel internacional?
Es un tema complicado. Como le sucedió a Karl Kraus, según explica Adan Kovacsis, en Guerra y lenguaje, al principio me quedé sin palabras, y no era capaz más que de hablar de mis propias razones para el silencio.
A veces pienso, con Erasmo, y Cicerón, que “más vale una paz injusta que una guerra justa”. Otras pienso, con Amin Maalouf, que quizás haya gente que merezca morir, pero que nadie merece matar, de modo que la muerte nunca está justificada; cuando la guerra es la barra libre de la legítima defensa.
Lo que tengo claro es que debemos ser capaces de mantener la sangre fría de pensar racionalmente, de informarnos, de atender a la complejidad de las cosas, de renunciar a las mentiras, de resistir a los relatos sencillos y de desechar las soluciones mágicas.
Y para acabar, ¿en qué proyectos te hallas inmerso actualmente?
Me gustaría hacer tantas cosas… De un lado, quiero acabar dos traducciones, que tengo medio empezadas: una de la Moral natural de Holbach y otra de los Diálogos completos de Voltaire. También tengo en marcha un ensayo sobre el tema de la identidad, que me parece un tema fundamental en nuestros días.
El resto será seguir pensando en la tradición filosófico-literaria de los ejercicios espirituales en la filosofía y la literatura antigua y moderna, occidental y, en la medida de mis conocimientos, muy limitados, oriental. Preparar clases, meterles el gusanillo de la literatura y la filosofía a mis hijos, y también resistirme al productivismo no haciendo nada en particular o no haciendo nada más que vivir tranquilo.