Esta es la primera de las tres entregas escritas por nuestro colaborador Bernat Castany a partir de la lectura atenta del libro biográfico Valéry. Tratar de vivir, (Ediciones del Subsuelo, 2021), del escritor Benoît Peeters. La obra ve la luz al cumplirse 150 años del nacimiento de Paul Valéry (1871-1945) y la traducción corre a cargo de Mateo Pierre Avit. Los temas tratados, en esta ocasión, son: el olvido y memoria, la infancia; las primeras lecturas y amistades; el mito de Rimbaud y de Mallarmé; y la renuncia del autor a la poesía y a la vida social.
1. El olvido ubicuo de Valéry
Tras descubrir la poesía de Paul Valéry, Rainer Maria Rilke dijo en una de sus cartas: “Estaba solo, esperaba, todo mi corazón esperaba. Un día leí a Valéry. Supe que mi espera había terminado”.
T.S. Eliot lo comentará, traducirá y le dedicará importantes artículos como “De Poe a Valéry”. Alfred Jarry lo llamó, no sin razón, “doctor en patafísica”. Antes de despreciarlo, Breton lo admiró, como a otro Rimbaud. El líder de la resistencia francesa, Jean Moulin, lo veneraba, Einstein acudía a sus conferencias, Borges bebió de la ficción filosófica de la Velada en casa del Señor Teste y el filósofo Alain le dedicó todo un libro de comentarios a su poemario, Cármenes.
También lo leyeron, con evidente provecho, pensadores como Merleau-Ponty, Husserl o Heidegger. Valga como prueba el siguiente fragmento de su Introducción al método de Leonardo da Vinci, que publicó en 1895, con apenas veinticuatro años:
Pura fenomenología…
Asimismo, buena parte del imaginario de Vila-Matas recuerda inevitablemente a Valéry. E incluso Hayao Miyazaki se sentirá fascinado por él, hasta el punto de rendirle homenaje en su película El viento se levanta, de 2013.
Sin embargo, hoy apenas se le recuerda, y cuando se hace es para denigrarlo.
Pero, ¿tantos genios podían estar equivocados acerca de la calidad de su obra? Puede ser. Por mi parte, creo, con Benoît Peeters, que “Paul Valéry no es lo que la posteridad ha hecho con él”. Y su excelente biografía, Tratar de vivir, es una prueba perfecta de ello.
2. La memoria de Paul Valéry
En “La memoria de Shakespeare”, Borges nos cuenta la historia de un especialista en Shakespeare al que le es concedido el deseo de poseer todos los recuerdos de dicho autor. Siguiendo la tradicional estructura narrativa del “falso don”, el cumplimiento de aquel deseo acabará resultando inútil, si no perjudicial, para sus propósitos.
Como decía Sartre, una cosa es lo que el pasado ha hecho con nosotros, y otra muy diferente lo que nosotros hemos hecho con lo que el pasado ha hecho de nosotros.
Lo que nos sucede no nos determina. Entre los hechos y la vida hay un salto mortal. También entre los hechos y la obra, quizá también porque nuestra verdadera obra consiste en construir una buena narración con nuestros hechos. De ahí que el atribulado narrador de Borges concluya diciendo:
El texto de Borges no deja de recordarme este otro, de Paul Valéry, homéricamente titulado: “Me llamo: nadie”, y que Benoît Peeters aduce, con elegancia, a modo de captatio:
Pero el biógrafo los acecha, dedicándose a sacar esa grandeza que los ha señalado ante su mirada, con esa cantidad de comunes pequeñeces y de miserias inevitables y universales.
Cuenta los calcetines a las amantes, las necedades de su sujeto. Hace, en suma, precisamente lo contrario de lo que quiso hacer la vitalidad de este, que se desvivió contra las viles o monótonas similitudes que la vida impone a todos los organismos, y las distracciones o accidentes improductivos, a todas las mentes. Su ilusión consiste en creer que lo que busca pudo engendrar o puede “explicar” lo que el otro descubrió o produjo. Pero apenas si se equivoca con el gusto del público, que somos todos.” (Paul Valéry)
3. Enclaves infantiles
En cierta ocasión, Valéry dijo: “Fui el niño al que aburría ‘divertirse’. Y así llega uno a divertirse aburriéndose”.
Aun así, parece haber disfrutado de algunas de las felicidades fundantes de la infancia, asociadas como suele suceder al mar, que evocará en numerosas ocasiones, a modo de enclaves infantiles (trasunto de aquellos “enclaves naturales” de Wordsworth) que habían de servirle de recordatorio de la verdadera la felicidad:
“Tiempo ardientemente perdido”: ¿Qué mejor definición podría darse de la felicidad?
4. Primeras lecturas, primeras amistades
Entre las primeras amistades de Valéry cabe por tanto incluir los libros.
Le va a apasionar Edgar Allan Poe, muy en particular su “Filosofía de la composición”, que será su referencia fundamental en materia de teoría literaria. La metódica descripción que Poe hace de la génesis de “El cuervo”, en la que defiende, frente al mito romántico de la inspiración, el ejercicio de la lucidez y el cálculo del efecto buscado, “anuncia en muchos aspectos la que impartirá cuarenta y seis años más tarde en el Collège de France”.
También la lectura de Eureka le resultará decisiva, puesto que le contagiará un interés por las ciencias que va a ser fundamental para comprender lo que Borges no dudaría en llamar “su obra secreta”, esto es sus Cuadernos (1894-1945).
También le apasionará Stéphane Mallarmé, con quien establecerá una amistad muy estrecha, reforzada quizás por el hecho de que el autor de “La siesta de un fauno” nunca había logrado consolarse por la muerte de su hijo Anatole, de ocho años, nacido el mismo año que Valéry.
Valéry visitará a Mallarmé casi a diario desde 1894. Admira su culto de la poesía, a la que ve como “el esencial y único objeto”, si bien Valéry, que acabará dejando la poesía por temor de convertirse en “un Mallarmé muy inferior”, optará finalmente por verla como “una aplicación concreta” de los poderes de la mente.
Sea como sea, no es improbable que exista una cierta relación entre la muerte de Mallarmé, en 1898, y el hecho de que Valéry dejase de publicar prácticamente durante casi veinte años.
Otra obra fundamental para Valéry serán las Iluminaciones de Rimbaud (1886), del que dirá que ha “inventado o descubierto el poderío de la incoherencia armónica”.
Quizá, para Valéry, más importante que su obra, es la vivencia de la actividad poética. La escritura y el silencio, la desaparición como un modo de huir de las trampas del tiempo y de la edad, el viaje salvaje…
Valéry le dirá en una carta a Gide: “Soy de aquellos para quienes el libro es sagrado. Hacemos UNO que es el bueno y el único de nuestro ser, y desaparecemos”.
Lo cierto es que cuando, más adelante, él mismo abandone la poesía, primero, y toda publicación, después, el mito de Rimbaud se proyectará sobre su propia persona, llegándose a convertir en una especie de Cesárea Tinajero (la poeta desaparecida de Los detectives salvajes de Bolaño), cuyo conocimiento buscarán algunos jóvenes poetas como André Breton.
Por otra parte, en el verano de 1889, Valéry leerá A contrapelo de J. K. Huysmans, donde, “además de la historia de Des Esseintes, antihéroe melancólico y decadente”, descubrirá “fragmentos desconocidos de Verlaine y de Villiers de L’Isle-Adam, y varios poemas nuevos de Mallarmé”, y encontrará, en la novela, “la expresión más perfecta de su propio sentimiento de exilio”.
Pero ni siquiera en Paul Valéry los libros lo ocupan todo. Porque ¿qué es un libro, o el libro del mundo, sin un amigo con el que comentarlo?
Aunque la historia de la literatura se fija sobre todo en la amistad de Valéry con André Gide, no fue menos importante su primera gran amistad literaria con Pierre Louÿs, de la que ha quedado “una de las correspondencias más hermosas intercambiadas por dos escritores”. Ambos compartieron, como no podía ser de otro modo, el culto por la escritura:
Así es usted también un refugiado en un Sueño, un recluso en su cerebro, un enamorado del país divino. ¡Donde sea fuera del mundo! ¿No es cierto que no hay nada fuera del pensamiento, fuera de las construcciones mágicas de la mente; y que no hay que desear sino el espasmo intelectual?” Y añade que Edgar Allan Poe es “el gran genio de la Intuición y de la Estética erudita”. (Paul Valéry, carta a Pierre Louÿs del 2 de junio de 1890)
5. Bartleby ante las musas
Paul Valéry estuvo a punto de convertirse en el Cristo de los escritores sin obra. Parece Bartleby ante las musas. Si hubiese sido el Espíritu Santo, se hubiese negado a encarnarse.
Él mismo dirá que no tenía ninguna vocación, más bien: “ninguna ambición más que negativa”.
Una tarde de 1896, le contará a Mallarmé, su sueño, o pesadilla, de convertirse en “un ser que tuvo los mayores dones, para no utilizarlos, habiéndose asegurado de tenerlos”. Así lo contará, al menos, en la segunda de sus cartas a Albert Thibaudet.
Casi medio siglo después, en 1942, Valéry tiene el siguiente sueño, que ya no es una esperanza, sino seguramente el resultado de una cena demasiado copiosa:
La cuestión es que su vida parece cumplir aquel sueño que le contó a Mallarmé en 1896.
Pero, vayamos por partes. En un primer momento, Valéry renuncia a escribir poesía. Como dije, teme convertirse en un Mallarmé inferior.
Por otra parte, “la poesía, que había sido durante su adolescencia una manera de distinguirse de un mundo que rechazaba con todas sus fuerzas, lo está asemejando a esos innumerables poetastros que gravitan en torno a los círculos parisinos y simbolistas”, así que “alejarse de la poesía es prolongar el movimiento que ha entablado con ella, adentrarse con más ahínco en el camino de la exigencia y de la soledad”.
Con todo, en esa renuncia a escribir poesía sigue latiendo el culto místico a esta.
6. Renunciar a la vida
Pero Valéry no solo va a renunciar a la poesía, sino también a la vida, o a una parte importante de la vida.
Educado, como él mismo dice, “en el miedo nervioso a Todo”, Valéry es una persona hipersensible, hasta el punto de que un primer enamoramiento le hará temer perder la razón.
El amor, le produce una sensación de descontrol y vulgaridad que lo repugnan. En una carta dirigida a André Gide el 27 de abril de 1892, Valéry dice haberse odiado “por ser tan tonto, idéntico y humano: lo que es el colmo del mal gusto”.
Entonces, el 4 de octubre de 1891, va a tener lugar la célebre “noche de Génova”, en la que un Valéry de veinte años, encerrado en su habitación durante una noche de tormenta (“Mi habitación deslumbrante con cada relámpago. Y toda mi suerte se jugaba en mi cabeza. Estoy entre yo y yo”), va a tomar una decisión trascendental: “repudiar los ídolos”, esto es, renunciar al amor.
Según Benoît Peeters, “la noche de Génova es una reacción de defensa contra ‘la fuerza de lo absurdo’ representada por Madame de Rovira: casi un reflejo de supervivencia. Para ‘salvarse de las fauces de las tonterías’, de la ‘gran enfermedad mental del amor’ que lo ha obsesionado durante casi tres años, Valéry se lanza al rigor. La locura es a su juicio un verdadero riesgo, lejos de toda pose literaria”.