A 100 años del Desastre de Annual (la mayor debacle sufrida por un ejercicito colonial en Africa con más de 10.000 soldados españoles muertos), José Ángel Mañas trata en este artículo las consecuencias de este episodio.
El lunes 17 de septiembre de 1923, fecha en que estaba prevista la convocatoria de Cortes, quienquiera que se acercase a la Carrera de San Jerónimo se encontró con un Congreso cerrado a cal y canto.
Un par de días antes, el general Miguel Primo de Rivera había sido nombrado por Alfonso XIII jefe de Gobierno y presidente de un plenipotenciario Directorio militar. Dada la degradación del ejercicio parlamentario a lo largo de la Restauración borbónica, casi nadie protestó.
Como dato curioso, el único partido que colaboró con el régimen dictatorial fue el PSOE de Largo Caballero; algo que más tarde le echaría en cara Indalecio Prieto, muy republicano desde el principio. Ahí arrancaría el enfrentamiento entre estos dos dirigentes socialistas que tanta cola habría de traer.
Lo que es menos notorio es que el golpe de Estado impidió que se presentase en la Cámara el 3 de octubre de ese año un informe de la Comisión de responsabilidades basado en el expediente elaborado por el general Picasso sobre lo sucedido en el verano de 1921 en Annual, con sus más de diez mil muertos.
Hoy, cien años después, merece la pena que nos detengamos un momentito no solo en el desastre de Annual, sino en todas las consecuencias que aquello acarreó.
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La primera consecuencia, desde luego, fue que ante la amenaza que supuso para la Monarquía un expediente en el que se ensalzaba la responsabilidad personal de Alfonso XIII al instar telegráficamente al general Silvestre, de quien era amigo íntimo, a que lanzara la aciaga ofensiva por las bravas, saltándose la cadena de mando, el entonces rey de España se decidió a apoyar el golpe de Estado.
Consciente de que la única manera de ahogar el escándalo que corría el riesgo de llevárselo por delante era clausurar el parlamento, Alfonso XIII no lo dudó, y con ello no hizo sino retrasar unos años su exilio, seguramente ya inevitable.
Y es que Alfonso XIII, sin llegar a los niveles de Fernando VII, nunca fue un rey parlamentario y demostró reiteradamente sus tendencias absolutistas y militaristas.
Hay que decir que los tiempos acompañaban esa tendencia suya y, viendo lo que sucedía en Italia, don Alfonso seguramente pensó que Primo de Rivera podría ser su Mussolini: el fascismo en esos años estaba en boga y el parlamentarismo pasaba por uno de sus momentos más bajos.
La dictadura era del agrado del monarca y además el arranque del nuevo régimen coincidió con uno de esos momentos de bonanza económica mundial que esconden cualquier miseria institucional. Alfonso XIII y su dictador vivieron una luna de miel. Por desgracia, cuando llegó el crack del 29 y el reverso cíclico golpeó la siempre frágil economía española, las cosas cobraron un nuevo tinte.
A sabiendas de que la marea republicana no hacía sino subir, Alfonso XIII consideró a Primo amortizado y procuró con un último invento semiautoritario –la “dictablanda” de Berenguer– atraer de nuevo a los partidos políticos al Congreso.
Desafortunadamente, los partidos dijeron que nanay y, desesperado, Alfonso XIII convocó las famosas elecciones municipales del 31 en las que, pese a la maquinaria electoral caciquil, ganó el republicanismo en la mayoría de las grandes ciudades. Alfonso XIII entendió lo que aquello significaba y tras consultar con su director general de la Guardia Civil si le garantizaba su apoyo en caso de una sublevación armada, y manifestar el general Sanjurjo sus dudas, decidió partir al exilio.
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El gesto de Alfonso XIII demostró que la dictadura de Primo de Rivera no había sido sino el canto del cisne de la Restauración, y además puso de relieve la fragilidad del parlamentarismo. Este se basa en el traspaso pacífico de poderes entre partidos de diferente ideología.
Cuando el traspaso funciona se encadenan los gobiernos uno tras otro y, con el tiempo, la tradición cobra una solidez férrea. Nadie, en la Inglaterra de esa misma época, tras más de doscientos años de parlamentarismo, se hubiera atrevido a romper esa cadena de transmisión.
Pero en España el parlamentarismo apenas llevaba cincuenta años funcionando con sus más y sus menos desde los tiempos de Cánovas y Sagasta, procurando dejar atrás el tiempo de los pronunciamientos, cuando Alfonso XIII, para salvar su culo, lo interrumpió brutalmente. Y así, al exiliarse, dejó a una Segunda República balbuceante que apenas viviría cinco años antes de verse envuelta en la contienda civil más cruenta de la historia de España.
Y todo empezó en Annual. El expediente Picasso se convirtió en el principal catalizador de una descomposición parlamentaria cuya consecuencia más grave, en la década siguiente, será la Guerra Civil.
La responsabilidad indirecta de Alfonso XIII me parece más que digna de consideración.