El escritor José Ángel Mañas analiza a través del siguiente artículo las claves y los contextos del ensayo Sociología y literatura. Dos observaciones de la vida social (Ed. Morata, 2020) del catedrático y crítico Fernando Álvarez-Uría.
Ha habido durante los últimos cincuenta años en todos los ámbitos artísticos una tendencia a ensalzar en cada arte aquellos aspectos propios que lo distinguían de los demás y le daban sus características supuestamente esenciales. El cine es imágenes y sonidos en movimiento, la pintura es mera pintura, la literatura es escritura. Hay como una coherencia tautológica en cada una de estas definiciones que puede llegar a parecer incuestionable. Son de una lógica que ha llegado a resultar aplastante en el ámbito crítico.
La consecuencia de esta tendencia solipsista ha sido encerrar las diferentes artes en pequeños compartimentos estancos. Si la literatura es escritura, solo los lectores más literarios son en el fondo capaces de entenderla. La pintura queda reservada para los estetas, etcétera. Puesto que son los únicos que tienen sensibilidad para ese tipo de “formalismos”.
Para no enfangarnos, digamos que la literatura es mucho más que escritura y que los escritores y en concreto los novelistas –¡cómo me gusta este término!, más técnico, menos pretencioso–, manejan algo mucho más amplio: un discurso. Las propuestas artísticas son propuestas discursivas que en el caso de los novelistas versan muy a menudo –por no decir casi siempre, aunque sea de manera involuntaria– sobre la vida social y su sentido.
Este es el punto de vista que ha escogido Fernando Álvarez-Uria para hacer una historia sociológica de la literatura universal de los últimos doscientos años que bien podría pasar por un manual de literatura, puesto que da un repaso a los grandes clásicos universales de este periodo, organizándolos en torno a una decena de grandes temas que ha distribuido además por países, para no dar una sensación nacionalocéntrica (o como se diga) muy a la moda también últimamente.
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Comienza el recorrido por Sicilia. En Sicilia, a través de El Gatopardo del clarividente y aristócratico Lampedusa –“Si queremos que todo siga igual es necesario que todo cambie”–, Álvarez-Uría habla del fatalismo histórico de un territorio que se asemeja mucho a un Estado fallido. Las novelas, como sus autores, tienen todas una ideología más o menos implícita. Aquí se enfrentan las visiones conservadoras y reaccionarias de Lampedusa o el Pirandello de Viejos y jóvenes, a las visiones progresistas sobre la cuestión social de autores como Sciascia o el Zola de Roma. El equilibro de la selección, con talento igual por todas partes, demuestra la cortesía del autor.
El siguiente tramo está dedicado a la reflexión decimonónica de la literatura en torno al nihilismo, asunto que anticipa ya el clima de la revolución de 1917. Obras como Padre e hijos de Turguénev, las Memorias del subsuelo o Los demonios del arrepentido nihilista Dostoievski, son confrontadas y explicadas. Oblómov, el hombre que no quería salir de su habitación, es puesto también en su contexto y cobra empaque como símbolo de las clases elitistas parasitarias de la Rusia zarista declinante. Por ahí pulula también Lenin, quien en su juventud fue nihilista y que tras la deriva ineficaz y terrorista de los grupos nihilistas acabo reorganizando todas sus energías para convertirse en el revolucionario profesional que fue. Y tampoco falta Kropotkin, el príncipe anarquista, cuya Ética inacabada atrae las simpatías del autor.
El viaje continúa por la Inglaterra victoriana que será donde surge aquel género eminentemente burgues de la novela de misterio. Los gentlemen y ladies británicas empiezan a leer en sus salones enmoquetados unas obras que les explican lo que sucede en los barrios populares donde la miseria y la brutalidad industrial acunan la criminalidad de la época. Conan Doyle, Agatha Christie o Chesterton cobran nuevas connotaciones y sus obras resultan tremendamente inteligibles bajo esta luz.
También, no muy lejos en el tiempo, en la Viena de Freud, Zweig u Otto Gross se está descubriendo en pleno auge del totalitarismo el psicoanálisis, que será para el siglo XX algo parangonable en importancia a lo que fue el marxismo para el siglo XIX.
En Estados Unidos vamos a tener a Willa Cather, recreando en Mi Antonia la experiencia de los inmigrantes en los medios rurales, y a Jack London como principal representante de los hobos, esos trabajadores itinerantes y cuasi vagabundos libertarios que abarrotaron los trenes norteamericanos y se convirtieron en la pesadilla de policías y gentes del orden.
En España la brutalidad de la anomía republicana de la Guerra Civil es recreada a través de los ojos de Clara Campoamor o Elena Fortún y contrapuesta a la experiencia de Bernanos en Mallorca. Una vez más, la delicadeza de la selección me parece a mí sans fautes. Y termina el libro con una confrontación entre Goffman, brillantísimo sociólogo autor de Internados, y el poeta loco y filofascista Ezra Pound, internado por la misma época en el manicomio que estudiaba Goffman.
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En definitiva, se trata de una selección exquisita de grandes obras de la literatura universal a las que se da nueva luz a través de la óptica sociológica. Aunque solo fuera eso, la mera ordenación de elementos dispares –¿no es eso una buena definición de la inteligencia?– ya de por sí sería meritorio y merecería la pena incluso para quien conozca todas las obras, puesto que ayuda a organizarlas en su contexto socio-histórico.
Pero es que Fernando Álvarez-Uría ha puesto además al servicio de esa tarea una sensibilidad literaria exquisita, la fina inteligencia analítica de su oficio y, sobre todo, una pasión tremendamente contagiosa de lector avezado de grandes clásicos literarios. Uno palpa el goce que siente al hablar de todos estos textos y anhela descubrirlos o volver a sumergirse en ellos.
En definitiva, una gran guía y tan válida como el mejor manual literario para sumergirse en la literatura de los últimos dos siglos. De ponerle una única pega, lo que menos me gusta es el título. Creo que un texto tan impregnado de literatura, a fin de cuentas, habría mejorado con un título menos academicista y un poquito más poético.
Pero no os dejéis engañar por ello: es un libro cien por cien legible, nada pedante y absolutamente recomendable.