Esta es la última de las entregas de la serie escrita por nuestro colaborador Bernat Castany acerca de Las especias. Historia de una tentación, de Jack Turner (Acantilado, 2018. Traducción de Miguel Temprano García). Como culminación, Castany trata las razones de los rechazos históricos hacia las especias en los planos religioso y cultural.
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§ Rechazo #3: Razones religiosas
Empecemos señalando que en el seno de las religiones monoteístas no hay sitio para las especias. ¿Por qué demonios un dios único, incorpóreo y abstracto iba a querer ofrendas variadas, corpóreas y concretas? San Juan Crisóstomo será contundente al respecto cuando afirme que “Dios no tiene nariz”. Nada que añadir.
La verdad es que resulta apasionante ver al mismísimo Dios, eterno e inmutable, evolucionando, como un gusano de morera, pasando en unas pocas páginas de ser un ídolo material a ser una mariposa teológica, imposible de atrapar…
Será el mismo Yahvé quien se encargue de comunicarlo: “¿Para qué a mí este incienso de Saba, y la buena caña olorosa de tierra lejana? Vuestros holocaustos no son aceptables, ni vuestros sacrificios me agradan” (Jeremías 6: 20) o “No me traigáis más vana ofrenda; el incienso me es abominación”. (Isaías 1: 13)
Lo cierto es que, según nos informa Jack Turner, “la desodorización de la religión hebrea fue un acontecimiento relativamente tardío introducido en los libros sagrados por generaciones posteriores de escribas y editores”.
Sería ingenuo pensar que este cambio se debe exclusivamente a una evolución en el modo de imaginarse “el cuerpo” de Dios. ¡Cómo iba a desaprovechar el ser humano la oportunidad de hacerlo todo un poco más complicado! La cuestión es que el rechazo de las ofrendas y sacrificios religiosos parece deberse también a “un desarrollo doctrinario fundamental, que señaló el cambio del acto externo del sacrificio hacia una insistencia en la pureza personal y la obediencia. Dios ya no se dejaba aplacar con ofrendas encendidas, sino con el sacrificio de un corazón contrito”.
Otra explicación posible es que el judaísmo haya rechazado este tipo de prácticas para diferenciarse de los paganos, del mismo modo que habría hecho también el islamismo, donde, a pesar de que Jadiya, la primera mujer de Mahoma, era viuda de un acaudalado comerciante de especias, estas acabaron eliminándose totalmente del culto islámico.
Durante la época cristiana, el contraste odorífero con el mundo pagano se acentuará respeto al del mundo judío, ya que, durante las persecuciones de los emperadores Decio y Diocleciano, a los creyentes se les ofrecía la oportunidad de retractarse, mediante el sacrificio de un animal, la libación de algún líquido o la quema de incienso o especias ante una imagen del emperador.
Tanto es así que a aquellos que preferían la idolatría al martirio se les llamaba, con desprecio, los turificati, esto es, los quemadores de incienso, nombre que, para san Jerónimo, era sinónimo de un cristiano débil o vacilante, que no estaba dispuesto a morir por su fe.
Apuntemos, antes de continuar, una nueva perplejidad: la mayor parte de los martirios fueron el resultado de un lamentable quid pro quo, ya que, “para los romanos negarse a realizar sacrificios al emperador equivalía a un acto de disidencia política, para un cristiano devoto hacer las ofrendas era un acto de suicidio espiritual”. Léase La edad de la penumbra de Catherine Nixey, desléanse Los últimos días de Pompeya, de Bulwer-Lytton.
Por supuesto, el rechazo cristiano también se basa en la noción incorpórea de Dios: “Sin duda es algo execrable pensar que Dios valora los placeres del sentido del olfato (…) y no entender que la santificación del cuerpo, conseguida por la sobriedad del alma, es el incienso del Señor (…) el incienso corporal que afecta a la nariz y conmueve los sentidos ha de parecer por fuerza una abominación a un ser incorpóreo”. (Constituciones apostólicas, s. IV)
Pero el cristianismo no solo rechazó las ofrendas odoríferas por razones religiosas o metafísicas, sino también por razones morales. Más platónicos que Platón, los padres de la Iglesia (que fueron la madre del cordero) pasaron a considerar todo tipo de placer corporal como algo pecaminoso, hasta llegar a considerar, en sus versiones más radicales, el displacer como algo virtuoso.
Según esta lógica aplastante, que llevó al Papa León el Grande a afirmar que “todo lo que complace por fuera es dañino para el interior del hombre”, el mal olor acabará viéndose como algo bueno.
Pensemos, por ejemplo, en el anacoreta san Arsenio, quien, además de no lavarse, dormía sobre esteras de palma podrida humedecidas con agua estancada, provocando las quejas de los demás monjes. O Adhelmo, que recitaba el salterio sumergido hasta el cuello en un barril de agua helada, y que despreciaba con especial inquina, entre todos los placeres de la vida, el placer de la pimienta. ¿Tendría hemorroides?
Para el cristianismo, las especias no solo halagaban el sentido del olfato, sino también el del gusto, y, aún peor, el de la vanidad, el orgullo, el lujo o la concupiscencia.
En la tradición demonizadora de los lujos, heredada en parte de los antiguos, nos encontramos a Hipólito, quien consideró, en Sobre el Anticristo (s. II-III d.C.), que los lujos de Babilonia epitomizaban el oropel y las falsas promesas de los bienes terrenales, o el monje cisterciense Helinando de Froidmont (s. XII-XIII), que afirmará que, del mismo modo que “los espartanos condimentaban sus platos con hambre y trabajos”, estos han de ser “los condimentos de nuestra orden”.
Cabe decir que el fundador de su orden, Bernardo de Claraval (s. XII), había arrastrado a un pequeño grupo de monjes a una vida de privaciones y aislamientos extremos, como una reacción contra Cluny, cuyo ambiente le parecía demasiado relajado. Bernardo cargará en numerosas ocasiones contra las especias, que “sirvieron como piedra de toque para debates más profundos, tanto clericales como seculares, sobre cuestiones como la comida, el lujo, la economía, la pobreza y la abstinencia”.
Resumiendo, si la orden cisterciense hubiese llegado a dominar el mundo, los perros san bernardo cargarían al cuello un barrilete de vinagre.
En el De planctunaturae (“El lamento de la naturaleza”), Alain de Lille (s. XII) dialogará con una personificación alegórica de la Naturaleza, quien le expresará su preocupación por un mundo que considera “en peligro por las llamas de amor impuro”. Alain empieza con la descripción de un sueño que le atormenta, y que no deja de ser una jeremiada en la que el mundo se ha vuelto al revés:
“La risa se transforma en lágrimas y la alegría en llanto, los sellos de la castidad se rompen, la gracia de la munificencia de la naturaleza se desperdicia, los hombres pierden su virilidad y la sociedad se deja destruir por el monstruo del sensualismo, ‘ellos se vuelven ellas’, el predicado se convierte en sujeto y el mundo moderno se va a pique”.
Por su parte, la naturaleza se queja de que, a pesar de ofrecerle a los hombres tantas comidas diversas, accesibles y sanas, estos “dan rienda suelta a la gula” y “seducen a su paladar con el sabor de salsas para poder beber más a menudo y tener sed con más frecuencia”. De este modo, la glotonería invierte “la imagen eucarística de una comida sencilla y dada por Dios en la forma del pan y la sangre de Cristo” revelándose como “un anti-bautismo”.
Detrás de esta queja constante nos encontramos con un rechazo de lo artificial, acompañado de fantasías de retorno a un estado natural, que, según apuntará ya Kant en su Inicio verosímil de la historia, parece una nostalgia universal de la que el mito de Adán y Eva sería solo una de sus múltiples manifestaciones (véase al respecto El eterno retorno de Mircea Eliade). Detrás subyace:
Por esta razón, Dante condenará a un glotón sienés llamado Niccolò, que habría descubierto “la costumbre rica del clavo”, alterando de ese modo el orden natural, a languidecer eternamente en una zanja húmeda y palúdica durante toda la eternidad, espacio que compartirá significativamente con los falsificadores.
Por eso también el bulero de Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, acusará a los cocineros de degradar la creación de Dios con sus salsas “hechas con hierbas y especias”, que criticará por ser “superfluas y abominables” y por convertir “la sustancia en accidente”, presentando las especias en una especie de anti-alimento que transforma y oculta para mal lo que Dios hizo para bien. Así, quien consumiese especias “no sería solo un glotón que adoraba al falso dios de su estómago, sino que sería también culpable del pecado luciferino de la rebelión”.
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§ Rechazo #4: Razones culturales
Conectados, pero no subordinados, con el proceso económico de desvalorización de las especias, en el ámbito cultural europeo también se produjeron importantes cambios que hicieron que el interés que estas habían suscitado durante más de mil años decayese.
Para empezar, “con el Renacimiento, se produjo una reorganización del cosmos según líneas menos teológicas y menos alegóricas, de modo que las especias perdieron su simbolismo y su antiguo significado de salud y santidad”. Además en esa época se generó un creciente interés por sabores más sencillos y locales.
Así, “en vez de la transmutación buscada por el cocinero medieval, el nuevo ideal fue que la comida tuviese su propio sabor. La nueva cocina insistió en los sabores naturales e inherentes, y en que los ingredientes se cocinasen de un modo que potenciase su carácter”.
Poco a poco, “la fascinación de las clases altas por la supuesta vida arcádica campesina llevó la cocina rural a la mesa de los ricos”. Será entonces cuando aparezca la idea de la mesa ‘rústica’.
Por si esto no fuese suficiente, la decadencia médica de las especias y la secularización de la sociedad hicieron que las especias perdieran su aura mágica y mística, que pasaron a asumir más tarde las flores de Bach y los productos homeopáticos.
Por otra parte, el puritanismo de los protestantes acentuó en ellos el rechazo o el desinterés ambiental hacia las especias. De ahí la fama de insulsa que tiene la comida protestante. Si bien no deja de ser irónico que los mismos países protestantes que lideraban el tráfico mundial de las especias fuesen los que más arremetían “contra la influencia corruptora de las especias orientales y su olor a sensualismo pagano”.
A lo mejor así pensaban que debilitaban todavía más la decadente zona católica. Con todo, el plato más típico, y menos soso, de la cocina holandesa es el rijsttafel, de origen tailandés.
Pero el interés por sabores y aromas más sencillos y locales no se deberá sólo a cambios religiosos o metafísicos, sino también a transformaciones de tipo político, como es el nacimiento del nacionalismo, y su interés por que el Volkgeist (que yo prefiero traducir como el “fantasma”, y no como “el espíritu, de la nación”) se manifestase lo más puramente en la comida, le llevó a despreciar las especias.
Desde entonces, cada plato de comida es una especie de tabla ouija. Piénsese, por ejemplo, en la comida italiana, o mediterránea, que hace alarde de unos pocos sabores sencillos y frescos que pretenden ser la quintaesencia y el genio local.
Finalmente, cuando en el siglo XIX el orientalismo colonial, que, como vimos, ya existía de forma cultural en la época antigua, converja con los intereses del colonialismo, las especias pasaron a verse como el símbolo de una otredad decadente, atrasada o bárbara. “Lo intrigante es que esta percepción del carácter extranjero de las especias fuese más aguda en el siglo XIX, precisamente cuando el contacto con los ‘reyes atezados’ y sus perfumes era mayor que nunca”. Para que digan que viajar cura los prejuicios.
Resulta, además, extraño que, de repente, Europa pasase a considerar como algo ajeno una tradición culinaria que había venerado durante más de mil años.
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§ Cierre
Acabemos con una última ironía final.
Las diversas filtraciones de la fórmula de la Coca-Cola coinciden en afirmar que está especiada con nuez moscada y canela. Si esto fuese cierto, las especias seguirían siendo uno de los sabores más característicos de nuestra época.