Las vivencias y lecturas durante sus años de residencia en Polonia inspiraron a David Toscana (Monterrey, México, 1961) a escribir la novela La ciudad que el diablo se llevó (Candaya, 2020), un retrato descarnado de cuatro sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial y de la posguerra bajo el yugo soviético, en una Varsovia destruida. Pliego Suelto conversa sobre su libro con David Toscana, novelista e ingeniero de sistemas, dotado de una singular escritura mestiza y confeso admirador de Cervantes, Calderón, Dostoievski y Onetti. Toscana ha obtenido importantes galardones internaciones y es autor de otros títulos entre ellos: Olegaroy (2017), Los puentes de Königsberg (2009), El ejército iluminado ( 2006) y El último lector (2004).
Tu novela está ambientada en Varsovia y se centra en un momento poco tratado en la literatura, pues sitúas la acción después de la ocupación nazi, cuando los soviéticos se hacen con la ciudad. ¿Qué te interesó de este momento histórico?
Antes que la guerra, tema que ya está muy tratado, me interesó explorar la vida en una ciudad destruida. ¿Hasta qué punto hay continuidad en una Varsovia demolida, con cientos de miles de muertos y sin su comunidad judía? E intentar, gracias a la magia de las artes literarias, de no convertir la novela en un lamento, sino en un festejo por la vida.
En el libro escribes: “Canta, oh novelista, la novela de una ciudad que se esfumó…”. ¿Existe algún vínculo entre tu novela y la epopeya?
Hago una paráfrasis de esas palabras de la Ilíada, pero en todo caso es más fácil realizar un símil de mi novela con la Odisea, pues de algún modo es una vuelta a casa tras la guerra, donde queda poca casa y donde antes que héroes hay antihéroes.
Varsovia aparece como una ciudad moribunda, al igual que lo están sus habitantes, en la que abundan fantasmas, ruinas y miserias. ¿Cómo fue el trabajo de reconstrucción literaria de esta ciudad en ruinas?
Dado que los historiadores se ocupan mayormente de la historia de Varsovia hasta el final de la guerra, tuve mi fuente principal con memorias, muchas de ellas inéditas, hemerotecas, mapas y fotografías antiguas. También alcancé a escuchar testimonios de supervivientes o relatos de segunda generación.
Tuve gran satisfacción cuando Bogdan Mielnik, un superviviente de ochentaitantos años leyó la novela y me dijo: “Las cosas fueron tal como las cuentas”. Él fue un muchacho durante esos años. Luego se volvió físico cuántico y trabajó en México muchos años. Ya falleció.
Los muertos y los vivos conviven el en libro. A pesar de este ambiente más bien hostil y terrorífico, ¿consideras que tu novela es también un canto a la esperanza?
Al final así resultó. Sentí enorme respeto por la osadía y amor propio con que se vivieron los años de la guerra y posguerra. De modo que me fue imposible llevar la historia hacia una tragedia y al final, pese a la presencia de tanta muerte, resultó un homenaje a la supervivencia.
Los cuatro personajes protagonistas, unidos por una aparente casualidad, traban una amistad que se convierte en una fortaleza mucho más sólida que los muros de la ciudad. ¿Se trata de una metáfora de la alianza entre polacos como fuerza reconstructiva y de resistencia frente a los invasores?
Los polacos siempre han sido un pueblo muy luchador. Polonia ha desaparecido del mapa, pero ellos siguen luchando.
Han tenido terribles vecinos: alemanes, austrohúngaros, rusos… Luego sufrieron a la Unión Soviética. La gente ve la caída del muro de Berlín como el punto culminante de la caída del comunismo, pero hay que recordar que fueron sobre todo los polacos, con Lech Walesa y el sindicato Solidaridad y sus intelectuales, los que arrostraron a los soviéticos.
Hoy, ¿quién lo diría?, están luchando otra vez contra el enemigo interno: un gobiernillo con aires totalitarios y ultracatólicos.
Los personajes del libro, un tanto estrafalarios, se congregan en torno al alcohol para recordar un pasado que ya no existe y proyectar un presente desde una valentía impostada. ¿Qué te interesaba al aunar embriaguez, imaginación y supervivencia?
El alcohol siempre ha sido un bello elíxir para celebrar la vida, el amor y la amistad. Si alguna religión tengo, es la dionisíaca.
Un toque de locura siempre le viene bien a la literatura, ya sea por cualquier trastorno o exaltación o bebida, y ya don Quijote nos enseñó que la imaginación es un buen sitio para vivir.
Durante estos meses que hemos vivido y seguimos viviendo a causa de la pandemia, ¿has podido concentrarte en la escritura?
La pandemia debería ser un buen momento para crear, crecer, estudiar, leer, reflexionar.
Los escritores echamos de menos los festivales, ferias del libro, presentaciones, conferencias, pero al mismo tiempo aceptamos el encierro al estilo Montaigne para trabajar.
Acaso me da tristeza enterarme de que el grueso de la gente, antes que crecer con la lectura, ha se ha refugiado en la adicción al anodino televisor.