Pliego Suelto conversa con una de las voces más relevantes de las letras mexicanas, Cristina Rivera Garza (Matamoros, México, 1964), narradora, poeta y ensayista, a propósito de la reedición de La cresta de Ilión (Editorial Tránsito, 2020). Una novela donde la autora mexicana se sumerge en un universo marcado por los efectos de la violencia, la identidad y el género, enlazados con la atmósfera fantástica y terrorífica de la recientemente fallecida escritora Amparo Dávila. Rivera Garza, actualmente catedrática de la Universidad de Houston, ha publicado otros títulos como Dolorse: Textos desde un país herido (Sur+, 2015), Los muertos indóciles: necroescrituras y desapropiación (Tusquets, 2013), Viriditas (Mantis/UANL, 2011) y Nadie me verá llorar (Tusquets, 1999).
[Leer un fragmento de La cresta de Illión]
La cresta de Ilión vio la luz por primera vez en 2002 y, ahora, dieciocho años después, la editorial Tránsito la ha vuelto a publicar. ¿Cómo ha sido el proceso de relectura y reedición del texto?
El libro fue traducido al inglés, por Sarah Booker, en 2017. Trabajé muy de cerca con ella, revisando el texto oración por oración. Así me di cuenta que, de muchas maneras, el tiempo de La cresta de Ilión era justo ahora: los temas que me habían obsesionado entonces –la división mortífera de géneros, la desaparición cultural y física impuesta sobre las mujeres, la prepotencia de las fronteras en el sentido más amplio del término– eran parte central de las conversaciones del hoy.
A expresa invitación de la editora de The Feminist Press, Lauren Hook, me di a la tarea de borrar y/o agregar secciones enteras. Esa nueva versión en inglés se transformó en el original que volvió a ser traducido al español y que primero se publicó en México con Random House y ahora con Tránsito.
Este 2020 es especialmente significativo, al haber fallecido recientemente la escritora Amparo Dávila. ¿En la hibridez de géneros que se cruzan en tu novela quisiste rendir un homenaje a la cuentista mexicana?
De Amparo Dávila, una de las escritoras de la así llamada generación de medio siglo, me interesaron, sobre todo, sus atmósferas. Como en aquella época su obra no recibía la atención que, merecidamente, recibe ahora, su caso me pareció perfecto para una trama en que la desaparición cultural va ligada con la violencia física.
En lugar de “homenajearla”, que es una palabra que siempre implica distancia y verticalidad, me gustaría decir mejor que trabajé con algunas de sus estrategias de escritura: con ella, quiero decir, no sobre ella.
Incluso ahora, en muchas de mis clases de escritura creativa que imparto en la universidad a nivel de licenciatura, siempre invito a mis estudiantes a re-escribir ese magistral cuento que es “El huésped”.
Toda la novela juega con los conceptos de límites y de fronteras. ¿Esta desaparición metafórica de Dávila es una muestra de una violencia sistemática que afecta a cualquier persona que se encuentra anclada en los márgenes?
La desaparición es una epidemia y una conspiración en La cresta de Ilión, y, en sistemas patriarcales cerrados, un destino también, especialmente si eres mujer, y más si eres pobre y de piel oscura.
Eso, que era verdad a inicios de siglo XXI, tristemente sigue siendo verdad ahora, pero los discursos contestatarios que ponen todo eso en cuestión son más numerosos y se comparten más, sobre todo entre las mujeres jóvenes que salen a la calle a exigir justicia.
Aunque se trata de violencias distintas, hay una línea tenue que va de la desaparición cultural a la física, y por eso es necesario poner su justa atención a ambas.
En el libro, escribes: “La desaparición es una condición contagiosa”. De hecho, la casi totalidad de los personajes de la novela se conocen por sus motes. ¿Estos motes son el reflejo de la condición transitoria de los personajes?
Un nombre es un contrato, y también un destino. Aquí los personajes son nombrados de manera relacional, más en conexión a acciones específicas en contextos cambiantes.
La identidad, en este caso, queda sujeta al bamboleo propio de actividades que aparecen y desaparecen, y fluyen. Pero también es cierto que esa nomenclatura es enunciada por una voz masculina, a la cual se le facilita la oclusión y el borramiento.
La cresta ilíaca que da nombre al título adquiere especial relevancia en esta “desaparición contagiosa”, pues abre un diálogo con la cuestión del género. ¿El cuerpo siempre posee la verdad?
La pandemia nos ha recordado, de manera letal, que nunca vamos más allá del cuerpo, y que el cuerpo, en cuanto tal, en conexión con otros cuerpos, participa de relaciones de poder cambiantes, mercuriales, siempre desiguales.
En La cresta de Ilión, como en otros de mis libros, me interesa trazar esa batalla, que a veces es dicha solo a medias, aunque la libramos milimétricamente, sin piedad, en el día a día.
Vivimos en regímenes que crean la ilusión que podemos escapar de nuestra propia materialidad: la novela se niega a aceptar esa hipótesis.
Hay una idea que atraviesa todo el libro en relación con la búsqueda de un manuscrito que permitiría recobrar el lenguaje. ¿En la escritura del pasado se encuentran las claves identitarias?
El pasado, decía Milorad Pavić, siempre está a punto de ocurrir.
Ya como fósil o como trauma, ya como espectro que amenaza su mismo por-venir, el pasado nos circunda y nos estructura y nos limita y también podría, con suerte, con maña, mostrarnos el camino de la liberación.
Escarbar en las capas geológicas de la experiencia y del lenguaje, des-sedimentar: eso es algo que puede hacer la escritura.
Como autora, una vez terminado un libro, ¿sientes que perdiste parte del universo que creaste o, por el contrario, te impregna por completo?
Hay un proceso de duelo, sin duda. Al contrario de lo que rezan los talleres de escritura en Estados Unidos, aquello de “escribe de lo que sabes”, yo escribo para saber.
Cuando un proceso de escritura llega a su fin es porque algo que no sabía –pero que intuía o me asediaba– ha emergido ya, usualmente no en forma de respuesta, incluso tampoco como otro modo de claridad, pero sí como un enigma con el que puedo seguir viviendo.
Por eso la palabra fin, que es un punto de llegada, también es, al mismo tiempo, el punto de partida.
Hablando del lenguaje, dentro de la novela surge una lengua inventada, que parece fraguarse en la casa del protagonista, pero a sus espaldas. ¿La lengua puede ser un refugio y una cárcel al mismo tiempo?
He vivido ya más de la mitad de mi vida en Estados Unidos, el segundo país hispanohablante del mundo, solo después de México. Soy una de las 50 o 60 millones de personas que hablan español, o una de las 11 o 12 millones de bilingües entre el español y el inglés. El español no es una lengua extranjera acá. Y, lejos de ser una lengua minoritaria, es una lengua minorizada.
Los ataques al español, especialmente a sus comunidades de hablantes, han aumentado desde que Trump se convirtió en presidente y borró el español de la página web de la Casa Blanca.
Todo este contexto, y sus muchas flucutaciones, te vuelven especialmente sensible al lugar de la lengua como herramienta de dominio y también de resistencia. Tener una segunda lengua a la cual llegar para quitarte los zapatos después de un día largo puede ser, en efecto, un privilegio.
Pasar mensajes cifrados frente a muchedumbres de monolingües no solo puede ser visto como una travesura, sino también como una operación de rebeldía. Toda esa energía viva, lúdica, y también herida, forma parte de la creación de ese otro lenguaje inexpugnable que dos mujeres crean para producir el fuera de lugar de su anfitrión en su propia casa. Los migrantes sabemos de eso, digo yo.