Esta es la tercera de las entregas de la serie escrita por nuestro colaborador Bernat Castany a propósito del libro Las especias. Historia de una tentación, de Jack Turner (Acantilado). Los temas tratados en esta ocasión son tres de los ámbitos de atracción de las especias a través de la Historia: la salud, el prestigio y la religión. En la entrega anterior se trataron dos más: la comida y el sexo.
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§ Atracción #3: Salud
Además de la comida y del sexo (en demasiadas ocasiones a pesar de la comida y del sexo), los seres humanos también desean tener salud, y durante muchos siglos las especias prometieron ayudarle a conservarla o a recuperarla.
Notemos, para empezar, que, durante la Edad Media, la palabra latina para especias, “pigmenta”, fungió como sinónimo de “medicina”. El mismo Galeno, en calidad de galeno de Marco Aurelio, le suministraba una dosis diaria de canela. Su supuesta virtud curativa se debía a su presunta capacidad para aumentar la temperatura del organismo, reequilibrando, de ese modo, los hipotéticos humores que teóricamente regulaban el organismo. “Todo muy profesional” (Airbag, minuto 54).
Lo cierto es que la medicina medieval funcionaba mediante un tipo de pensamiento mágico muy semejante al que lleva a los indios karajá, del Amazonas, a comer un chile extremadamente picante, antes de salir a cazar, porque piensan que así correrán más rápido. Léase al respecto la muy documentada y muy divertida novela Neguijón, de Fernando Iwasaki.
Además de su supuesta virtud termo-reguladora, las especias tenían la modesta virtud de contrarrestar los malos olores, cosa que a los hombres del Medioevo les parecía algo sumamente importante, ya que otra creencia fundamental en aquella época era que los olores, los vapores y los aires corruptos eran los principales causantes de las enfermedades.
De ahí, por cierto, el término “malaria”, que procede del italiano, “mal aria”, esto es “mal aire”. A así como el nombre de la ciudad de “Buenos Aires”, bautizada de ese modo por estar ubicada en una zona que los exploradores españoles encontraron extremadamente saludable.
Según una lógica aplastante, aunque fundada sobre premisas de barro: si el aire malo causaba las enfermedades, los olores agradables debían curarlas. Por eso, durante la peste que arrasa Tebas al principio del Edipo Rey, de Sófocles, la población quemará toneladas de incienso (lo cual también debía servir para complacer al dios Apolo, que en sus horas de guardia fungía como dios de la peste).
En la Edad Media continuó siendo normal fumigar las casas quemando maderas aromáticas, plantas de jardín, cebollas o, claro está, especias. En cierta época incluso se puso de moda llevar colgado al cuello o a la muñeca una especie de frasco o “poma” (vaso en que se queman perfumes, muchos de ellos fabricados con especias), para protegerse de los malos aires (de donde pomme d’embre (manzana de ámbar), en francés, o pomander, en inglés. A no confundir con el poimandres, o pastor de almas, del Corpus hermético).
Llegados a este punto, Turner señala dos nuevas ironías que no quiero dejar de consignar.
En primer lugar, la utilidad de esas medidas no solo era nula, sino que en muchas ocasiones resultaba contraproducente, pues distraía la atención de las verdaderas causas de la enfermedad. Llevándoles a no lavarse, porque creían que el agua caliente abría los poros, facilitando de ese modo la entrada de la enfermedad. O a matar a los gatos en las épocas de peste, por considerarlos animales demoníacos, cuando estos eran los que mataban a la rata negra (Rattusrattus), verdadera portadora de la verdadera portadora de la peste bubónica, que era la pulga, que a su vez no dejaba de ser la portadora de la bacteria de marras.
En segundo lugar, a la vez que esas especiadas medicinas que solo podían permitirse los ricos no servían para nada, es muy probable que a los pobres les fuese algo mejor con sus ajos y sus hierbas.
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§ Atracción #4: Prestigio
Otra de las grandes pasiones del ser humano que las especias halagaron durante muchos siglos fue la del prestigio o la distinción social.
Una cucharadita de pimienta, mil likes.
Así, las especias no serían solo bienes simbólicos, particularmente religiosos, sino también bienes de prestigio, esto es, materias primas u objetos, normalmente escasos, que sirven mantener la cohesión social, entendida en términos de jerarquía.
Más allá de que puede que no estemos de acuerdo en que una sociedad necesite cohesionarse mediante distinciones jerárquicas, resulta interesante notar cómo esos mismos viajes que iban a la búsqueda de bienes de prestigio que cohesionasen la sociedad eran los que la ponían “en peligro”, abriéndola al mundo.
Como decía Pascal, al que Borges llamó, con patetismo, “uno de los hombres más patéticos de la historia de Europa”: “toda la desgracia de los hombres procede de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo en una habitación” (Pensamientos). Idea que yo suscribo cada vez que me subo a un avión.
Regresando a la cuestión del prestigio social, Max Weber llegó a afirmar que el lujo no es más que “un medio de afirmación social”. Setecientos años antes, Jean de Hauteville dijo que “la nobleza se juzga por el coste de la mesa, y el gusto se gratifica con el mayor gasto posible” (Archithrenius, c. 1190).
Por eso, tal y como afirma Turner, “el atractivo de las especias radicaba, no tanto en que fuesen necesarias, como en que no lo eran: dinero en el plato”.
Piénsese, si no, en los bistecs bañados en oro de que se alimentan los futbolistas, los rusos, y los gusanos que se acaban comiendo a los futbolistas y a los rusos.
No es extraño, pues, que, en la Inglaterra del Medioevo, al término de los banquetes se soliesen servir especias en platillos de oro o de plata llamados dainties, término que procede del término latino “dignitas”, con el simple objetivo de resaltar la nobleza, el estatus y la posición social del anfitrión. Tradición que permanece en las bolsitas que se reparten al final de las bodas, que no dejan de ser, como las vacaciones, un modo de sentirse millonario por un día.
Pero hasta los vicios cometen excesos, y en muchas ocasiones la ostentación se convierte en despilfarro, hasta el punto de que en algunas zonas de los Países Bajos llegaron a quemarse pagarés con especias. F*ckingmoneyman.
En resumen, “no es casual que el aumento del comercio de las especias a finales del primer milenio coincida con el resurgir de la nobleza europea, una clase emergente con excedentes que gastar y necesidades sociales que cubrir”.
Y tampoco lo será que cuando, ya en el siglo XIV, pero de un modo definitivo en el XVI, la pimienta, al hacerse más barata debido al aumento de las importaciones pierda su interés, y empiece a ser ese producto “déclassé” que acompaña a la sal en nuestras mesas.
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§ Atracción #5: Religión
Las especias también están conectadas con otro de los grandes vicios de la humanidad, como es la religión.
Hija del miedo y de la curiosidad, los hombres nunca han dejado de especular acerca de las causas de lo que les sucede en vida o podría sucederles en esa vida postmortem, que de una forma tan optimista se conceden.
Pero todo ello no logra calmar sus ansiedades, sino que lo que hace, más bien, es aumentarlas, pues esas primeras ansiedades, naturales y simples, son sustituidas por otras nuevas, artificiales y complejas, mucho más envolventes y angustiantes:
Voy a morir de hambre: 0
Voy a arder en las llamas del infierno durante toda la eternidad: 1
Sin contar que la hipótesis de un dios tan susceptible e irritable como caprichoso e insondable los condena a tratar de satisfacerlo mediante todo tipo de oraciones, sacrificios, mortificaciones y ofrendas. Véanse al respecto las obras del divino Holbach publicadas por la editorial Laetoli.[1]
¿Qué papel, en fin, pudieron cumplir las especias en este totem revolutum? Al parecer, estas formaban parte de lo que los antropólogos llaman bienes simbólicos, esto es, materias primas o productos, generalmente escasos, cargados de un aura misteriosa o mística, en todo caso mistificada, que contribuyen a mantener la cohesión simbólica, esto es, a satisfacer a los dioses de la forma en la que mejor se quedasen satisfechos los sacerdotes.
Este tipo de productos eran tan importantes que, según algunos historiadores, el comercio podría haber nacido, no tanto de necesidades económicas o sociales, como de necesidades religiosas.
Al parecer, la primera vez que la palabra “mercader” aparece en los textos mesopotámicos del segundo milenio antes de nuestra era tiene asociaciones sagradas, y designa ‘al oficial de un templo con el privilegio de comerciar en el extranjero’.
Lo mismo sucede entre los egipcios, tal y como puede verse en la simpática carta en la que el faraón Pepi II le pide a Herkhuf que, más que todas las mercancías que pueda traerle de su viaje al país del Punt, lo que de verdad le interesa es que le traiga un pigmeo traído de las “tierras del horizonte” para que participe en las fiestas de los dioses.
Subrayemos de nuevo la ironía de que esos mismos viajes que tendrían como objetivo conseguir mercancías que mantuviesen la cohesión simbólica de la sociedad eran los mismos que acababan poniéndola en peligro, al abrirla al resto del mundo, y, especialmente, a la enorme variedad de sus dioses y costumbres.
Esta relación trágica entre el adentro y el afuera, forma parte de la lógica profunda de las alternancias entre los períodos de globalización y de desglobalización, de despliegue y de repliegue, que marcan el ritmo de la historia. #donaldtrump #marinelepen #santiagoabascal #borisjohnson #edadmedia
Como decíamos, desde tiempos inmemoriales, las especias se erigieron como uno de los bienes simbólicos por excelencia. Según nos informa Turner, el primer consumidor conocido de pimienta fue un cadáver, pero no un cadáver cualquiera (¿qué es eso de que la muerte nos iguala a todos?), sino el cadáver de Ramsés II, “en cuya gran y curva nariz introdujeron dos granos de pimienta no mucho después de su muerte, el 12 de julio de 1224 a.C.”.
Aunque no se sabe a ciencia cierta el origen de dicha creencia religiosa, que tendría una cierta base científica, puesto que las especias ralentizan o matan las bacterias que causan la descomposición, favoreciendo la costumbre de la momificación, sí nos informa de que, desde tiempos inmemoriales, existió un comercio directo entre Egipto y la India.
Los egipcios también viajaban a la región del Punt, en algún lugar en las orillas meridionales del mar Rojo, probablemente Somalia. Acabamos de hablar de Herkhuf, el primer viajero de nombre conocido, quien, según su célebre inscripción autobiográfica, realizó cuatro viajes a dicha región, en el siglo XXIII a.C.
Asimismo, en los muros del templo de Deir el-Bahari, puede verse un dibujo del siglo XV a.C. que representa una flota mercante en un mar poblado por calamares gigantes.
De forma general, la religión grecolatina fue muy odorífera, pues cada mañana se ofrecían guirnaldas y fragancias a los Lares y a los Penates. También se ofrendaba incienso, azafrán, hinojo, cilantro y tomillo en los altares de los dioses y en los pedestales de las estatuas de los héroes que adornaban las calles.
Al dios Baco, en particular, se le ofrecía canela, un producto que él mismo habría introducido desde “Oriente”, junto con el vino: “Tú, Baco –dice Ovidio, en Las metamorfosis– fuiste el primero en ofrendar canela e incienso de las tierras conquistadas”.
Los griegos también ungían a sus muertos con especias, pero lo hacían más por su olor que por su efecto conservante, pues quemaban los cadáveres. Al parecer, “el rito era una recreación del infierno especiado del Fénix, el ave fabulosa del sol, las especias y la vida eterna, que, de acuerdo con el mito, moría y renacía en una pira de canela”. Véanse al respecto los siguientes versos de Lactancio, que podrían hacer palidecer de envidia a J. K. Rowling:
pues muere para poder vivir.
Allí acumula jugos y perfumes
que los asirios y los opulentos árabes recogen entre los frutos del bosque;
cosechados por los indios o los pigmeos,
o que la tierra de Saba cultiva en su tierno seno.
Aquí acumula la canela y el aroma profundo del cardamomo
y el bálsamo mezclado con hoja de canela.
Notemos cómo en un autor tan antiguo como Lactancio (III-IV d.C.) ya funciona a toda máquina el “orientalismo”, tal y como lo definió Edward W. Said. Lo cierto es que las especias estuvieron desde siempre unidas a una concepción del Oriente como un lugar fabuloso, misterioso, inaccesible y novelesco. Desde tiempos remotos se considera que estas crecían en las tierras de las amazonas, los cinocéfalos, los monopodos y los dragones.
Veamos, por ejemplo, de qué modo se imaginaba los bosques de pimienta Isidoro de Sevilla, en sus Etimologías:
Recogerán el testigo los autores de las 1001 noches o los grandes viajeros, como John Mandeville, autor de unos fascinantes Viajes que trastornaron al pobre Menocchio y excitaron la imaginación de Marco Polo o de Jonathan Swift.
Por su parte, los mismos comerciantes difundían todas estas leyendas, con el objetivo de aumentar el precio de las mercancías rodeándolas de un aura misteriosa y mística que las hiciese mucho más deseadas.
La tradición continuará invariable en Shakespeare, quien describirá, en Sueño de una noche de verano, a un niño recién cambiado que duerme en su cuna, diciendo que se mece en “el especiado aire de la India” (¡ese olor a toallita de bebé!). Walt Whitman, quien también hablará de las “penínsulas floridas y las especiadas islas”. O, para criticarlo, el rapero francés Akhenaton: “Clichés d’Orient, cuisineaupiment, / jolisnomsd’arbrespour des bâtimentsdans la forêt de ciment”.
Según Turner, los únicos alimentos que rivalizan con el peso simbólico de las especias son “el pan nuestro de cada día”, “la sal de la tierra” y el vino que es “la sangre de Cristo”, o “la fuente de la verdad” (in vino veritas). Es posible, incluso, que el pan y el vino, en tanto que alimentos puros y sencillos, asociados al universo cristiano, hayan acabado sustituyendo por razones religioso-culturales a las especias, que se verán asociadas con el paganismo, tanto oriental, como grecolatino, ya que todos ellos veneraban a sus dioses quemando especias en sus altares.
Pero, aunque en determinados momentos el cristianismo llegase a entablar una cierta competencia, cuando no una oposición directa, respecto de las especias, el imaginario judeocristiano no permaneció, en absoluto, ajeno a sus encantos.
Como vimos, en el Cantar de los cantares, que algunos describen como “una canción de burdel cananeo”, y que ejerció una gran influencia en la imaginación mística, las especias y los productos aromáticos son un elemento esencial.
Asimismo, la idea de que en el paraíso terrenal nacían las especias aparece en el libro de Enoc (“Y en mitad del Jardín [los vientos] se juntan y soplan de un sitio a otro, y están perfumados con las especias del Jardín”), en el apócrifo Apocalipsis de Pedro (s. II d.C.), en las obras de Avito de Viena (“Todas las cosas fragantes o hermosas que nos llegan proceden de ese lugar”) o en el Libro de Gomorra, de Pedro Damián (s. XI d. C.), para el cual, las especias eran un recordatorio del paraíso en un mundo contaminado, sumido en la peor de las inmundicias morales.
No es extraño, pues, que Colón, quien se embarcó, no para descubrir un Nuevo Mundo (que, de hecho, no descubrió, pues, como dijo el geógrafo alemán Johannes Schöner, Colón solo descubrió una isla, y Vespucio, un continente), sino para hallar una ruta occidental para comerciar con las especias, llevase consigo a un judío converso que hablase las lenguas bíblicas, cargase numerosas muestras de especias que mostrar a los aborígenes e, incluso, llegase a afirmar, en su tercer viaje, de 1498, que había llegado al paraíso terrenal.
No queda ahí el interés del mundo cristiano por las especias. Nada más y nada menos que el mismo Cristo está directamente relacionado con estas “sustancias vegetales”, puesto que su nombre significa “el ungido”, si bien es cierto que no será ungido al nacer y en un sentido físico, como se solía hacer, sino en un sentido espiritual, por obra del espíritu santo, y durante su concepción (Lucas 1:35).
Sí será ungido de forma física a la hora de su muerte, pues, tal y como explican los evangelios de Lucas y Juan, tras el descenso, su cuerpo fue envuelto en lino y ungido de especias, según la costumbre judía.
Cabe señalar que el mito pagano del fénix inmolado en una pira de canela fue asimilado por el omnívoro alegorismo cristiano, en tanto que símbolo de ese morir para renacer a la vida eterna propio de Cristo.
En todo caso, en el seno del cristianismo, ungir a los muertos –para lo cual hacían falta especias– será un modo de asemejarlos a Cristo.
Señalemos, para acabar esta sección, que, en los primeros siglos del cristianismo se asentó la idea de que Cristo, la Virgen y los santos olían a especias después de morir, a lo que se refiere la expresión “morir en olor de santidad”, mientras que el demonio olía a azufre, y el infierno era un lugar hediondo.
Por esta razón se utilizaban fuertes perfumes, muchos de ellos especiados, para alejar a las fuerzas malignas, si bien, como vamos a ver en la próxima entrega, a partir del siglo XVII, se inició una progresiva desodorización de los santos y de los demonios.
Continuará…