Como parte de nuestra serie temática Apuntes sobre la Coronacris, el escritor y docente, Juan José Rastrollo (Elche, 1968) expresa, en tono confesional, sus impresiones y vivencias literarias ante la dificultad de escribir y concluir un nuevo proyecto de novela, que coincide con la irrupción y los efectos de la pandemia global.
La mañana del 10 de marzo de este año me hallaba en el despacho concluyendo el primer borrador de lo que espero que sea mi próxima novela intitulada provisionalmente Los asombros. Uno de los últimos párrafos de esta memoria autoficcional sobre mis primeros años de vida rezaba lo siguiente:
En estos días pandémicos de confinamiento, estas líneas que he referido han ido cobrando un nuevo significado y más sentido que cuando las escribí. Y, aunque en el tiempo de la escritura no me lo parecían, hoy se me muestran reveladoras.
Presuntamente, con la irrupción de la pandemia del COVID-19 y el sesgo socioeconómico que sus efectos suponen (y supondrán), nos vamos a ver abocados hacia una “nueva forma de vida”, que sin duda nos hará contemplar con nostalgia aquel otro tiempo en que la vida era más amable.
Irrecusablemente, nos falta la perspectiva temporal para abordar el tema con rigor, por eso mismo es inevitable que en nuestra mente sobrevuelen hoy ideas apocalípticas emisarias de la distopía de un mundo futuro, en el que las relaciones humanas se verán sesgadas, o serán sustituidas por otras, virtualmente diluidas. Sin duda, el futuro será líquido, o no será.
En fin, en estas y otras meditaciones aurelianas estamos. Al menos, en estas tan predecibles me hallo yo.
Desde aquellas líneas transcritas más arriba –debo admitirlo–, no he vuelto a revisar mi novela. Tampoco he escrito nada nuevo. Espero que este texto, al menos sirva de acicate que rompa la cuarentena literaria y apuntale así mi escritura venidera.
Con todo, esta desidia creativa no se ha fraguado por la falta de tiempo, ni por el bloqueo mental de la situación de excepcionalidad, ni tan siquiera por la ausencia de estímulos intelectuales, pues, en esencia, ¿qué es el confinamiento sino el único estadio de libertad posible para un escritor? Esta inapetencia de la que hablo ha venido generada, más bien, por un tanto de prudencia y una pizca de temor.
Admito que, como lector, nunca he sido muy adepto a la escritura exaltada ni al texto pergeñado en el fragor de la batalla. Al contrario, siempre he concebido la escritura como un ejercicio de reflexión serena, cuya pulsión no debería fundarse desde los engranajes de la emoción no contenida, sino desde la mera tensión que provoca la lucha constante con la palabra que, de forma secundaria, revele el asunto.
Dicho de otro modo –y, un poco, por ilustrar lo que intento explicar–, cuando, por ejemplo, he estado escribiendo mi última novela, abordando experiencias infantiles y la historia de ese otro tiempo que me tocó vivir, lo que más me ha interesado no ha sido contar una vida sin más, ni evocar un pasado nostálgico, sino intentar saber en qué punto de mi vida estoy, para así entender cómo he llegado hasta aquí.
En definitiva, explicarme a mí mismo –desde el lenguaje– revelando un margen de verdad que ni los recuerdos ni el pensamiento alcanzarían jamás a cristalizar.
Me permito ahora reforzar esta idea rememorando a Gamoneda cuando sostenía que los recuerdos están sobrevalorados si “la memoria está llena de olvido”.
Es por eso por lo que, durante estos días presuntamente estériles, aunque he ardido en deseos de hacerlo, no he querido escribir ni una sola línea sobre el drama que para mí (y para todos) está suponiendo esta crisis:
Seres queridos que se han ido quedando en el camino, personas cercanas a las que no hemos visto desde hace más de un mes, economías domésticas quebradas, el habitual baile macabro de las cifras de difuntos, la psicosis del contagio, mis hijos física y emocionalmente perturbados por no poder jugar al aire libre, la impericia demostrada por nuestro gobierno, la insolidaridad y desconfianza entre naciones que parecían aliadas, el fantasma de la enfermedad, la amarga cita diaria con los aplausos a las ocho, la desolación mortecina al irse a dormir, la inapetencia sexual, la pérdida de libertad de movimiento, la guerra de los respiradores y las mascarillas, el injustificado y compulsivo aprovisionamiento de víveres, la mala conciencia y protocolaria frustración por no poder (o no saber) hacer nada para arrimar el hombro…
Y, sobre todo, apreciar cómo cada nuevo día amanece sin sentido entre los brazos de la niebla.
Podría emborronar páginas y páginas que abordaran lo que están suponiendo para mí estos dos meses de reclusión, pero, desde el punto de vista literario, ¿tendrían algún valor más que el puramente testimonial?
En mi caso, lo dudo, aunque sé que otras mentes más preclaras podrían abordar estas y otras cuestiones con sobria transparencia literaria y mucho más acierto que yo. Reconozco que no tengo ese talento, aunque sí quizá la predisposición.
Retomando la cuestión de mi elipsis creativa, en estos días he evitado el texto desgarrado, pero fundamentalmente porque he preferido rehusar la opción más fácil que habría sido dedicar la escritura a abordar la nostalgia de aquel mundo recientemente pasado, que tal vez no haya pasado del todo. Porque, creedme, habrá mañana, y será como ese anteayer que abandonamos después del 8M. Y poco más.
En mi caso, han sido las redes sociales y su predisposición al tenebrismo apocalíptico las que me han servido de antídoto balsámico para evitar dar una opinión poco madurada o para no caer en la tentación de escribir anunciando ese otro tiempo venidero, dantesco y deslavazado.
Y al igual que con mi novela no he mirado al tiempo de la infancia con emotiva nostalgia, porque, aunque allá evoco la inocencia y la armonía de un paraíso perdido, de todo hubo (y mucho de ello no fue muy bueno), tampoco he querido durante estos días de holganza dar testimonio de la consternación con la que estamos viviendo, ni del espanto con que, desde mi pequeño balcón barcelonés, contemplo abrumado cómo nuestro pequeño mundo se va desplomando.
Al menos, espero de nuevo que, de todo este totum revolutum, me quede otra vez esa perpetua mirada, absorta ante los problemas, y aquella particular hibris infantil, que inconscientemente se rebela contra un mundo adulto que no entiendo ni entenderé jamás. Pero no todo ha sido pernicioso en estos días de psicosis vírica y aislamiento. Aunque, por los motivos que he ido refiriendo, haya practicado con cierta altivez y cadavérica indiferencia la fórmula bartlebyana de no haber escrito ni una sola línea, se me ocurren otras tantas razones para intuir en este deceso impuesto una potencial productividad.
Me refiero a cuestiones y conceptos tan simples como: entregarme a la fascinación de la ausencia de tiempo, ensanchar la mirada contemplando cómo cada mañana (a la misma hora) la vecina de enfrente, que no conocía, cepilla su gato, “madurar hacia la infancia” ensimismándome en la relectura de un relato de Bruno Schulz, saborear el silencio idílico de la ciudad agazapado en mi balcón o algo menos espurio que, según mi padre, todo hombre (y mujer) debería saber hacer: tomarme una copa de vino en soledad.
Todas estas naderías son (o serán) libro. Toda esa levedad, de una forma u otra, condensará en acto literario, pues –evocando a Mallarmé– no nos quepa duda:
Todo en el mundo existe para acabar convirtiéndose en un libro