En el marco de la serie Apuntes y reflexiones sobre la Coronacrisis, nuestro colaborador Bernat Castany aborda y analiza el fenómeno del odio desde las cuatro dimensiones básicas de la filosofía: la cognoscitiva, la física, la ética-moral y la política.
El odio está en el aire
En las redes sociales, en las tertulias políticas, en las barras de los bares, en las mesas de los comedores, en los pasillos de las empresas, en las noches de insomnio. El odio está en el aire. Contra los que tienen más y no reparten, contra los que tienen menos y quieren lo nuestro, contra los que no son de aquí, contra los que se creen más de aquí que los demás, contra todos, y contra nosotros mismos. El odio está en el aire. Con críticas a la espalda o con insultos a la cara, con directas o con indirectas, con votos o con vetos, con bruxismos o con paroxismos. El odio está en el aire.
Lejos de mí la superstición de que una época difiere esencialmente de cualquier otra. El provincianismo histórico, tanto en su vertiente chauvinista, como en su vertiente dolorista, es tan frecuente como el nacional. Muchos piensan que el fin se acerca, y creen ver en el odio que nos rodea una prueba irrefutable.
Pero antes de Trump y de Bolsonaro, estuvo el 11/S y Abu Ghraib, y antes Ruanda y los Balcanes, y antes la revolución neoliberal y la Guerra Fría, y antes el Holocausto e Hiroshima, y antes la Primera Guerra Mundial, el genocidio armenio, y los nueve millones de congoleses que asesinaron los secuaces del rey Leopoldo. Y antes la trata de esclavos de los holandeses, la destrucción de los pueblos precolombinos, o la noche de San Bartolomé, donde en menos de 48 horas más de 30.000 franceses fueron pasados a cuchillo por sus vecinos, por dos o tres matices teológicos.
Como el amor, el odio parece ser el mismo en todas las épocas y en todos los lugares. Ni siquiera los motivos, los sujetos, los medios o las formas son demasiado diversos.
Dos hermanos se matan por la querencia o la herencia de su padre, dos vecinos se detestan por el metro de tierra en el que serán enterrados, dos tribus se hacen la guerra por un recurso o un concepto. ¿Tienen un hacha de piedra, unas mantas impregnadas de viruela, una bomba atómica? No importa. Son la misma bestia con diferente pelaje.
Como toda bestia, el odio tiene sus costumbres y sus ciclos. Hay épocas en las que hiberna, y otras en las que sale a cazar. Hay sonidos u olores que lo sacan de su cueva, y otros que lo instan a esconderse.
De forma general, podemos afirmar que existen estaciones o épocas propicias para el odio, que suelen caracterizarse por un aumento generalizado de la incertidumbre, del miedo, de la impotencia y de la injusticia, y que normalmente culminan en eclosiones de fanatismo, rabia, violencia y discordia.
Ciertamente, el mapa del odio es muy complejo, y no todas las personas o colectivos padecen los mismos niveles de incertidumbre o injusticia. Durante los años noventa y la primera década del dos mil, mientras los países ricos chapoteaban aburridos en la calma chicha del “fin de la historia”, los países pobres fermentaban su sufrimiento en las cubas de la violencia social y el fanatismo.
Para complicar un poco más las cosas, bastan unos pocos fracasos y frustraciones, unidos a un sentimiento, más o menos real, de injusticia, para que una misma persona, antes llena de energía y optimismo, se sienta tentada por las múltiples formas del odio.
¿A cuánta gente buena (en nuestras propias familias o en nuestros propios vecindarios, cuando no en nuestro propio espejo) no hemos visto empezar quejándose de su mala suerte, continuar cegándose ante la mala suerte ajena, para acabar insultando a solas a la televisión o votando a aquellos que le prometen sacrificar el chivo expiatorio que su odio ha escogido, convenientemente azuzados por aquellos que podían extraer un rédito político (políticos neoliberales, populistas, fascistas o nacionalistas) o económico (periodistas que saben que el odio vende, empresas que distraen sus responsabilidades, proyectándolas sobre determinados grupos sin capacidad de respuesta)?
La crisis del 2008 (y la mala, si no perversa, gestión política de la que fue objeto) generó en todo el mundo un tsunami de incertidumbre, precariedad, impotencia e injusticia, que ha hecho que muchos individuos y colectivos se vean tentados, en sus diversas formas, por el odio. Desde entonces, las envidias, los rencores, las críticas, los insultos, los escarnios, y los deseos, o celebraciones, del mal ajeno, han ido trascendiendo la esfera familiar y laboral, para convertirse en propuestas políticas cada vez más organizadas y peligrosas.
Durante los últimos doce años, la temperatura ha ido subiendo progresivamente, hasta sacar a la bestia de su modorra invernal. Ahora bien, ya sea nuestra intención escondernos hasta que baje la temperatura, ya sea cazar a la bestia, o asustarla para que regrese a su cueva, debemos tratar de conocer cómo se mueve, dónde se esconde y cómo caza, ya sea en las vastas praderas de la política, ya sea en los intrincados bosques de nuestra alma1.
Y la primera pregunta que me viene a la mente es ¿por qué nos atrae tanto el odio? ¿Qué tipo de placeres nos ofrece o promete para que caigamos tan fácilmente en sus redes? Numerosas religiones consideran que lo más propio del demonio es hacerse pasar por dios. La intuición es poderosa, porque es cierto que las mejores mentiras son las que más se parecen a la verdad, y las peores personas, las que mejor saben fingir la virtud. Con esa misma hipocresía, el odio se parece al amor.
Cuando el odio nos posee, no podemos dejar de hablar sobre la persona odiada, hasta el punto de cansar a los que nos rodean o, incluso, de pasar las noches en vela. Cuando el odio nos posee, no podemos dejar de mirar o pensar en la persona odiada, o para buscar más motivos para odiarla, ya sea para buscar la ocasión de perjudicarla. Cuando el odio nos posee, la mera idea de la persona odiada excita nuestro cuerpo: se aceleran las pulsaciones, el estómago se contrae, los músculos se tensan, y deseamos tenerla entre nuestros brazos, aunque solo sea para estrangularla.
Finalmente, cuando el odio nos posee, acabamos pareciéndonos a la persona odiada, del mismo modo que toda pelea, o acto amoroso, acaba derivando en abrazos y acomodos, corporales o psicológicos.
No erraba el tiro Nietzsche cuando nos aconsejaba que eligiéramos bien a nuestros enemigos, puesto que es inevitable acabar pareciéndonos a ellos. Melibeo soy, a mi demonio adoro.
El odio desde una perspectiva cognoscitiva, física, ética y política
Decir que el placer de odiar surge de sus semejanzas con el amor no es más que un punto de partida. Apremiado por la urgencia de la situación (y afectado, quizás, de cierta deformación profesoral), me resignaré a ensayar una respuesta sistemática. La baso, como casi todo lo que he pensado o escrito en los últimos años, en los cuatro momentos básicos en los que la filosofía suele estructurarse:
- La cognoscitiva o canónica, que se pregunta por los límites y las formas del conocimiento.
- La física, que, sobre las conclusiones a las que ha llegado la cognoscitiva, se pregunta por la composición de la realidad, y el lugar que el ser humano ocupa en su seno.
- La ética-moral, que, basándose en las conclusiones de la cognoscitiva y la física, se pregunta por los mejores modos de alcanzar una buena-vida-buena, esto es, una vida feliz (buena vida), de la que se ocupa la ética, y al mismo tiempo bondadosa (vida buena), de la que se ocupa la moral.
- La política, que, basándose en las conclusiones de los tres momentos anteriores, reflexiona acerca del mejor modo de organización sociopolítica.
#1 En lo que respecta a la cognoscitiva, podemos decir que el odio suele surgir en circunstancias de incertidumbre. La oscuridad cognoscitiva nos produce tanto miedo como la oscuridad física, ya que no sabemos qué nos puede tocar o atacar, ni cómo podríamos huir o defendernos. Claro que esa oscuridad cognoscitiva no surge solo de la ignorancia intelectual (de la que nacen los miedos y las supersticiones religiosas, tal y como aprendimos de Epicuro, de Lucrecio y de los ilustrados), sino también existencial.
Ciertamente, no saber si perderemos o no el trabajo, no saber si estamos o no enfermos, no saber si nos aman, si valemos, o si seremos valientes cuando llegue el momento, son formas existenciales de la ignorancia, que suelen causarnos una dolorosa inquietud.
Es en estas situaciones de oscuridad cognoscitiva, que el odio, como un faro fantasma, nos ofrece su engañosa luz, focalizando nuestra angustiante sensación de incertidumbre sobre un único punto, generando, de ese modo, una placentera ficción de certeza.
Odiar es placentero porque nos hace sentir que sabemos qué nos está pasando, quién nos lo está haciendo, y qué debemos hacer para solucionarlo.
Aceptar que todo es complejo, y que nunca sabremos exactamente la razón de por qué sufrimos, o nos sentimos en peligro, es profundamente doloroso, y, en ciertas situaciones, inasumible. En medio de la oscuridad, el odio nos promete luz, aunque sea a costa de prenderle fuego a la casa.
Decía Girondo que la variedad de cicuta con la que se envenenó Sócrates se llamaba “conócete a ti mismo”. El que sufre, por su parte, se envenena con la cicuta del “¿quién es el culpable de lo que me sucede?” Señalar con el dedo nos produce una agradable sensación de concreción y certeza. Por eso, cuando están poseídas por el odio, las personas hablan a gritos, dan golpes en la mesa, agitan el índice y repiten oraciones breves y contundentes. Odiar es dogmatizar.
#2 El equivalente de la incertidumbre en el ámbito de la física es la inseguridad, que nos hace sentir que el mundo –natural o social– es un lugar peligroso, y que el lugar que ocupamos en su seno es enormemente precario o contingente.
La sensación de inseguridad frente a un mundo grandioso y amenazador, cuyos misterios económicos, laborales, sociales o medioambientales no comprendemos, es extremadamente desagradable, y, quien la siente, está dispuesto a todo para librarse de ella.
Es aquí donde, nuevamente, entra en escena el odio, que no es solo una tentación dogmática, sino también física, pues concreta el fantasma de la amenaza poniéndole encima el San Benito de la culpa, en relación al cual sabemos hacia dónde huir y contra qué actuar.
De este modo, el mundo deja de ser una niebla amenazadora, en la que no podemos hacer más que permanecer inmóviles, pues todo paso puede acercarnos aún más al monstruo, para transformarse en una silueta contra la que podemos disparar, aunque eso nos suponga gastar las pocas balas que nos quedan, o matar al que venía a salvarnos.
Pero eso no nos importa, porque en esa situación lo único que deseamos es que el universo deje de ser esa éffroyable (esfera infinita que agobiaba a Pascal), para convertirse, básicamente, en una diana.
La imagen de la diana es conveniente, ya que su armónica estructura de círculos concéntricos, que evoca ese cosmos ptolemaico que echaba de menos Pascal, nos recuerda que la sensación de inseguridad no es solamente una cuestión física, sino también metafísica.
Lo cierto es que no hace falta haber estudiado filosofía para sentirse concernido por los grandes problemas ontológicos. Cualquier persona que exprese ansiedad acerca del hecho de que los límites o conceptos que habían estructurado su mundo hasta ese momento se estén viendo erosionados, está expresando una ansiedad metafísica, puesto que esos conceptos no son más ni menos que los límites ontológicos de una cosmovisión.
Ese proceso de erosión ontológica amenaza con hacer del mundo un lugar aplastantemente infinito, pero no ya solo en un sentido extensivo, como un lugar gigantesco, sino también en un sentido intensivo, como un lugar indiferenciado, viscoso, confuso y, en definitiva, monstruoso2. Probablemente este es el tipo de infinito al que se refiere el célebre dictum borgeano, según el cual: «Hay un concepto que es el corruptor y el desatinador de los otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética: hablo del infinito».
En todo caso, la sensación de inseguridad metafísica que invade a la persona confrontada a este tipo de infinito resulta tan o más desagradable que las inseguridades físicas que puedan atormentarle. Nuevamente, la imagen de la diana es conveniente, porque el odio nos propone redibujar los viejos límites ontológicos que se han visto amenazados, utilizando como punta de compás el ser odiado, que suele ser identificado como el culpable de la infinitización del mundo3.
El chivo expiatorio es el cogito del odio. Por esta razón este tipo de ser es caracterizado como un monstruo ambiguo y asqueroso4, ya sea la bruja, el judío, el hereje o el libertino, ya sea el inmigrante, el apátrida, la feminista, el homosexual o el libertario. Cambian las máscaras, el personajes permanece. Es el eterno culpable de la subversión de los órdenes económico, político o cultural, que les han hecho creer que contribuiría a la estabilidad ontológica del mundo.
Por esta razón, y aunque parezca una boutade, la violencia no debe ser considerada solo una cuestión física, sino también –y, quizás, sobre todo–, metafísica.
Pensemos, por ejemplo, en la ejecución de Giulio Cesare Vanini, libertino, al que le arrancaron la lengua con unas tenazas al rojo vivo, y esparcieron sus cenizas al viento. La de la madre de Rigoberta Menchú, activista social y feminista, cuyo cadáver violaron, ensuciaron y velaron para que nadie se lo llevase. O la de aquellas familias de un pueblo de los Balcanes a las que sus propios vecinos colgaron de ganchos de carnicería, después de desnudarlos, degollarlos y tatuarles en el cuerpo el sello de: “Apto para consumo humano”.
El ensañamiento de esas ejecuciones apunta a que no solo buscaban matar a esas personas en un sentido físico, sino también eliminarlas en un sentido metafísico, por considerarlas una amenaza del sistema ontológico en crisis.
En resumen, el odio nos promete, de un lado, hacer del mundo un lugar manejable y seguro, en términos físicos, concentrando toda nuestra atención en una sola amenaza, simple y focalizada, y más o menos imaginada o editada, que tenemos la sensación de poder controlar y vencer. Y, del otro, reordenar el mundo en términos metafísicos, eliminando, simbólica o realmente, aquellos seres monstruosos que lo amenazaban.
¿Qué nos exige el odio a cambio de esta falsa sensación de seguridad? Casi nada. Solamente que empobrezcamos nuestro contacto con el mundo real, sustrayéndonos de ese modo a las fuentes de supervivencia y de potenciación, física o espiritual, que se hallan en él: el conocimiento y la contemplación de la naturaleza, la compañía y la colaboración de los demás, la apertura y el movimiento.
Como el gigante Anteo, perdemos la fuerza cuando nos levantan en vilo y no tocamos la tierra nutricia de la realidad. Eso sin contar con los perniciosos efectos éticos y morales, que desarrollo a continuación.
#3 Y es que el odio también afecta al ámbito de la ética (que se ocupa de las formas de alcanzar una cierta felicidad, sin importarnos ahora mismo qué concepción tengamos de esta) y de la moral (que se ocupa de las formas de alcanzar una cierta bondad, que, sin necesidad de religión alguna, sabemos conectada directa y bilateralmente con la felicidad, de modo que la distinción entre ética y moral no deja de ser analítica)5 .
En lo que respecta a la ética, entendemos, con Spinoza, que la tristeza es una cierta sensación de impotencia: la sensación de que no podemos hacer nada efectivo para mejorar nuestra suerte, salvar a los que queremos, cumplir nuestros proyectos o defender nuestra dignidad. Así, todas aquellas pasiones, situaciones, o personas (incluyéndonos a nosotros mismos) que nos hacen sentir que podemos hacer aquello que podemos y deseamos hacer son pasiones, situaciones o personas alegres, mientras que aquellas que nos hacen sentir que no podemos hacer lo que sí podemos o deseamos hacer, son tristes.
Desde este punto de vista, toda ética o arte de la felicidad no consiste más que en buscar o generar las primeras, y evitar o reformar las segundas (contando siempre con el correctivo de la moral, que nos impide apartarnos de aquellas personas tristes hacia las cuales tenemos algún tipo de deuda o de responsabilidad).
Así, la envidia es mala, no por ninguna razón trascendente o divina, sino porque es triste, ya que alimenta nuestra inseguridad con la contemplación resentida de la potencia ajena, mientras que la admiración es buena, tampoco por ninguna razón trascendente o divina, sino sólo porque es alegre, ya que abre la vía de la emulación, aumentando, de ese modo, nuestra propia potencia.
Del mismo modo, el odio (y con él, el resentimiento, el asco, la animadversión o, nuevamente, la envidia) es una pasión triste, ya que nos lleva a gastar una buena parte de la limitada energía de la que disponemos en observar, evitar, criticar y, en ocasiones, perjudicar a las personas, grupos o realidades que detestamos. Mientras que el amor (y aun mejor la amistad) es una pasión alegre, porque nos lleva a conocer, apreciar, aceptar y potenciar a las personas, colectivos o realidades con los que nos ha tocado vivir, que, por su parte, siempre retornarán a nosotros bajo algún tipo de correspondencia que nos reforzará y aumentará aún más.
Sea como sea, la incertidumbre cognoscitiva y la inseguridad física (y metafísica), suelen verse seguidas por la impotencia o la tristeza ética. Ciertamente, no comprender el mundo, y sentir que este nos sobrepasa, y prescinde de nosotros, produce en nosotros la sensación de no saber, poder o merecer hacer aquello que pudiese aumentar nuestra vida o acción.
Y ahí aparece el odio, nuevamente, prometiéndonos un falso aumento de nuestra potencia.
La maledicencia, la venganza o la celebración de la desgracia de aquellos a los que nuestro odio ha señalado no dejan de ser meras fantasías compensatorias que nos hacen sentir que nuestra menguada potencia se está viendo aumentada, pero que, en realidad, no hacen más que reducirla, porque nos impiden conocer la verdadera naturaleza de nuestro problema, dirigen los esfuerzos en la dirección equivocada, afectan a nuestro sentimiento de dignidad y, además, producen un retorno negativo, bajo la forma de la animadversión o la venganza.
Pero el odio también reduce nuestras posibilidades de felicidad en otros muchos sentidos, ya que nos inflige una cierta anhedonia, bloqueando todo placer mientras nuestros deseos de perjuicio no se ven cumplidos. Nos obsesiona, reduciendo nuestra libertad de pensamiento o acción. Nos simplifica, impidiendo nuestra capacidad de contemplación admirativa del mundo, o de disfrute de la rica complejidad de nuestro ser.
El odio no solo afecta a la ética, en tanto que búsqueda de la propia felicidad, sino también a la moral, en tanto que colaboración en la búsqueda de la felicidad de los demás.
Para empezar, el odio nos lleva a ser injustos y desagradables, cuando no directamente agresivos, con aquellos que odiamos, lo cual, por mucho que nos esforcemos en ocultárnoslo o justificárnoslo, no podrá dejar de hacernos sentir indignos o miserables. Sin contar que la respuesta, defensiva o vengativa, de esas mismas personas aumentará nuestra sensación de inseguridad e impotencia.
Por si esto no fuese suficiente, el odio también nos impide ser benévolos con aquellos que amamos, ya que nos resta las energías y los pensamientos que podríamos dedicarles. Eso es lo que pasa con los fanáticos (religiosos, ideológicos o nacionalistas), que le dedican mucha más energía a odiar a sus infieles, adversarios o vecinos, que en amar, y beneficiar, a sus correligionarios, conciudadanos o compatriotas.
No solo la hierba del vecino nos parece siempre más verde que la nuestra, sino que es en su terreno donde creemos que se esconden los topos que agujerean nuestro jardín.
#4 Veamos, finalmente, qué falsos placeres nos promete el odio en el ámbito de la política, que entendemos como una reflexión realista (esto es, que parte de un ser humano y una sociedad reales, reformables, sí, mas no transformables en una idealidad en aras de la cual debamos sacrificar el aquí y ahora) acerca de cómo organizar la sociedad para aumentar la felicidad individual y colectiva (que, como sucedía con la ética y la moral, se hallan relacionadas directa y bidireccionalmente, ya que, de un lado, la injusticia y el sufrimiento colectivos siempre serán un impedimento para la propia felicidad, pues nos afectarán bajo la forma de resentimiento, venganza, violencia e inseguridad, y, del otro lado, la lucha contra la injusticia y el sufrimiento colectivos contribuye a nuestra felicidad, pues aumenta nuestra sensación de potencia, de apertura, de seguridad y de dignidad).
Cuando a la incertidumbre cognoscitiva, a la inseguridad física y a la impotencia ética se le suma el sentimiento de injusticia social e indignidad política, el odio aparece en todo su esplendor, prometiéndonos hacernos de nuevo grandes, de nuevo fuertes, de nuevo prósperos, a condición de que expulsemos o destruyamos a unos pocos culpables, que probablemente lo están pasando igual de mal que nosotros, y con los que seguramente podríamos colaborar para mejorar realmente nuestra situación.
No se trata, claro está, de ser ingenuos, pues en épocas de crisis no todos los grupos, y menos aún los poderosos, están dispuestos a colaborar, sino de no dejarnos embaucar precisamente por esos poderosos, y sus lacayos, que hallarán el modo de distraer su culpa en la situación, y su responsabilidad para salir de ella, construyendo relatos simplificadores y falaces que dirijan nuestra indignación en la dirección equivocada. Normalmente contra miembros de otros grupos tan o más perjudicados que el nuestro, cuando no contra nosotros mismos, bajo las múltiples formas del auto-odio, como son la culpabilidad, la vergüenza, la ansiedad o la somatización6.
Por otra parte, el odio nos promete una ficción de comunidad cohesionada, entre cuyos miembros parecen haberse establecido los poderosos lazos de la protección mutua. Sin embargo, esos lazos son ficticios, y los poderosos que juegan a la transversalidad no están, en absoluto, dispuestos a compartir su riqueza con los demás miembros del grupo cuyo apoyo o defensa exigen, en nombre del bien colectivo.
No comprendemos los perjuicios del odio. ¡Qué placer sentir que podremos vengarnos, que volveremos a ser poderosos, que acabaremos con la injusticia, que finalmente recobraremos la dignidad! Todo ello con la ayuda de los pastores de la ira, que prometen cuidar del blanco rebaño de nuestro sufrimiento, aunque su intención sea hacerlo “apto para consumo humano”.
Sobre cómo combatir al odio
(con la amistad)
Resumiendo, el odio es una constelación de fantasías compensatorias que prometen certeza al que vive en la incertidumbre. Protección y orden, al que vive en la inseguridad (física y metafísica). Poder y venganza, al que se siente impotente y maltratado. Y prosperidad y grandeza, a aquellos colectivos (nacionales, religiosos, raciales o sociales) que se sienten sometidos o amenazados.
El odio jura ser, como todos los mesías, la fuente de la verdad, la vida y el renacimiento. El odio se parece, en fin, como el demonio, a lo que más deseamos.
El problema es que esas respuestas no son más que fantasías que no suponen un incremento real de nuestro conocimiento, seguridad, potencia o dignidad, sino que, tras una sensación inicial de resarcimiento subjetivo, que no hace más que agravar nuestra situación objetiva, vuelven a dejarnos a solas con nuestro sufrimiento, y anhelantes de una nueva dosis de odio que lo rebaje.
Del mismo modo que el alcohol no nos hace realmente extrovertidos, ni la violencia, poderosos, ni la opulencia, ricos, el odio siempre nos deja insatisfechos. Aun así, seguimos echando mano de él para adormecer un instante más nuestro sufrimiento, pero, a medida que nuestra sensibilidad desciende, las dosis aumentan, dando lugar a una espiral de adicción autodestructiva.
Por esta razón, no solo debemos resistir contra los que odian, sino también contra nuestro deseo de odiar. ¿Cómo? Dice Spinoza que una pasión no puede ser combatida si no es sustituyéndola por otra. ¿Y qué podemos oponer al odio? La amistad.
Y digo la amistad, y no el amor, porque la amistad es una pasión mucho más equilibrada, franca, realista y política que el amor, que es tan jerárquico, adulador, fabulador e individual, que no es extraño que los idealistas (filosóficos, políticos o religiosos), que odian la realidad y la vida, lo tengan siempre en la boca.
La amistad –de las personas, de las sociedades, del mundo– supone franqueza, aprecio, frecuentación, potenciación y defensa mutua.
La amistad ayuda a atravesar los espejismos del odio, ya que nos permite compensar la incertidumbre cognoscitiva mediante una conversación franca y liberal con las demás personas y con el mundo. Compensar la inseguridad, física y metafísica, que nos produce el mundo, mediante una frecuentación y conocimiento de la realidad, que puede ayudarnos a sortear sus peligros y a aprovechar sus recursos. Compensar la sensación de impotencia, mediante la apertura y la colaboración con los demás, y con nosotros mismos, que nos lleva a desarrollar las pasiones alegres de la admiración, la confianza, el agradecimiento o el amor. Compensar los sentimientos de indignidad e injusticia, reformando las condiciones objetivas de las que surgen, mediante la coordinación de nuestras palabras, pensamientos y acciones.
“No tendréis mi odio”
El 14 de noviembre de 2015, veinticuatro horas después de que su pareja, y madre de su hijo, muriese en los atentados perpetrados contra la sala Bataclan, en París, Antoine de Leiris publicó en las redes sociales una carta que se titulaba “No tendréis mi odio” (“Vous n’aurez pas ma haine”), que unos meses más tarde publicó, junto a algunos otros textos en los que hablaba sobre aquellos días tristes, en un libro que llevaba el mismo título.
Creo que en aquel momento solo entendí nocionalmente, como diría el cardenal Newman, aquellas palabras. Anoche, mientras redactaba este texto, las releí, y no sé qué ha cambiado, pero hoy me parecen más importantes que nunca.
2 He escrito sobre esta cuestión en “Sublimidad y nihilismo en la cultura del Barroco” (2012): http://revistas.ucm.es/index.php/RESF/article/view/41070 y en “El apátrida como monstruo en la literatura centroeuropea moderna”, en El monstruo fantástico. Visiones y perspectivas, David Roas (ed.), Editorial Aluvión, Madrid, 2016, pp. 161-173.
3 Tomo el concepto de Alexander Koyré, quien, en Del mundo cerrado al universo infinito (1957) define “la infinitización del mundo” como “la sustitución de la concepción del mundo como un todo finito y bien ordenado, en el que la estructura espacial incorporaba una jerarquía de perfección y valor, por la de un universo indefinido o aun infinito”.Véase también mi artículo “Perdida toda coherencia: El impacto de América en la “crisis de la conciencia europea’ (2012): http://dx.doi.org/10.5209/rev_ALHI.2012.v41.40290
4 Véanse al respecto las teorías sobre la violencia como una forma de conjurar la ambigüedad ontológica, en Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú (1966), de la antropóloga Mary Doublas, o el capítulo dedicado al asco en La monarquía del miedo (2018), de la filósofa Martha Nussbaum.
5 En el capítulo XX de El militar filósofo, escrito junto a André Naigeon, y publicado por la imprescindible editorial Laetoli, el “divino Holbach” concebirá un sistema inmanente de castigos y recompensas morales: “somos infelices cuando hacemos el mal y felices cuando hacemos el bien. La sociedad se destruye por el exceso de nuestros vicios y prospera cuando sus miembros son virtuosos. Los hombres no pecan jamás impunemente, se ven forzados por sus remordimientos a arrepentirse, se ven obligados por sus necesidades a merecer el afecto de los demás, se ven forzados a avergonzarse cuando en el fondo de su corazón se dan cuenta de que no merecen más que su desprecio y su odio, se aplauden a sí mismos cuando saben que han merecido su amor y son aplaudidos por los demás y queridos y respetados cuando sienten el bien que se les ha hecho.”Asimismo, en El contagio sagrado (1768), también publicado por la editorial Laetoli, Holbach afirma que: “La naturaleza nos dice que nos conservemos, que disfrutemos, que trabajemos en nuestra felicidad, que hagamos nuestra existencia agradable. La razón nos enseña que para compartir con los demás los sentimientos de amor que tenemos por nosotros mismos, para obtener su estima, su reconocimiento y su apoyo debemos hacerles el bien o mostrarles virtudes. ¿Qué motivos tendremos para hacer el bien si la religión nos ordena que nos odiemos a nosotros mismos, que evitemos la estima de los demás, que nos envilezcamos ante nuestros propios ojos, que actuemos sólo pensando en un Dios que no conocemos, que renunciemos a complacerle a las dulzuras que la naturaleza nos ofrece y que nos apartemos de los objetos necesarios para nuestra felicidad?”El mismo Holbach desarrollará de forma sistemática esta ética inmanente en El buen sentido y en El sistema de la naturaleza.
6 Véase al respecto un libro injustamente olvidado, quizás por sus implicaciones libertarias, como es El miedo a la libertad (1941), de Erich Fromm, o Los orígenes del totalitarismo (1951), de Hannah Arendt.