“Algún día vendrá una ola de ñoñez y americanismo”, dijo Antonio Machado que barruntaba Juan de Mairena, uno de los seudónimos del autor de Campos de Castilla (1912). En pleno 2020, acaso podríamos replicarle que se quedó corto en sus previsiones.
En política, en economía y, sobre todo, en el arte de la ficción los Estados Unidos supervisan el capital simbólico globalizado, de manera que cuanto el arte ha ido proponiendo en Occidente desde la Segunda Guerra Mundial no son más que diversas formulaciones compatibles con ese régimen de supervisión.
Este fenómeno se puede constatar ampliamente en el cine, en las diversas variantes de la música comercial, la cultura del entretenimiento y, cómo no, en la literatura. Es por eso que cualquier propuesta al margen (o en otro centro, según se mire) cuya intención se deba a una cultura autóctona no puede más que despertar simpatías.
Aceptando incluso como irreversible la deriva actual de la cultura hacia lo global, sigue siendo necesaria la revisión constante de lo propio, de lo particular, de la periferia, aunque solo sea para mantener una adecuada perspectiva.
En términos benjaminianos, y aceptando que la literatura es también una forma de interpretación, es preciso que la escritura sea autónoma, transgresora, lúcida. De lo contrario, se convierte en nuevo botín, cada vez más estandarizado, del paradigma estadounidense, que ha acabado siendo algo así como la norma ISO de la cultura.
Por suerte existen otros mundos. Y a veces cristalizan en obras memorables, de las que ha habido una buena cosecha en los últimos meses.
Pienso en Un corazón demasiado grande, de la autora vasca Eider Rodríguez. En Escapar de la guerra y de las olas, el trabajo periodístico de Olivier Kugler, y en Viajes dibujados, de la revista Altaïr, dos exploraciones de tipo narrativo a partir del reportaje ilustrado y la novela gráfica. Pienso también en la sobrecogedora Antígona González, de Sara Uribe, sobre los asesinatos innúmeros de la cotidianidad mexicana. En Algo va a pasar, ya lo verás, donde Christos Ikonomou encara el relato de la vida griega que nunca apareció en los relatos de los grandes despachos de la Unión Europea, ni antes ni después de los recortes impuestos al país heleno.
En todos ellos pienso, pero ahora me detendré concretamente en el libanés Mazen Maarouf, quien hace pocos meses presentó un libro mayúsculo titulado Chistes para milicianos (Alianza Editorial). Un libro que de ninguna manera deberíamos dejar que lo engullera la espuma de los días. Explicaré por qué.
Chistes para milicianos es el título del libro, y lo es también del primer relato. Una nouvelle de unas treinta páginas en las que pone en juego los recursos, motivos, tipos de personajes, tempo y clima que expandirá a lo largo de los relatos siguientes.
Como en un espectáculo de mapping, las sucesivas tramas adoptan formas y colores cambiantes, pero el relieve que se observa atrás es un fondo continuo: el lado animal de la existencia, la violencia, la reiterada aparición de seres imperfectos (mancos, ciegos, parapléjicos, discapacitados). La guerra. Lo arbitrario y salvaje de quien sostiene la espada, cuyo epítome es el miliciano, ese arquetipo ni civil ni militar, ni depredador ni amigo.
En una pirueta vecina del absurdo, la aparición del humor suele cruzarse con la de la violencia. Los milicianos exigen a uno de los protagonistas que les cuente chistes, si no quiere que le sacudan. También conocemos a un muchacho que ensaya chistes para animar a su hermanastro, que se pasa el día en la calle mendigando para toda la familia.
En otros casos el humor disimula la crueldad. Así, en la escuela, cada chico se esfuerza por demostrar que las palizas recibidas de sus padres son mucho más sofisticadas que las del resto, como en un ránking que midiera el grado del amor.
En todas partes, violencia. Como la que asoma, hecha de palabras, al intentar vender un personaje a su hermano gemelo, y sordo, a los milicianos a fin de que trafiquen con sus órganos. O como el relato en que un padre que ha perdido ambos brazos durante un bombardeo le pide al hijo que renuncie a uno de los suyos para intentar un trasplante. Y en todas partes, el abandono, que se materializa una y otra vez en los hijos y mujeres que quedan a la intemperie.
Con todo, ese cuadro aún admite un relieve más definido si, como sabe Mazen Maarouf, se lo dota de las imágenes adecuadas.
Son suficientes y plenas de carga simbólica algunas de las ya mencionadas, pero se pueden añadir muchas más. La vaca errante que aparece ante la pantalla del cine en los días siguientes a un bombardeo. El niño obsesionado con el ojo vacío. El loco vestido con un traje de luces que se encierra en las cuadras del matadero a marear a las vacas. O, incluso, un coágulo de sangre de un aborto al que la pareja le sigue celebrando los cumpleaños en compañía de los chicos del barrio.
Todas esas historias supuran dolor. Y, en igual medida, son objetos estéticos de una rara efectividad. Se clavan en las pupilas y, pasado el tiempo de la lectura, siguen arañando con fuerza.
Mención aparte merecen los relatos finales del libro. Una suerte de bocetos, de dibujos experimentales, sobre posibilidades de la narración que, tal vez, apuntan a una búsqueda de nuevos rumbos.
En “Porteador” encontramos un tipo kafkiano imposibilitado para la risa y que poco a poco se va convirtiendo en un porteador a su pesar (los niños se le suben encima como si fuese una atracción de feria).
En “El síndrome de los sueños ajenos” se establece un laberinto de sueños por el que el protagonista ejerce de secundario y en ocasiones como objeto, de los sueños de la gente de la ciudad, a la que más tarde puede incluso conocer en vivo.
En “Otra identidad” el narrador se diseña una identidad nueva, puro capricho.
En “Juan y Awsa” la narración la realiza un toro traído desde España acompañando a una pareja hasta el Líbano.
En “El bote de mermelada” un padre propone a su hijo un juego por el que coloca la mermelada en el lugar de una bombilla. Al fondo, un segundo relato apenas insinuado de violencia entre familiares, que es pura pesadilla.
Destellos de realismo mágico. Mucho Juan Rulfo en llamas. Ética de la violencia, asfixia por esa dolencia que se llama soledad.
Nunca ninguno de los personajes invoca el consuelo de un poder superior, ni siquiera acudiendo a ese “dios prestado”, que decía Nabokov.
El libro dice: la soledad y la nada. Y el libro también dice: fantasía como única vía aceptable de huida.
En fin, una colección de relatos, la que propone Maarouf, que reniega de la etiqueta “literatura social” en la que tan fácilmente podría acomodarse, para sostener una propuesta estética original, solvente y con dosis abundantes de humor y de maestría.