En 2017, Netflix produjo la película Hasta los huesos (To the Bone), dirigida por Marti Noxony y protagonizada por Lily Collins, actriz y modelo que padeció anorexia en su adolescencia. Parece ser que el desencadenante fue el divorcio de su padre, el músico Phil Collins, de su tercera esposa. El film, de algún modo, recrea su propia historia: hay un padre ausente, una madre egoísta y desaparecida y una madrastra que hace lo que puede sin comprender demasiado en qué mundo vive.
La protagonista es una mujer lúcida, y tremendamente perdida, que decide recogerse en la soledad de su vientre vacío para alejarse de sí y refugiarse del mundo. Desde el principio, el film desmonta la idea, simplificadora y banal, de que los trastornos de la alimentación responden a la búsqueda frustrada del ideal de belleza que nos imponen las revistas femeninas y las pasarelas de moda.
Sí, ya sé que nuestros cuerpos neoliberales están saturados de representaciones mediáticas, que son repugnantes los intentos de convertirnos en bienes de consumo, que es humillante la presión del mercado para hacernos encajar en unos moldes angustiantes y estrechos. Pero, precisamente por eso, me parece que los ayunos, los atracones o las purgas son formas de revuelta contra la feminidad normativa, así como contra los imaginarios de felicidad y éxito con los que nuestros sistemas capitalistas y heteropatriarcales tratan de colonizar nuestros cuerpos.
La anorexia y la bulimia son, desde esta perspectiva, prácticas desestabilizadoras, patologías brutas que revientan las distinciones entre cuerpo y alma, porque hacen de la carne enferma el emblema de un malestar innombrable, de una existencia atroz.
En los trastornos alimentarios, el dolor indecible se manifiesta como soma puro. El sufrimiento se materializa y se hace organicidad radical sin lindes precisas. Porque estos cuerpos trastornados son carne fuera sí: comida y vómito, asco y hambre son las partes esquizoides de los cuerpos maltratados.
La boca es el agujero negro por el que el yo se desborda en una búsqueda constante de la perpetua infelicidad. Nada que ver con el deseo de parecerse a Kate Moss o con las prácticas neoliberales de los cuerpos fit.
Los vientres anoréxicos y bulímicos pierden la calma y se vuelven histéricos. El origen es siempre la historia de una violencia, el dolor insoportable de la carne humillada en su terrible fragilidad. Cuerpos colapsados que reaccionan al horror con una punzante voluntad de fuga. Identidades que reniegan de sí, ya sea en expansión alienante o en reducción fatal.
Si el cuerpo es un territorio de encuentro, choque y conflicto entre las fuerzas exteriores y los deseos íntimos, los trastornos de alimentación son respuestas descontroladas y llenas de furia a las agresiones del mundo. Patologías al borde de la muerte que hacen del hambre un espacio simbólico ambivalente: vacío abisal donde esconderse y desaparecer, pero también promesa siempre de un deseo infinito.
Por eso el cumplimiento del placer es la humillación más aberrante para un estómago que necesita ser eternamente famélico. Pero el hambre es también el instrumento fundamental para la mutación monstruosa.
Para estos cuerpos heridos, la metamorfosis es la más radical forma de protesta. Pienso en el insecto kafkiano y pienso también en su relato El artista del hambre (1922). Pienso en Gregorio Samsa transformado en bicho indecente, así como en el espectáculo de un hombre de circo decidido a disolverse en su condición famélica.
Da igual si carne deforme o cuerpo en disolución fatal. En ambos casos, hay un ser humano desencajado y proscrito. Porque la anorexia (vacío siempre insuficiente) y la bulimia (acumulación excedentaria sin fondo) son dos formas complementarias de un mismo exilio que quiere ser definitivo: la performance de una retirada lenta que se recrea en la ejecución de sí.
Vientres exhaustos que hacen del vacío, del espacio colmado o de la purga actos obscenos de alienación, ejercicios traumáticos de autolesión para hundirse en el dolor de sus identidades extrañadas.
El hambre constante es experiencia trastornada de vida. Espectrales o atiborrados, los cuerpos atravesados por el hambre son la expresión encarnada de la náusea y del horror. Por eso son tan indecentes, por eso repugnan y fascinan a la vez. Prácticas a vida o muerte que perturban las fronteras de las identidades y los géneros, e incluso de los cuerpos humanos.
La protagonista de Hasta los huesos es un cadáver grisáceo, su piel está marcada por los moratones y tiene la espalda cubierta por el lanugo: una fina capa de vello que recubre los fetos y los cuerpos anoréxicos para combatir el frío provocado por la escasez de grasa, un vello que también poseen las focas y los elefantes. Su delgadez es clausura fetal, carne pre-humana, animal sin nombre.
Del otro lado, frente al ovillo de huesos flotando en líquido amniótico, se encuentra la obesidad mórbida: grasa y rollos de carne que constituyen muros infranqueables, auténticas atalayas. Los 261 kilos de peso de la escritora Roxane Gay son una auténtica fortificación, la confesión encarnada de una mujer muerta de miedo. En Hambre. Memorias de mi cuerpo (Capitán Swing, 2017), descubrimos que el motivo de su IMC de más de 50 es la violación grupal que sufrió con doce años por parte de quienes se suponía eran sus amigos. Le robaron el cuerpo y le destrozaron la identidad.
Entonces calló. Comió y comió y comió hasta hacerse un daño terrible: “necesitaba que mi cuerpo fuera una masa hermética y corpulenta”. Vomitó, vomitó y vomitó, pero su cuerpo seguía aumentando. Lejos de ocultar las cicatrices de su carne agredida, su cuerpo se convirtió “en el escenario de un crimen”.
Monstruosamente visible, su condición de cuerpo execrable y humillado se expandió hasta rebasar toda decencia. Roxane Gay se convirtió toda ella en una obra de arte obscena, la exhibición de una identidad reducida a carne perpetuamente violada:
Durante mucho tiempo no conocí el deseo. Me limité a entregarme, a entregar mi cuerpo a cualquiera. Mi cuerpo no era nada. Mi cuerpo era una cosa para ser usada. Mi cuerpo era repugnante y, por tanto, merecía ser tratado como tal. [Roxane Gay]
Esto fue así hasta que descubrió el amor, pero, sobre todo, hasta que encontró en los tatuajes una forma de recuperar el control de su carne, lejos de los gimnasios y de los discursos neoliberales de superación personal: “con los tatuajes tengo voz, son elecciones que tomo para mi cuerpo, un consentimiento a pleno pulmón. Así es como me marco. Así es como recupero mi cuerpo”.
Las escrituras en torno al hambre ayudan a comprender con qué seriedad, de qué modo inapelable, los cuerpos responden al hecho de existir en el mundo, pero también permiten entender los trastornos alimentarios como manifestaciones de arte abyecto, de estéticas aberrantes y de rebelión antiheroica. Performances escandalosas y emancipadoras, arte bastardo que se gesta en los vientres ayunantes o que emergen del corrosivo vómito bulímico.
Hay unos versos de la poeta Maria Sevilla que describen con una crudeza apabullante el dolor anoréxico y el de la purga bulímica. Poéticas de la infelicidad y la culpa y del placer asesinado. Cuerpos escuálidos que encarnan la emoción detestable, la ausencia de deseo, el puro asco. En Kalàixnikov (Món de llibres, 2017), escribe (traduzco del catalán) que su anorexia es “el vientre sagradísimo de un ayuno/ celebrándome como una úlcera caníbal”. La lírica famélica de Sevilla es “como un planeta/ gravitando mi propia hambre:/ tan pesada. Inmensa como la culpa/ varada en los pulmones de las ballenas”. Su estómago purgado es “el dolor queriéndose mármol”.
Si algo tienen en común las artistas del hambre son los rituales autolesivos con que, paradójicamente, pretenden olvidar el impacto del horror contra su carne. Una espiral de hambre y voracidad, y el posterior vaciado del deseo cumplido. Porque todas ellas viven y quieren vivir en sus hambres sin tregua: territorios secretos donde pueden ser para siempre seres anómalos y retirados del curso de la vida.
En Diarios (Lumen, 2016) Alejandra Pizarnik (1936-1972) anota:
Quiero que el hambre acentúe mi indiferencia, que me envuelva en una nebulosa de olvido. Porque comer normalmente, en mí, es una humillación, es aferrarme a la fuerza de una vida que me rechaza. [Alejandra Pizarnik]
La escritora argentina se hizo una existencia “de comidas y vómitos” porque encontró en el hueco famélico un modo de mostrar su desprecio y su miedo. Los atracones fueron la realización fracasada de su pulsión de muerte:
Salí corriendo y me compré docenas de chocolates que comí como quien se suicida, que vomité para tener espacio y seguir comiendo, envenenándome, anonadándome, aniquilándome. [Alejandra Pizarnik]
Si desaparecer es la voluntad última de las hambrientas, engordar es el lugar del pánico porque el cuerpo sobrealimentado revela con impudicia la propia insignificancia: “descubro que estoy encerrada en mi habitación”, escribe Pizarnik, “porque me siento gorda. De lo contrario, hubiera ido a la fiesta de H.P. Pero calculé las calorías de todo el vino que tomaría y decidí quedarme aquí comiendo. Esto es absurdo. Y son solamente tres kilos de más”.
Las mujeres con trastornos alimentarios aman la sensación del hambre no saciada, detestan sus estómagos llenos. En Biografía del hambre (Anagrama, 2006), Amélie Nothomb cuenta cómo:
A los quince años, con un metro setenta de estatura, pesaba treinta y dos kilos. Mi pelo se caía a puñados. Me encerraba en el cuarto de baño para contemplar mi desnudez: era un cadáver. Aquello me fascinaba. [Amélie Nothomb]
Unos años antes, la escritora francesa había tomado por costumbre levantarse en el medio de la noche para atiborrarse de piña porque “me hacía sangrar las encías y necesitaba ese combate cuerpo a cuerpo”.
En la relación insana con la comida hay un afán a la vez autodestructivo y reconstructivo. En estos cuerpos histéricos crece la conciencia dolorosa ser el propio enemigo, de llevar dentro de sí a un otro alienígena y agresor a quien es necesario matar: obligarlo a morir de inanición o ahogarlo bajo capas ingentes de carne y de grasa. Aplastarlo como a un insecto, reducirlo a polvo, a nada.
Los trastornos de la alimentación son expresiones de un afán metamórfico, la constatación de que hay una identidad precaria y en lucha contra la otredad amenazante instalada en el centro del yo.
La anorexia y la bulimia, no importa si cuerpo cadavérico o inadmisiblemente obeso, dan lugar a existencias escandalosas porque son heridas abiertas de necesidad que excretan las pesadumbres del alma. Existencias que encarnan la trasgresión inmoral, cuerpos enfermos en pie de guerra contra el principio fundamental de la vida, en un afán inquebrantable de cumplir su propio exterminio.