Esta es la tercera, y penúltima, entrega de la miniserie escrita por nuestro colaborador Bernat Castany a partir de la lectura del ensayo Nuestra mente nos engaña: Sesgos y errores cognitivos que todos cometemos (Shackleton, 2019) de Helena Matute. En esta oportunidad, Castany aborda dos cuestiones principales “las dos caras del conocimiento” y “la función adaptativa del cerebro”.
#4 Las dos caras del conocimiento
Una parte especialmente interesante de Nuestra mente nos engaña es aquella en la que se expone la teoría de los dos sistemas de pensamiento, desarrollada por Kahneman en su libro Pensar rápido, pensar despacio1.
Según Kahneman, existe un “Sistema de pensamiento 1”, que compartiríamos con los demás animales, y sería el más antiguo y acorde con la evolución.
Para Kahneman, este sistema de pensamiento “es muy rápido, nos ayuda a producir respuestas veloces y certeras para adaptarnos lo mejor posible a las demandas del ambiente, sin necesidad de pensar ni de gastar tiempo ni costosos recursos cognitivos. Nos permite ir con el piloto automático por la vida sin necesidad de procesar conscientemente muchas de las cosas que vemos, oímos, hacemos o decimos, para, así, mientras tanto, poder realizar otras tareas”. Lo cual “es muy útil”, aunque “a veces es peligroso”, si bien “muy a menudo es el Sistema 1 el que nos salva la vida”.
El “Sistema de pensamiento 2”, en cambio, sería más “racional, crítico, científico, terriblemente lento y costoso. Es mucho más reciente evolutivamente hablando, y por lo tanto no está tan pulido como el Sistema 1, ni se activa por defecto al nacer, sino que debemos configurarlo adecuadamente, con mucho esfuerzo, muchas lecturas y muchas horas de pensar despacio; debemos, además, activarlo conscientemente, no se activa él solo como el Sistema 1. Evolutivamente hablando, es un lujo muy caro, consume mucha energía, de ahí que no podamos tenerlo operativo a todas horas, porque su uso es agotador”.
Según Matute, el “Sistema de pensamiento 1” sería el responsable de los heurísticos, que nos sirven para adaptarnos de manera rápida y flexible, y, por tanto, también es el responsable de que a menudo caigamos en sesgos y errores cognitivos cuando las condiciones cambian. Y, aunque hay situaciones en las que no importa que pensemos con el piloto automático y cometamos esos sesgos, en otras ocasiones eso puede resultar fatal.
Por esta razón, para Matute, es necesario “saber detectar en qué situaciones debemos detenernos a pensar despacio; aprender a utilizar el Sistema 2 en las situaciones importantes de la vida en las que si vamos con el piloto automático podríamos llevarnos un disgusto”.
Resulta interesante constatar que, en la segunda parte de “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, Nietzsche distinguió entre dos tipos de mentes: la racional y la intuitiva. Aunque, según él, ambas buscan dominar el mundo, la mente racional (o cientificista) se equivoca, porque desconoce y malentiende el conocimiento en términos de razón, exactitud, previsión y certidumbre, lo cual necesariamente ha de disminuir y empobrecer la vida.
Por eso, dice Nietzsche, la mente racional debe ser sustituida por la mente intuitiva, realmente vitalista, que asume valerosamente que la verdad es inalcanzable, y que la vida nunca podrá ser ni segura ni previsible. Liberada de ese deseo equivocado, la mente intuitiva puede entregarse a vivir peligrosa y plenamente.
Nuevamente, a su manera romántica y aristocrática, Nietzsche habría intuido algunas de las implicaciones del darwinismo, propugnando, en su caso, un predominio del “Sistema de pensamiento 1”, que, desgraciadamente, los fascismos secuestraron.
#5 La función adaptativa del cerebro
En el primer capítulo de Nuestra mente nos engaña, la autora realiza un interesante experimento narrativo para ayudarnos a captar mejor la función adaptativa del cerebro. Para ello, Matute nos presenta los diversos caracteres cognitivos que pudieron existir en la época “primitiva” (la autora se remonta a la época de las cavernas, aunque también podría haberse remontado a la época animal).
Señalemos, para empezar, que, para sobrevivir en ese contexto, no basta con la mera fuerza física. Se trata, indudablemente, de un aspecto importante, pero no más que “la capacidad de tomar decisiones adecuadas ante la infinidad de condiciones adversas y cambiantes del ambiente”.
Dicho esto, la autora se plantea cuál de las siguientes constituciones cognitivas es más adaptativa (esto es, tiene más números de sobrevivir, y, por lo tanto, es nuestro antepasado, puesto que es de cajón que nosotros somos los descendientes de aquellos que sobrevivieron):
– En primer lugar, estaría la mente que no tiene imaginación, ni por lo tanto miedo, ya que no tiende a sobreinterpretar la información que le ofrece el contexto (un ruido en el follaje, una sombra con forma de león), pero muere pronto, ya que, en alguna ocasión, esa información que no sobreinterpretó ocultaba, efectivamente, un león.
– En segundo lugar, estaría la mente excesivamente imaginativa y supersticiosa, que gastaría demasiada energía en huir de las sombras, que no se arriesgaría a buscar nuevas fuentes de comida o abrigo, y que, además, podría llegar a pensar que basta con realizar el baile de la lluvia para que llueva, lo cual le impediría tomar a tiempo la decisión de cambiar de territorio, a la busca de nuevas fuentes de agua.
– En tercer lugar, estaría la mente excesivamente escéptica y pesimista, que podría llegar a caer en la indefensión y la desesperanza, ya que el optimismo y la superstición, en un grado “razonable”, tendrían la función de animar y motivar acciones que quizás sí acaben hallando una solución.
– En cuarto y último lugar, estaría la mente que tiene “el punto justo de intuición, imaginación, optimismo, coraje y capacidad de predicción” y “el punto justo de reflexión, racionalidad, escepticismo y pies en la tierra”. Lo cual, a pesar de los múltiples errores que pueda provocar, la haría más adaptativa que las demás, ya que, como dijimos, el objetivo fundamental de nuestra mente no es conocer la verdad, sino “tomar decisiones muy rápidas, bajo una gran presión y con gran incertidumbre”. Esto es “sin contar con todos los datos que necesitamos para poder estar seguros de que la decisión es la correcta”.
Entenderemos mejor el poder adaptativo o de supervivencia de los errores si realizamos, con Matute, una nueva distinción entre tres tipos de errores:
- Los falsos positivos, que consistirían, por ejemplo, en ver una sombra y creer que hay un león donde no lo hay, lo cual nos llevaría a salir corriendo sin necesidad, con el consiguiente gasto de energía.
- Los falsos negativos, que consistirían en ver algo, y creer que es una simple sombra, cuando en realidad es un león, lo cual nos acarrearía la muerte.
- La postergación de la decisión, que podría suponer una dilación fatal (a la espera de recabar todos los datos posibles y adquirir una seguridad absoluta) de nuestra decisión de quedarnos o partir.
Según Matute, “el error menos letal es, sin ninguna duda, imaginar el peligro y correr; pues es el que nos permite sobrevivir”. Y esa es la razón por la cual hemos heredado de nuestros ancestros (los que sobrevivieron por tener una cierta tendencia cognitiva hacia el falso positivo) esta forma tan adaptativa de errar.
Al fin y al cabo, la evolución, o selección natural, no se refiere solo al aspecto físico, sino también a “las tendencias de comportamiento y la configuración de la mente”, y privilegia, básicamente, a “los que han proporcionado mayores índices de supervivencia que otros”.
En resumen, somos los descendientes de las mentes que mejor erraban. Y esto es lo que explica que “los heurísticos” o sesgos cognitivos no sean meros errores, que debemos tratar de eliminar, sino también una condición de posibilidad, que debemos aprender a conocer y a manejar. Minimizando sus derivas negativas en nuestro contexto actual, donde ver leones o serpientes en la maleza (o peligros en el ateísmo o la inmigración) y presagios en las nubes (o en las tazas de café), puede resultar peligroso, tanto a nivel individual como colectivo.
Por ejemplo, el “sesgo cavernícola”, tal y como lo llama acertadamente Matute, de la familiaridad, que designa nuestra tendencia a fiarnos más de una cara familiar (que pertenece a nuestro grupo) que de otra desconocida (independientemente de lo que diga o desee) pudo ser un heurístico en una época peligrosa en la que la competencia entre tribus enemigas por recursos escasísimos podía ser brutal.
Sin embargo, no lo es tanto en nuestra época, más pacífica y abundante, en la que, además, los publicistas y los políticos se aprovechan de esta tendencia para hacernos creer en las ventajas de un producto por el mero hecho de aparecer asociado a una cara familiar (un deportista o un actor) o la verdad de un argumento por el mero hecho de ser repetido por un conjunto de “expertos” que aparecen cotidianamente en los medios de comunicación.
Continuará…