Las Islas Baleares, cuya población asciende a 1.150.000 habitantes, cada año recibe un promedio de 20.250.000 de turistas. La masificación causa graves problemas sociales y económicos, en perjuicio directo de la población local. Nadal Suau (Palma, 1980) –crítico literario, docente y escritor– ha seguido de cerca la evolución de este fenómeno y lo ha recogido en Temporada Alta (Editorial Sloper, 2019), una mezcla de crónicas, textos reflexivos, ensayos y anotaciones literarias acerca de Palma de Mallorca, la capital balear. Nadal Suau –que es también autor de Parapetos. Crítica literaria y cultural (2004-2008) (Lleonard Montané, 2010)– conversó con Pliego Suelto sobre los pormenores y detalles de su nuevo libro.
Temporada alta es tu segundo libro, que si bien parte de la crónica, no deja de ser un híbrido que aúna diferentes géneros para crear una visión caleidoscópica y personal de tu ciudad: Palma de Mallorca. ¿De dónde nace este impulso por repertoriar tu ciudad?
En realidad, la idea no es tanto hacer un repertorio de la ciudad como demostrar que tal cosa es imposible: si una ciudad merece ese nombre, se acabará mostrando indefinible, inasible. En cambio, si puedes reducirla a un eslogan o someterla a una señalética que delimite cuáles son sus “diez sitios imprescindibles” (una lógica de clickbait casi fascista, según la cual habría centenares de sitios prescindibles, sobrantes, excrementicios), cuáles son sus especialidades comerciales, qué calles hay que recorrer… Si puedes hacer eso, en fin, es que ya no estamos ante una ciudad. El peligro de las ciudades contemporáneas, en especial las turísticas como las del sur de Europa, es ese.
De modo que Temporada alta se plantea como todo lo contrario: no hay espacio prescindible, no hay vecino que no cuente, no hay un mapa definitivo… Esa misma lógica indica que no puedes agotar Palma (o Barcelona), no puedes reducirla a una guía. Yo trato de provocar esta sensación mediante estrategias estructurales y estilísticas, cambios bruscos en el punto de vista, en la escala de lo narrado, en la adscripción genérica (literaria o personal), etc.
Si el libro es un repertorio (y ahora que lo pienso tal vez sí) lo que agota es el catálogo de mis registros actuales como autor: cada cosa que sé hacer, o me divierte hacer, es ensayada aquí. Pero no hablaría, ni por asomo, de fragmentarismo: la arquitectura del libro ha sido minuciosamente planificada, y hay temas, motivos, imágenes y fraseos que van y vuelven de forma constante.
En una presentación del libro se me ocurrió compararme con un arquitecto que ha diseñado una pequeña plaza nueva para su ciudad. Allí conviven una pareja muy mayor con unos chavales bailando reguetón, tres porretas, una heladería, y puede que hasta un turista borracho que decida saltar desde el balcón de su piso de alquiler turístico…
A pesar de haber nacido en los 80 (década en la que se centra el aclamado cómic de los mallorquines Beltrán y Seguí, Historias del barrio), tú recorres un amplio período de tiempo que retrocede más allá de tu nacimiento y que abraza diferentes visiones-versiones de Palma, y que destacan la sobreexplotación turística actual. ¿El capitalismo lo ha fastidiado todo? ¿Existe, si es que puede denominarse así, “una esencia mallorquina” más allá del folclore para turistas?
Desconozco qué es “la esencia mallorquina” (es decir: quiero desconocerlo, niego la mayor). Este no es un libro sobre identidades, sino sobre vecindario, sobre convivencia y supervivencia de lo pequeño frente a lo grande.
En el primer capítulo, me refiero a una famosa escultura que Joan Miró donó a la ciudad durante la primera legislatura democrática, y establezco una especie de pasadizo simbólico con otra reproducción de la misma escultura que preside el hall de un think tank neoliberal en Washington (por cierto, en clave local, estoy bastante satisfecho de ser el primero que documenta esta coincidencia).
Lo que intento demostrar es que esa escultura, que tenía que celebrar y honrar la democracia, ha acabado siendo más bien metáfora del desembarco capitalista en Mallorca, reducida a reclamo para turistas. El problema, entonces, no es tanto si somos lo suficientemente mallorquines, sino hasta qué punto nuestras decisiones políticas tienen la capacidad de imponerse a un marco transnacional que se viste de sentido común y fatalismo: “Aquí vivimos del turismo, ¿si no, qué?”.
El drama es que es un fatalismo auto-cumplido. Ciertamente, a estas alturas no hay manera de encontrar alternativas sólidas al turismo, que, por otra parte y como cualquier otra industria del ocio, podría decidir un día que ya no somos un destino interesante, o incluso, de la mano de la tecnología o la climatología, podría mutar en otras formas que hagan innecesario desplazarse hasta una isla sucia y saturada para pasar calor.
En cuanto a mi mirada hacia el pasado, que incluye algunas notas laterales sobre mi propia familia, tienen un tono muy crítico: ¿y si la verdad del #mallorcaparadise fueran los guetos y la desigualdad? A mí me parece más que probable.
Desde el título pones el dedo en la llaga del turismo masificado que sufre la isla. En un artículo de La Vanguardia, Llucia Ramis lo considera un lastre porque “la mayoría de mallorquines no obtiene nada a cambio; simplemente va perdiendo espacio, y la posibilidad de alquilar o comprarse un piso en su propia ciudad o pueblo”. ¿La isla está condenada a estar siempre en temporada alta para los otros, los visitantes?
Como siempre, Llucia tiene razón. Hay que leer ese artículo.
En Temporada alta hay un chiste muy largo y muy malo, uno de esas bromas deliberadamente malas-buenas, que se refiere a eso en forma de parábola: el tiempo y la economía en Mallorca vienen definidos por la temporada turística.
Todo gira en torno a eso. La isla salió de la pobreza (si es que tal mito, el de la isla secularmente pobre, puede darse por bueno sin más) gracias al recurso fácil del turismo, financiado desde el estado franquista y desde los touroperadores extranjeros. Luego, tuvimos décadas de prosperidad para ser ambiciosos, imaginar alternativas, trabajar en otras direcciones que nos permitieran diversificar, ganar autonomía, forjar un tejido cívico mayor.
No se hizo. En cambio, cada año apostamos por lo mismo, o por variaciones de lo mismo. La temporada se alarga cada vez más, la industria turística y la especulación inmobiliaria depredan cada vez mayor territorio, se cuelan en nuestras viviendas, exigen mayor esfuerzo, demandan que sintamos los colores corporativos (porque un destino turístico acaba por convertirse en una corporación), etc.
La única solución que yo veo es el colapso, esa profecía que siempre está en el horizonte y hasta ahora nunca se ha cumplido. Pero, ¿quién dice que no lo haga en el futuro?
En Mac y su contratiempo, Vila-Matas escribe: “No había caído en la cuenta de que una isla siempre era única, diferente a todas las demás, y al mismo tiempo una isla no estaba nunca sola, pues había que encuadrarla en algo que llamémoslo seriado, en algo que paradójicamente se repetía en cada isla”. ¿Crees que Mallorca es el inicio o la continuación de una colonización en serie?
Hay una cita de Ballard en el libro, según la cual el sur de Europa es una sola ciudad en la que el futuro ya se ha materializado. Esto lo declaró en una entrevista, si no recuerdo mal, a finales de los noventa o los primeros 2000, y me parece más o menos vigente.
A Mallorca y a Palma la hemos escrito a menudo desde la nostalgia o desde sus particularidades, también desde sus conexiones con lo mejor de la cultura mediterránea. Es una tradición muy sólida que conozco bien, y amo. Pero si algo aporta Temporada alta, es una mirada a la ciudad y a la isla como nódulos de un paisaje global contemporáneo, homogéneo, arrasado, paradójicamente más vacío (de sentido) cuanto más lleno (de franquicias).
El reverso de todo eso es la esperanza, claro. Sin ir más lejos, escribir el libro es una forma de salvaguardarme y salvaguardar a mis vecinos. Por eso, el texto de la contraportada opone al aceleracionismo con Camus: la previsión casi cirujana del accidente de nuestro modelo económico con la fe en las personas, pese a todo.
Mencionas repetidamente que no te gusta viajar, que te cuesta salir de la isla. ¿Es una declaración de intenciones o una verdadera repulsión? ¿Prefieres seguir, en palabras de Voltaire, cultivando tu jardín a meterte en otros vergeles?
No me gustan los aeropuertos: dan la medida de lo que estamos dispuestos a soportar que nos hagan. No me gusta recorrer un lugar con prisas y una ruta de falsas obligaciones marcada durante tres o cuatro días que no tendrán más relato que el turístico. Otra cosa es que tenga amigos en otra ciudad, un trabajo que atender en ella, o un concierto o una exposición a los que asistir. Todo eso son extensiones de mi jardín, efectivamente, y en esas condiciones sí me gusta viajar. ¡Sobre todo, si puedo ir en barco!
Pero, en fin, ese acorde recurrente del libro sobre mis problemas con los viajes es un poco literatura, puesta en escena, y forma parte de una de las obsesiones del texto, a saber: el recordatorio de que todos somos turistas, cuando viajamos, pero también cuando compramos un mueble de Ikea. Y es que Ikea y el turismo responden a la misma lógica, como las redes sociales o Spotify: infraestructuras homogeneizadoras que se disfrazan de lo contrario.
Puede que Temporada alta sea muy crítico con el turismo, pero en cambio es una declaración de solidaridad, casi de amor, al turista, de quien no nos separa nada.
La figura del lector está muy presente, lo interpelas a menudo, haciéndolo cómplice de los cambios que sufre Palma. De hecho, en Temporada alta, escribes: “la identidad es una ficción pidiendo un reboot”. ¿Es una manera de apuntar que la culpabilidad, a la vez que la posible rendición, pasa por el individuo?
No hablaría de culpabilidad, pero sí de responsabilidad. Es una apelación a que nos hagamos responsables. También, una invitación a la autocrítica. Pensamiento crítico, creo yo, es sinónimo de pensamiento autocrítico. Lo demás es mera inquisición o ruido. Y creo que en el libro hay un autor (y una voz literaria, ambas cosas) que se mira al espejo, reconoce faltas, tentaciones perversas, contradicciones, etc.
Ese rasgo del texto es el que legitima que, por otra parte, pueda volverme al lector e interpelarlo con exigencia: ¿de verdad crees que puedes escapar de tu propia cuota de participación en todo esto que cuento?
Además, mientras escribía Temporada alta me asaltaba de continuo la preocupación por el lugar de enunciación, por la posición desde la que explico los dilemas de la ciudad: ¿qué tiene que contar un muchacho de la clase media acerca de Palma? ¡Pero si soy un representante del estrato más anquilosado de esta sociedad! Me parece que esa duda recorre todo el libro, y hasta me atrevería a decir que, en buena medida, todo él es una crónica de cómo dejé de contemplarme a mí mismo y comencé a escuchar otras voces: me convertí en un individuo que no se rinde porque sabe que hay cosas más importantes que él.
La isla de Mallorca es fotografiada por millones de personas cada año. Precisamente, las instantánteas se pasean y se recrean continuamente en todo tu libro (las alusiones a la búsqueda de Joan Massanet, a las fotos de Martin Parr, a las de Instagram y otras redes sociales), pero siempre desde una intencionalidad que va más allá de la simple postal turística. Parece que se plantea una inversión al concepto de postfotografía…
Sobre Joan Massanet y su exposición Being Landscape, hay algo importante que decir. Para entender con exactitud su papel en este libro, es absolutamente imprescindible leer las ‘Aclaraciones y agradecimientos’ del final.
Dicho esto, conozco y aprecio mucho el trabajo de Joan Fontcuberta, a quien he leído, y de hecho es muy oportuno citar su idea de lo postfotográfico a cuenta del papel de Instagram en la nueva arquitectura o, sobre todo, del pasaje dedicado a Massanet. Pero mentiría si pusiera la postfotografía en el verdadero centro de mi reflexión. De algún modo, en Temporada alta la fotografía es metonimia de algo mayor, a lo que llamamos capitalismo como podríamos decir “sentido común contemporáneo”.
En un territorio turístico, las fotografías tienen algo de privatizador, o de banalizador. Aunque yo mismo me pregunto en varios momentos: ¿y quién no privatiza o banaliza alguna vez al otro, a lo otro? Por ejemplo, en el último capítulo del libro visito Son Banya, el poblado gitano que ha abastecido a la ciudad de droga durante cincuenta años, y allí confieso mi tentación de fotografiar a sus habitantes y colgar las imágenes robadas en Instagram: ¿eso no habría sido comportarse como un turista de favela? Claro que sí. Al final no lo hice, cierto, pero ahí estaba el sentido común contemporáneo diciéndome, “pues anda que no iba a quedar fabulosa esta señora gitana como una pieza más de tu identidad digital, del personaje que te construyes cada día”.
A pesar de esta masificación, con un visitante perpetuo durante buena parte del año, ¿cómo ves el ambiente cultural? ¿Tiende a la endogamia o consigue aprovechar este tránsito continuo para abrirse a miradas plurales?
Hablaré de creación y de “conversación” cultural, porque pensar en clave de industria cultural me deprime, me pone de mal humor, y llama al sarcasmo. Y no creo que te interese escucharlo, además.
Pues bien, Mallorca es un lugar con una gran cantidad de talento individual. Es sorprendente hasta qué punto. Sin embargo, también es un lugar donde abundan los malogrados, el desperdicio de inteligencia o creatividad. Hay individuos, pero no tejido. O, si hay tejido, es un poco enfermizo.
Mallorca es demasiado pequeña, por ejemplo, para ejercer la crítica en condiciones. Normalmente, o hay silencio, o hay complicidades. Hay capillitas, infranqueables, a menudo arbitrarias o forjadas, en torno a claves identitarias estériles. Cuando se escucha una voz crítica, es habitual que tarde o temprano acabe mostrando la patita del interés personal, el rencor o el histrionismo. Todos participamos de estos problemas, tirar la primera piedra sería egomaníaco.
En estas condiciones, es difícil que el talento dé frutos, porque la crítica, es decir la interlocución respetuosa pero exigente (mejor, exigente porque es respetuosa), es imprescindible.
La isla crea una sensación continental un tanto absurda, como si la medida de tu propio éxito artístico (o social, que en el fondo es lo que suele perseguirse) pudiera ser Mallorca. Y eso es un disparate. Las instituciones, es decir el dinero institucional y las expectativas que provoca en la gente, son al mismo tiempo omnipresentes y ridículamente precarias: un pastel minúsculo, cuyo reparto provoca incomodidades continuas.
Los grandes inquisidores del debate público a menudo han caído en las mismas contradicciones que aquellos a quienes critican, o han surfeado por los despachos del poder mediante opacidades grotescas. La cultura en lengua castellana y la cultura en lengua catalana han mejorado mucho sus relaciones, aunque siguen dándose malentendidos. Lo que no creo que haya menguado es el clasismo, que por cierto tiene un impacto inevitable en la cuestión anterior. ¿Dónde está la novela forastera sobre Mallorca, ya sea en catalán o en castellano pero contando la inmigración del boom turístico desde dentro? ¿Dónde se escuchan, qué sé yo, las voces marroquís que viven con nosotros?
Y, sin embargo, insisto, cada año, cuando llega diciembre, miras atrás y la cosecha mallorquina de novela, poesía, edición, música o arte está muy por encima de lo que cabría esperar por las dimensiones de la isla y por las dificultades ambientales. Se hacen cosas realmente valiosas, muy abiertas al mundo sin perder las raíces.
Por otro lado, me pregunto si todo esto tiene algo de intrínsecamente isleño, o si más bien es extrapolable a Barcelona, Madrid, o cualquier otro lugar periférico. Porque, ¿alguien se cree de verdad que hay algún lugar de la península que escape de la condición periférica?
Además de profesor, eres crítico literario. Un crítico crítico, valga la redundancia, frente a una cada vez más frecuente crítica buenista que responde más a exigencias comerciales que a un diálogo con la literatura en sí. ¿Crees que ha habido un deterioro en la profesión? ¿Cómo ves el panorama de la crítica literaria en España?
Como dije, sospecho que parte de la anterior respuesta es aplicable a esta otra pregunta. Pero yo querría añadir que, al final, no es tan importante si el crítico es duro o no, si alaba o condena; más bien si comprende lo que lee o no. Parece una obviedad, pero todos hemos encontrado docenas de ejemplos de lecturas profesionales que no sabían con qué herramientas abordar el libro que tenían delante. Cuando eso ocurre, una alabanza no tiene ningún valor, ningún impacto.
Por lo demás, el panorama crítico “oficial” lo veo regular. No sé si hay panorama, y no sé si es crítico. Lo veo, sobre todo, poco influyente. Sé por experiencia lo difícil que es incidir en el sistema para lograr que ciertos libros, ciertas editoriales, logren la visibilidad que merecen.
Y hay un matiz importantísimo en todo esto: la precariedad en el ejercicio del oficio crítico es tan desmesurada, tan colosal, que resulta injusto esperar otra cosa.
Claudio Camarda
01/02/2021
Mallorca ha muchos lugares secretos, que ni los Mallorquines conocen.
Claudio Camarda
01/02/2021
Mallorca tiene muchos lugares interesantes, que ni los mallorquines saben que existan.