Nuestros colaboradores Begoña Méndez y Josep Maria Nadal Suau han cubierto para Pliego Suelto las Converses Literàries de Formentor, que tuvieron lugar entre el viernes 20 y domingo 22 de septiembre en Mallorca. Unos encuentros, ya legendarios, que en esta edición llevaban el singular título de “Monstruos, bestias y alienígenas”. En la siguiente crónica, Begoña Méndez nos cuenta, de forma distendida y panorámica, los pormenores de las actividades, charlas, anécdotas y el punto central del evento: la entrega del Premio Formentor de las Letras 2019, concedido a la escritora francesa Annie Ernaux.
No llegué a la entrega del Premio Formentor 2019, otorgado a Annie Ernaux (Normandía, 1940). Para compensar, estuve con ella en el ascensor. Me impresionó su piel tan delgada, casi transparente, su cuerpo tan pequeño. Me pareció una mujer preciosa y discreta, como si todavía fuera la provinciana desconocida a la que ningún editor se arriesgaba a publicar. En su rostro, vi la dignidad de una escritora preocupada por la legitimidad de su literatura y que decide ofrecerse ella misma como garantía.
Basta Memoria de chica (2016) para certificar que es verdad que pone su cuerpo y su conciencia al servicio de una más que legítima indagación literaria: Ernaux observa una cicatriz antigua en su cuerpo y le pasa el dedo por encima. Luego evoca el momento en que se le abrió esa herida. Y, más tarde, la reabre para ensayar métodos nuevos de sangrado y de cura. Da igual que su anécdota no sea la nuestra, aunque seguramente sí lo sea: revisa su primera experiencia sexual y la disecciona hasta revelar su condición resbaladiza, turbia, difícil.
La primera vez es un espacio ambivalente de encuentro con la libertad, un territorio de ruptura con la infancia. La escritora normanda habla de la sorpresa de sentirse deseada, de la brutalidad de ese deseo, del poder subyugante del hombre, del desprecio del entorno: de virgen a puta en un par de gestos, la monitora más joven y marrana del campamento de verano.
Reconstruye el recuerdo personal porque quiere llegar a la raíz de un malestar que no se le pasa, una inquietud que la traspasa y que también nos mancha a nosotros: quién no ha estado alguna vez en ese lugar ambiguo donde el sexo se hace violencia, donde la mujer es un cuerpo desamparado que se abandona a esa cosa rara que es la exaltación sin nombre.
Ernaux escribe para volver en sí y comprender qué ha pasado; escribe para coser y descoser puntos de sutura, puntadas magistrales que cortan la hemorragia pero que, sobre todo, hilvanan un posible camino para comprender por qué es tan importante pensar en los cuerpos como en geografías políticas, por qué es tan importante escuchar qué tiene el feminismo que decir al respecto. Porque el feminismo no es una moda ni hace el mundo más aburrido, como opinó el señor Félix de Azúa aquí, en Formentor, sino que, muy al contrario, desestabiliza lugares comunes y verdades adquiridas, para abrirse a la complejidad de las condiciones femeninas.
Contra los mitos simplificadores en los que se han recluido las voces de las mujeres, libros-bomba como Memoria de chica de Annie Ernaux. Quiero un ejército de mujeres problematizando la realidad, quiero sus cuerpos agigantando el mundo inexplorado que aún nos queda, las quiero monstruosas y extraterrestres y fieras y bestias y ogros muy ogros.
“Señoros”, insectos iletrados, migalas y otredades…
Con el título de “Monstruos, bestias y alienígenas”, este Formentor se me ha revelado como un ser deforme de muchas cabezas. El estómago, casi siempre, lo hemos puesto nosotros, los otros, los insectos iletrados. Así nos miraba, desde lo alto del escenario, la élite cultural, lo que yo, sin ambages, denomino “señoros”. Qué harta estoy de ellos, qué cansada estoy de decir que ya no los aguanto más.
Están por todas partes: pesados, autosatisfechos, panzones, aburridos, atiborrados de una sapiencia que no les sirve para nada porque no saben ni por dónde comenzar para tratar de entender el mundo. No se han dado cuenta de que el siglo XX ya fue, pero que de verdad ya fue, me dan ganas de decirles mientras los agarro por las solapas de sus americanas de lino para agitarlos un poco.
Manuel Vilas fue la excepción que confirmó el inefable sopor que me provocaron los ponentes. Vilas no fue frívolo ni engreído. Al contrario, fue fresco y divertido. Me emocionó su compasión hacia la vulnerabilidad de los hombres, el manejo exacto de las risas y las veras. Exhibió un humor salvífico, como la novela sobre la que habló: Amado monstruo (2006), de Javier Tomeo.
Para hacer frente al leviatán señoro, Formentor se llenó de escritoras que hicieron realidad “las foscas quimeras de mi ilusión”, mi ejército soñado. El sábado por la mañana se me fue el santo al cielo en la piscina del hotel, pero llegué a tiempo para Inma Monsó, que habló de “La Migala”, de Juan José Arreola. Un relato que sitúa lo monstruoso en el horror de lo que está por venir, en lo que se larva invisible y lejos de nuestro control: la migala es el bicho que testimonia nuestro presentimiento de muerte.
Después apareció Cristina Morales. Prodigiosa, exuberante, vino con el cuerpo entero politizado a deslumbrarnos con su lectura de El bosque animado (1943), de Wenceslao Fernández Flórez. Dijo muchas cosas que no anoté porque estaba arrobada escuchándola, pero recuerdo que señaló la necesidad de alterar la alteridad, de dinamitar dicotomías empobrecedoras. Nos advirtió que decir ‘naturaleza’ y oponerla a la palabra ‘humano’ significa generar otredad, levantar un muro peligroso, a un paso de desentendernos de lo que está más allá de los intereses humanos.
Morales nos invitó a buscar, como escribió Fernández Flores, “lo que en nosotros hay de animal encorvado, lo que hay de raíz de árbol, lo que hay de rama y de flor y de fruto, y de araña que acecha”. Llevaba una camiseta con plumas de ave magnífica y se vendió dos fanzines a 20 euros el ejemplar para la caja del casal que estuvo al borde de ser desalojado. Todos le dijeron que podría haber sacado mucho más dinero. Luego cogió un avión porque prefería estar con sus compañeros agredidos por las fuerzas del orden en ese desahucio frustrado.
Ida Vitale, problemas distantes
Eran las 12 cuando me escapé a la sala de prensa porque quería escuchar a Ida Vitale, verla de cerca, observar su cuerpo diminuto, sus manos portentosas, oír la cadencia de su acento montevideano, dejarme llevar por la envoltura de voz. Pese a sus 95 años es una mujer muy lúcida y muy coqueta con unas ganas locas de hablar de sí, de contar su vida. Arrancó tímida, pero poco a poco se fue animando. Le dieron un vaso de agua y lo agarró con las dos manos, como una niña.
Habló maravillas sobre José Bergamín, “un profesor a tiempo completo”, generoso, entrañable y muy solo. Habló menos bien de Juan Ramón Jiménez, de quien dijo que “era un profesor que enojaba a sus alumnos”. También dejó caer, lo dijo encogiéndose de hombros y con una sonrisa intermitente y a medias, que Juan Ramón sentía cierta envidia del amor que los alumnos profesaban a Bergamín. Tanto fue así que el poeta, muerto de celos, escribió una carta a Ida donde le alertaba de las artimañas de seductor que se gastaba el señor Bergamín: la uruguaya lo contaba este sábado “partida de risa” porque le parecía imposible que José, ese hombre detrás del profesor, pudiera ser de algún modo peligroso.
Narró su exilio en México, anécdotas que están en Shakespeare Palace (2018) y salpicó su relato con reflexiones de anciana sabia, como que escribía poesía porque “siempre hay que tener una tarea a mano” o que el poder para gobernar nuestra existencia es muy limitado: uno va encontrando cosas y poco más puede hacerse al respecto. Explicó que, para su nuevo proyecto literario, “una cosa que será o no una novela”, necesitaba regresar a casa y confesó, resignada y casi divertida, que “los años no ayudan a escribir”.
Alguien le preguntó acerca del feminismo y respondió que le parecía “un problema a distancia”: algo que podía reconocer pero que no le concernía. Su actitud no me sorprendió. Ida Vitale fue la única hija de un matrimonio culto y acomodado, una niña querida en una casa llena de libros. Pudo estudiar y pudo viajar, nadie le puso trabas cuando decidió escribir. No necesitó ser un cuerpo politizado, porque siempre tuvo voz.
Más tarde, con la rueda de prensa terminada, una periodista se lamentó de la poca empatía de la uruguaya con la causa feminista. Le di la razón mientras me recordaba por dentro que yo fui adolescente en los 90: una época en que las chicas creíamos, en que yo creía (qué tonta y qué ingenua, por diosita) que ser feminista era una cosa muy antigua y que ya no tenía sentido. Por eso, no seré yo quien otorgue inocencias o culpas, ni se me ocurriría jamás tirar la primera piedra.
Marta Sanz, Elisa Victoria, Sabina Urraca, Edurne Portela y…
…Yung Beef
El sábado, antes de comer, me dio tiempo de escuchar a Marta Sanz, infalible siempre. Nos alertó del poder de las palabras para intervenir en la realidad y se calzó unas bailarinas de color rosa palo para comentar los Crímenes bestiales (2006), de Patricia Highsmith, una excusa para recordarnos cuán necesario es decir los crímenes de los hombres. Comí carne y bebí vino tinto. Nada de postres.
Por la tarde, Elisa Victoria me descubrió El enebro de Barbara Comyns. La protagonista es una mujer con el rostro cruzado por una cicatriz, una madre soltera de un bebé negro: dos seres no normativos tratados con crueldad, expulsados y cada vez más lejos de las fronteras humanas. Elisa Victoria me hizo llorar cuando dijo esta maravilla: “si intento demasiado fuerte comportarme como un ser humano, me sale mal”. Cené langosta y queso y tomé vino blanco. Luego bajé a los jardines: los periodistas charlaban, los intelectuales gritaban cosas sobre Ortega y Gasset. Todavía quedan poetas hippies que se retiran porque quieren fumarse un joint.
Este año nadie ha asaltado el bar: Civilización Occidental. Las Converses discurren sin dificultad en el marco incomparable de Formentor, pero mi capacidad de espanto no disminuye. No se me quitan de encima las voces engoladas escuchándose a sí mismos, mientras nos perdonan la vida a nosotros, tristes ignorantes. No se me van de la cabeza los suspiros de un hombre que por la mañana se lamentaba de que ya nadie va en busca de la belleza, que se preguntaba, como riñéndonos, por qué será que nos da tanto miedo la belleza… en un aparte, una amiga me dice que ese señor no conoce a Yung Beef y yo estoy totalmente de acuerdo. Ese señor no sabe nada del místico español más importante del siglo XXI. Y aunque sé, ya me lo dijeron el año pasado, que este no es lugar para pedir seriedad intelectual, me parece que la banalidad se hace todavía más patente e insoportable en el paraíso.
El domingo por la mañana tomé mucho café negro. Después bajé a la carpa a escuchar a Sabina Urraca. Habló de Clavícula, de Marta Sanz, de la enfermedad autoinmune, del cuerpo atacándose a sí mismo, del dolor alienígena que se abre paso en la carne, de lo otro que nos ocupa, de la literatura que exorciza y que convoca lo monstruoso, de textos sin piedad que nos convierten en «un cuerpo puesto contra las cuerdas».
Edurne Portela me empujó a comprarme Memorias de una superviviente (1974), de Doris Lessing: una mujer sola en su habitación haciendo frente a un mundo devastado. Una mujer que adopta a una niña con una mascota extraña. Una casa refugio donde, sin embargo, emerge el ello: una presencia inquietante y difusa, lo desconocido que se gesta en el interior de los cuerpos y del hogar familiar.
Después habló un señor de cuyo nombre no puedo acordarme, que me hizo tomar una nota mental: “borra de tu futuro libro la palabra abismo”, un propósito que ahora no estoy segura de poder cumplir. Comí hamburguesas y empanadas y me amorré al vino blanco. Hacía calor y para las ponencias de la tarde me senté en el césped, fuera de la carpa. Ya no tomé ni una nota más.
Annie Ernaux y el olor de jabalí
No llegué a tiempo para la entrega del Premio Formentor, pero durante el trayecto hacia el hotel leí el discurso de Annie Ernaux. Me impresionó su forma de narrar cómo en su adolescencia interiorizó “la división social del mundo, la fractura económica y cultural entre capas dominantes y dominadas de la población”, cómo “la actitud más corriente es la negación del conflicto porque el éxito escolar, celebrado como un milagro por el entorno, es promesa de un porvenir abierto y libre”.
Sin embargo, sus compañeras de bachillerato, “en su mayoría de familia burguesa”, la convencieron “de su incapacidad y su ilegitimidad para emprender estudios superiores”: el relato de Ernaux me dejó sin aliento.
Llegamos al hotel, aparcamos. Nos dieron la llave de la habitación. Mi marido se duchó, a mí me dio pereza y además íbamos a llegar tarde para todo, incluso para las copas de después de la cena. Estaba cansada, tenía la regla. Llevaba todo el día fuera de casa. Por la mañana, trabajé en la escuela de adultos de Manacor; por la tarde, estuve en la de Campos, donde imparte clases mi marido: lo esperé escribiendo en un aula vacía. Cuando terminó su trabajo, los dos partimos hacia La Fiesta de la Literatura. Cuando llegamos al hotel Formentor, olía a sudor, pero no me apetecía ducharme: estaba cansada y me dolía el vientre.
Me puse mi vestido rojo de Purificación García y me pinté los labios. Me miré las uñas, tirando a sucias y medio despintadas. Entonces me di cuenta del panorama. Supe que ni mi vestido ni mi educación de escuela pública, que ni siquiera mi sueldo de funcionaria podría derribar jamás los muros de esa otredad insuperable: el prestigio del pijo, su exquisita formación burguesa, su profunda satisfacción. Ni siquiera la ducha que no me di habría ocultado que mi piel huele raro cuando me sacan de mi mundo.
Eso es lo que pensaba el viernes por la noche. El sábado por la tarde, mi espíritu había cambiado gracias a la ponencia de la escritora Elisa Victoria. No hubo cuerpo político más subversivo que el suyo, ni discurso más agitador. Su intervención se convirtió en un ejercicio de contrapoder a partir del momento en que confesó al público que exudaba olor de jabalí.
Fue inmediato: sentí que esa confidencia era lo más importante que había escuchado yo en todos mis años de Formentor. Me vine arriba y pensé que qué necesario era que ella estuviera allí, que yo estuviera allí, porque nosotras, las huestes hediondas de la clase media, teníamos el deber de desacomodar, de infectar la cultura complaciente y morder a la intelectualidad condescendiente.
Pienso que, con todas mis contradicciones y conflictos, está bien asistir a las Converses de Formentor, que habrá que volver el año que viene para constatar si es verdad que hay un plan transhumano y bestial para desarticular lo pijo con nuestra peste.