Yo me considero una especie de asistenta al servicio
del director, que es mi señorito.
Rafael Azcona
Desde finales del siglo XX, las relaciones de más o menos buena vecindad, de celos y tolerancia que ha habido entre cine y literatura, se han convertido en un tema ineludible para cualquier escritor. Si el novelista aún subsiste como figura comercial, es en buena medida porque se ha transformado en un argumentista de lujo para el cine1.
Lo queramos o no, el cine ha usurpado en el siglo XX la posesión que ocupara en el siglo XIX la novela como principal arte narrativo de la humanidad, y sería hipócrita no hacer referencia a él en esta columna.
Aclararé de entrada que no soy cinéfilo. No entiendo de cine. A lo mejor porque cuando voy al cine no veo cine sino literatura. Es decir, no entiendo nada de encuadres, de iluminación, de racords, de movimientos de cámara, de zooms ins y zooms out, etcétera. En cambio, entiendo bastante de personajes, conflictos, articulación narrativa.
Es una deformación profesional que me excusaréis y que explica mi preferencia por las películas más literarias.
Sin embargo, admiro lo metódico que puede llegar a ser el cine.
La industria cinematográfica ha descompuesto el proceso creativo en diferentes partes y ha adjudicado cada una a los correspondientes especialistas: los escritores que se encargan del guion, los actores que dan voz y cuerpo a los personajes, los estilistas concentrados en el vestuario, quienes se dedican a buscar localizaciones, el director, el montador, el productor…
Para mí, ese rigor creativo y de método es su gran acierto y es donde, en el ámbito de la creación de ficciones, le ha ganado la partida a la literatura.
El cine es, en definitiva, una maquinaria de creación artística extremadamente sofisticada y eficiente. Y comparar la capacidad de un novelista con la de esta industria es como comparar a un hombre-orquesta con una orquesta.
El novelista hace él solito lo que todo un equipo de rodaje.
De entrada, tiene que ser buen actor. La novela es una especie de película mental donde uno interpreta todos los personajes. Lo que hacen Alfredo Landa, Paco Rabal, Juan Diego y otros, de manera conjunta, en Los santos inocentes (1984), pongamos por caso, lo ha tenido que hacer antes Delibes, sin ayuda de ningún tipo, en su cabeza.
También ha de tener cualidades de guionista.
No basta con crear personajes. Hay que saber construir con ellos situaciones que articulen una buena historia y que progresen naturalmente hasta un desenlace coherente.
Además nos corresponde el trabajo de localizadores y estilistas. Recrear el mundo físico. Lidiar con paisajes, arquitecturas, objetos. Vestir hombres y mujeres.
A ese nivel, muy pocos han conseguido la definición del cine. Los naturalistas son quienes más atención han prestado al aspecto descriptivo del género. Blasco Ibáñez sería un buen ejemplo.
Por supuesto, el novelista hace también su propio montaje. Es un montaje literario, pero montaje a fin de cuentas.
Y la guinda del pastel: encima le exigimos ser buen prosista, una obligación que siempre me ha parecido abusiva.
Un novelista no tiene necesariamente que ser un escritor excelente, sí eficaz. Y aprovecho para recordar que el novelista es alguien para quien escribir no es un fin en sí, sino un medio para algo más: crear un mundo imaginario.
Es por ello por lo que hay grandes escritores que no son necesariamente buenos novelistas, y también grandes novelistas que no son necesariamente excelsos escritores.
Los ejemplos de ambos casos abundan.