A raíz de la publicación de Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras (Clásicos Hispanos) de Diego de Torres Villarroel, su editor, Jordi Bermejo, nos aproxima a uno de los escritores más singulares y polémicos del siglo XVIII. A pesar de que ha sido tradicionalmente invisibilizado por el canon literario español, también es cierto que desde la crítica de hoy su figura despierta un considerable interés. La obra de Villarroel puede considerarse un antecedente de tendencias actuales como la autoficción, las “literaturas del yo”, el remake e, incluso, la autoayuda. «Fue un hombre moderno en quien pudo convivir un cierto pesimismo barroco con el cinismo de un libertino intelectual y el cálculo propio de la conciencia burguesa», sintetiza un pasaje de Breve historia de la literatura española (Alianza Editorial, 2014).
El primer cenáculo hispano de ideas ilustradas intentó censurar a Diego de Torres Villarroel (1694-1770) con el mismo vigor con que el pueblo llano lo adulaba y le pedía autógrafos en las posadas del Camino de Santiago. En esos cenáculos se presentó al salmantino como un charlatán anacrónico, pseudocientífico, supersticioso y melancólico. Puede que por esa primera recepción negativa, la historia de la literatura haya olvidado a menudo a Torres Villarroel.
Quizás porque “su estilo es una prolongación del de Quevedo” o porque “no aportó nada en un tiempo en el que toda Europa rezumaba razón ilustrada”. Al fin y al cabo, todo el siglo XVIII se explica como ilustrado y se olvida todo lo que no lo fuera. Autores como Antonio de Zamora, José de Cañizares, Gerardo Lobo o, sobre todo, Diego de Torres son hombres sin época, tal y como lo describió en su momento el crítico Ramón Andrés.
Torres Villarroel demostró un talento innato para adaptarse a la época que le había tocado vivir. No en vano fue el primer autor español que vivió exclusivamente de su escritura. Este hecho, insólito en su momento, le permitió ascender desde una familia humilde al escalafón de escritor asociado a la burguesía.
Este dato sintetiza gran parte de su biografía y de su obra. En especial de Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras (1743). Una novela que es la palabra de un hombre orgulloso de sí mismo en cada uno de los vuelcos que le da la vida. Aunque eso no significa que debamos creernos todo lo que allí nos dice. En absoluto. Torres Villarroel miente siempre, como lo habían hecho y todavía hacen quienes escriben novelas. No puede ser de otra manera: mentir para mostrar la verdad.
Lo realmente novedoso en el caso de Torres Villarroel es que, por primera vez en el mundo literario hispánico, Lázaro de Tormes, don Quijote, Sancho Panza o el Buscón “se llamaban” Diego de Torres Villarroel, igual que el autor.
Torres se convirtió a sí mismo en el personaje protagonista de su novela. Un gesto inusual que le aportaría mucha fama y dinero.
Torres Villarroel fue una suerte de estrella mediática de su época, no solo por su novela, sino ya desde la publicación de sus primeros pronósticos y adivinaciones. Una actividad literaria muy lucrativa que explotaba las supersticiones y las murmuraciones que tanto atraían al vulgo iletrado del momento.
Por lo demás, como a su maestro confeso –Quevedo–, la fama póstuma y el honor le hacían reír. Su ambición era en todo caso más mundana y vinculada con la realización personal y con su presente.
Yo trabajo para salir de la vida; el que quisiere la posteridad que la sude (y qué sabemos si el mundo irá de mal en peor); por antojo de otros no he de aventurar el caudal y la cabeza. No deseo que me aprecien, sino que me compren.
Con todo, esa visión mercantilista que tuvo de la literatura –un gesto que ha de ser visto desde hoy como algo extraordinariamente sincero y moderno– que planea sobre toda la biografía y la obra de Torres Villarroel ha de entenderse también como un intento del autor por divulgar una concepción del hombre alejada de toda trascendencia cosmológica y de toda perfección ética y moral.
En un tiempo en el que predomina una cierta euforia racional y en el que se depositan considerables dosis de esperanza en la educación en la bonhomía del individuo, Torres Villarroel reconoce:
Fui bueno porque no me dejaron ser malo; no fue virtud, fue fuerza. En todas las edades necesitamos de las correcciones y los castigos, pero en la primera son indispensables los rigores.
La defensa a ultranza de la individualidad podría confundirse, en el caso de Villarroel, con un cierta concepción egoísta y competitiva de la existencia, donde el instinto de supervivencia juega un papel central. Con todo, en Torres, dado su origen humilde, ha de verse como una suerte de lucha y afán liberador respecto a las constricciones de clase:
Desengáñense ustedes, señores cabalgaduras, que nadie tiene poder para hacerme infeliz: mi ventura la tengo encerrada en el puño, y ninguno puede abrirme la mano.
El esfuerzo, el sacrificio, la tenacidad y la responsabilidad con su propio trabajo en aras de conseguir unas mayores cotas de libertad individual es un aspecto de Villarroel que ha pasado desapercibido entre los críticos literarios desde la publicación de Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras. En este sentido, Torres Villarroel dejó bien claro que él mismo era el ejemplo empírico de que el hombre se hacía y se debía hacer a sí mismo. Llegando al extremo de afirmar:
Torres no teme más que a Torres: yo solo puedo hacerme mal.
Para muchos, su barroquizante estilo fue también su pecado.
Según otros, no consiguió reflejar en sus obras la complejidad de la conducta humana, aunque como puede verse en Vida… –y, especialmente, en Visiones y visitas, donde el personaje de Torres es acompañado por un Quevedo resucitado en un paseo por Madrid– Villarroel deja testimonio explícito de la incoherencia ética de la propia vida como rasgo definitorio del ser humano moderno.
Torres Villarroel, extremadamente crítico con sus semejantes, renegó del armazón moral que según Gracián exigía coherencia entre el ser y el parecer. El mundo que pisaba le había demostrado que las ideas absolutas, que teóricamente habían hecho avanzar a la humanidad, eran tan efímeras como espurias. Quizás su propia experiencia vital hizo que adquiriera una concepción terrenal y material de la vida y la existencia. Un devenir en el que el vicio –y no tanto la virtud– se erige en el elemento igualatorio de todos los individuos.
Vamos, buenos amigos, muriendo sin sentir, pues sin sentir no morimos, fuera horrores, que solo atemorizan y no enseñan.
Respecto a la muerte, cuando ha de recapitular sobre el fin de una vida, es visible un cierto estoicismo en su escritura. Un estoicismo, no obstante, purgado de toda trascendencia:
Iba corriendo mi vida como la del más dichoso, el más rico y el más acompañado, pues para todos vienen las pesadumbres y los gustos, la salud y la enfermedad, el ocio y el entretenimiento, la miseria y la abundancia, porque la vida del más feliz y el más desgraciado está llena de obras y faltas, alteraciones y serenidades, tristezas y alegrías, y con todo, se vive hasta la muerte.
Como colofón diremos que la prosa de Torres Villarroel es, quizá, la mejor manera de aproximarse a la literatura de los dos primeros tercios del siglo XVIII. Una escritura precisa, pero no fría, ilustrativa, pero no ilustrada, viva, y nunca idealizante. Y, por encima de todo, leer a Villarroel es un modo privilegiado de acercarse a la existencia cotidiana y a la vida de la calle de esa época.
Con todo, hemos de saber aceptar el juego del engaño –mejor dicho, del artificio del arte– que hábilmente nos propone Torres Villarroel. No hemos de interpretar literalmente ese juego, pues, como en todo juego, es fundamental saber leer entre líneas y escoger la mejor opción que el texto sugiere.