Entrevistamos a Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) a propósito de la reedición, ampliada y revisada, de su recopilación de artículos No leer (Anagrama, 2018). El libro es una colección sui generis de filias, fobias y caprichos, proyectos frustrados y reflexiones, donde se elogia la lectura. Zambra, en diálogo con Pliego Suelto, también nos habla de la crítica, de la poesía, de Bolaño, de sus guiones cinematográficos, de la dictadura de Pinochet, de la infancia y la memoria. Entre sus obras destacan: Mis documentos (2014), Formas de volver a casa (2011), La vida privada de los árboles (2007) y Bonsái (2006).
Tu apelativo “literatura de los hijos” ha calado hondo, pues describe una posición particular respecto al oficio del escritor que propone una reflexión sobre Chile y, más concretamente, sobre la época dictatorial de Pinochet. Según tu opinión, ¿por qué se da este fenómeno de “la literatura de los hijos” en los últimos años en la narrativa chilena?
No lo sé, supongo que varios escritores escribimos, más o menos al mismo tiempo, libros que queríamos leer. En mi caso era imposible hablar de la infancia sin hablar de la dictadura. Se me confundían, se me confunden todavía. Es como ese poema hermoso de Jaime Gil de Biedma, «Intento formular mi experiencia de la guerra». Cuando era niño, por ejemplo, los adultos no me gustaban: me parecían aburridos, tristes, lacónicos, impacientes, porque no veía con precisión el miedo, la desconfianza, el dolor, la tristeza.
Seguramente, desde hace muchísimos años, quizás desde los veinte, dejé de entenderme o de verme como un hijo. Creo que escribir Formas de volver a casa fue justo un modo de intentar reelaborar ese lugar o la posibilidad de ese lugar.
Ese libro es, para mí, más una novela sobre tensiones e imposibilidades que una novela a favor de los hijos. O sea, el problema de volver a casa es que ya no sabes cuál es esa casa, porque la casa de la infancia ya no existe, y la casa que de adulto quisiste construir o habitar, se vino abajo, fracasó.
En Formas de volver a casa, Chile se presenta como una herida abierta que supura. ¿De dónde viene esta necesidad de tomar el país como personaje?
De habitar el país, de intentar habitarlo. Al escribir siempre recorres, de ida y de vuelta, y a veces varias veces, el camino que va del yo al nosotros.
Anagrama reedita, diez años después, No leer. ¿Cómo fue el proceso de relectura de los artículos? ¿Qué criterio seguiste para seleccionar las nuevas incorporaciones?
Es un libro que nunca escribí propiamente. Publiqué un montón de artículos en diarios y revistas y luego, hace diez años, Andrés Braithwaite los leyó todos y me convenció de armar este libro. Había material para un mamotreto, pero él hizo un libro bien flaco. Así que si encuentran el libro malo puedo asegurarles que pudo ser considerablemente peor… Disfruto los procesos de edición, ese diálogo intenso, puntilloso e inevitablemente apasionado.
Esta nueva edición la engordamos un poco con artículos recientes, que no son muchos, porque hace ya unos años que dejé de colaborar periódicamente en la prensa, además de otros que andaban en el limbo. El criterio fue sumar solo textos que se integraran de forma natural a las secciones. Igual, para mí, sigue siendo el mismo libro.
El título, por su carácter prohibitivo, es desde un principio ya muy tentador. Además, leyéndote, percibimos tu afán por desligarte de una crítica más académica…
No tengo ningún conflicto real con la academia, salvo que evito a toda costa el metalenguaje, aunque no siempre lo consigo.
Lo veo como un desafío estilístico: evitar las conceptualizaciones previas, no imponer barreras innecesarias, atreverse a pensar de nuevo lo que creías ya saber. Tal vez: atreverse a que piensen que no sabes lo que sí sabes. Y atreverse a desconfiar de uno mismo, sobre todo.
El mundo de la crítica literaria me interesa tanto como la literatura misma. Nunca leo a un crítico en busca de su opinión, lo que me interesa (o no) es su escritura. Para elegir mis lecturas me guío por el instinto, nada más.
Este “no leer” del título va implícitamente ligado a un “no escribir”. De hecho, explicas que te convertiste en escritor porque previamente fuiste un lector. ¿Uno siempre escribe lo que le gustaría leer?
Para mí ha sido así. Mucho antes de que me interesara la literatura, me interesaban las palabras. El lenguaje, pongamos, para que suene menos naif. Y supongo que hubo un tiempo, no necesariamente la adolescencia, quizás unos años más tarde, en que esto se volvió para mí en un problema: cómo hablar. Una tendencia al tartamudeo, al silencio. Y, entonces, yo asocio la literatura a una cierta disposición palabrera, de goce, de expansión, que me vino después, y que disfruto, y a la que ya no podría renunciar.
A lo largo de esta recopilación hay una gran presencia de reflexiones en torno a la poesía. Tú mismo te iniciaste en la escritura con poemas. ¿De dónde nace tu interés por este género?
Creo que fue consecuencia de mi gusto por las palabras y los chistes y los relatos de sueños. En realidad, lo que originalmente me gustaba eran los momentos de esplendor lingüístico, que no eran frecuentes, porque imperaba una opacidad marcial, un silencio/ silenciamiento. El verdadero brillo del lenguaje era excepcional e imprevisto.
En un artículo sobre Onetti concluyes: “no escribía para hacer literatura, sino para acercarse –y acercarnos– a las preguntas que nadie puede contestar.” ¿Qué entiendes por “hacer literatura”?
Hay escritores que escriben libros porque se espera de ellos que escriban libros. Y hay otros que escriben por voluntad de indagación y porque escribir les proporciona placer. Eso no los convierte necesariamente en mejores, pero a mí me gustan más. Y sí, la literatura contesta generando más preguntas.
Bolaño es una figura muy presente en tus artículos. ¿Cómo piensas que ha influido su aportación en los escritores actuales?
Uf, de muchas maneras. Sería difícil ponernos de acuerdo, por ejemplo, en el significado del adjetivo «bolañiano». Eso, en sí mismo, de algún modo demuestra el valor de su obra. Por lo demás, hay quienes lo leen con religiosa seriedad, como repasando la Biblia. A mí, por el contrario, los libros de Bolaño me han hecho reír y llorar a gritos. Bueno, no sé si llorar a gritos, más bien silenciosamente, pero reír a gritos, sí.
En el artículo “La novela que perdí” haces referencia a la adaptación cinematográfica de tu novela Bonsái. ¿Al pasar al cine se tiene esta sensación de pérdida del texto propio? ¿Cómo han sido tus otras experiencias en el medio cinematográfico?
Cuando publicas un libro lo pierdes, esa es justo la gracia de publicar un libro. Y ver un libro tuyo convertido en película es perderlo todavía más. Perder, por ejemplo, la indefinición de los rostros, la hermosa vacilación del espacio imaginado.
Es como ver a tu ex esposa con su nuevo marido. Y aunque cueste, hay que admitir que parecen felices, hay que tratar de quererlos. Un poco así fue mi experiencia con la adaptación de Bonsái.
Luego escribí yo mismo un guion basado en mi cuento «Vida de familia». La película la dirigieron Alicia Scherson y Cristián Jiménez, y aprendí un montón trabajando con ellos. Fueron generosos, a pesar de que por momentos me comporté como el típico guionista controlador e intransigente. Me perdonaron, creo.
Recientemente rodé un corto titulado Todo el cuerpo, que estamos editando con Fernando Lavanderos, espero que lo terminemos este año. También con Lavanderos escribimos el guion de su próxima película, La hierba de los caminos, que fue una experiencia totalmente distinta, porque la idea y la historia eran suyas. Yo trabajé dándole forma a sus obsesiones. Me gustó mucho esa manera de colaborar.
Probablemente, en el cine, lo más parecido a escribir se dé en el montaje. El guion es un borrador, o el borrador de un borrador, la expresión de un deseo de obra. Cuando comenzamos el montaje de Todo el cuerpo, abría Final Cut con la misma ansiedad con que abro Word.
Fue genial dirigir, pero fue un experimento. A veces se me ocurren películas, pero me las aguanto. Por ahora concentro mi energía en los libros que estoy haciendo.