Tras el éxito de su primera novela, Nefando (Candaya, 2016), Mónica Ojeda (Ecuador, 1988) vuelve a la carga con Mandíbula (Candaya, 2018), un universo de perversiones adolescentes y fascinación por la violencia en un exclusivo colegio del Opus Dei. En esta entrevista, la joven narradora reflexiona sobre el horror y la monstruosidad, el miedo, el deseo, las relaciones de poder, el grito y el dolor. Actualmente vive en Madrid, donde cursa un doctorado en Humanidades sobre literatura pornoerótica latinoamericana. Ojeda ha sido incluida en la lista de Bogotá 39-2017, que recoge a los 39 escritores latinoamericanos menores de 40 años con más talento y proyección de la década.
En Mandíbula vuelves a sumergir al lector en una atmósfera donde destaca el horror y la monstruosidad. El título recuerda el género cinematográfico del terror, ¿por qué lo has elegido?
La mandíbula es un símbolo potente que gira en torno al deseo y a la violencia.
Uno de los epígrafes que abren la novela es de Lacan: “Estar dentro de la boca de un cocodrilo: eso es la madre”. Las cocodrilas guardan a sus crías en el interior de las mandíbulas, esas enormes máquinas para triturar, con el fin de protegerlas. Pero claro: está el riesgo de que se las coman.
Siempre encontré fascinante el contraste subyacente en esa metáfora lacaniana. Creo que las relaciones pasionales se parecen mucho a eso.
Como ocurre en Nefando con la deep web, en Mandíbula, en torno al universo de las creepypastas, subyace Internet. ¿Qué te interesa a la hora de bucear en estos ambientes, que son más periféricos, no tan conocidos por el público mainstream?
Se ha dado en ambas novelas por una cuestión de necesidad narrativa más que por un plan preconcebido.
No se puede hablar de pornografía infantil sin hablar de la deep web. Tampoco se puede hablar sobre la cultura de terror y de horror adolescente sin tener en cuenta Internet y la aparición de las creepypastas.
Digamos, entonces, que los temas de mis novelas me llevaron a explorar esos espacios.
En Mandíbula el peso de la narración recae en unos personajes femeninos –algunos adolescentes, otros adultos– que viven con mucha tensión su relación con sus madres y/o hijas, pero también entre las adolescentes o las adultas mismas. ¿No es una manera de seguir vinculando las mujeres con lo monstruoso?
Sí, totalmente. Pero a mí me gusta esta vinculación y la reivindico. No desde el punto de vista machista y simplista, por supuesto, sino desde el entendimiento de que todo lo que se sale de los marcos de los discursos normativos deviene en monstruoso.
Existe toda una tradición de narrativas sobre mujeres-monstruos, y cada una de ellas lo es porque se sale de ese marco discursivo. Yo tomo eso e indago en ello con mis personajes, con el horror que puede provocar en otros (e incluso en ellos mismos) encontrarse con sus propias oscuridades.
El horror y la monstruosidad quedan acotados al entorno más íntimo de los personajes (casa, familia) o alrededor de la sexualidad. De alguna manera conecta con la obra de Angélica Liddell (padres e hijos y la condición de monstruosidad que estos asumen, la idea de la belleza como una losa que conduce a la desgracia, al horror…). ¿Crees que existen algunas conexiones entre tu escritura y la de Liddell?
Nunca lo había pensado, pero creo que tal vez nos conectamos más en nuestras poéticas que en nuestras escrituras.
Me gusta mucho su poesía y en ella se revela la carne de lo que para Liddell es el acto de escribir: un intento de profanación.
Por eso, creo, buscamos la belleza, es decir, lo sagrado: para ensuciarlo un poco, y que exista el contraste que siempre estremece en la literatura y, en general, en cualquier forma de arte.
En Mandíbula aparece una pregunta: “¿Cuál es la responsabilidad de los adultos en esta historia?”…
Toda, pero hay que recordar una cosa: los adultos, como dice Schulz, maduramos hacia la infancia.
Las adolescentes parecen más valientes que los adultos que las rodean. ¿Conforme pasan los años nos vamos acobardando?
Las adolescentes de mi novela juegan a vencer el miedo porque eso les divierte. Sin embargo, van encontrando sus propios límites en el camino (menos Annelise, que carece de ellos y por eso es la líder indiscutible del grupo).
No creo que con los años nos acobardemos, sino que tomamos más conciencia de nuestros propios límites y actuamos en consecuencia.
Frente a este desafío constante al miedo y al empuje de los límites, el ambiente en el que se mueven los personajes es más bien represivo. ¿Necesitabas este contraste para remarcar la relación del propio ser con la monstruosidad?
Totalmente. Necesitaba crear ese espacio de represión en el colegio para que después, por las tardes, las chicas desfogaran lo que llevaban dentro en el edificio abandonado.
Todo lo salvaje y animal y violento que surge en ellas lo hace porque viven en un ambiente educativo y familiar asfixiante.
La palabra vuelve a ser un elemento fundamental: “las palabras abren puertas inhóspitas e invisibles en nuestras cabezas y cuando estas puertas se abren ya no hay vuelta atrás”…
El miedo reside en el lenguaje, por eso el cómo es igual de importante que el qué. Es más: el cómo es el qué.
Ahora trabajas en el Máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra, el mismo que cursaste hace algunos años. ¿Cuál es tu función dentro del máster?
Coordino la asignatura de novela. Impartiré unas cuantas clases y seré tutora de algunos de los trabajos de fin de máster. Estoy emocionada con la idea y sé que voy a aprender mucho junto a los estudiantes del siguiente curso.