Convengamos en que el lector es un individuo hambriento de humanidad, y que la lectura agranda el corazón.
Por eso, a la pregunta: “¿por qué leer novelas?”, yo contestaría que porque las ficciones literarias son uno de los bagajes imaginativos más valiosos que se pueda concebir. Y esa riqueza imaginativa es algo que nos acompaña toda la vida. Y que nos condiciona más de lo que muchas veces creemos.
Lo característico del lector de novelas es que, a fuerza de estar en tantas cabezas diferentes, de bucear en tantos mundos dispares –porque cada novela es una ventana abierta a un universo singular–, crece, necesariamente, la capacidad de empatía, de identificarse con el otro, y también la de multiplicar los puntos de vista sobre una cuestión a la hora de analizarla, cosas ambas que redundan en una mayor humanidad.
¿Y Delibes en todo esto?
Pues Delibes es un concentrado de esa tan nutritiva savia literaria que, por su excelencia, uno recomienda siempre: una literatura que enriquece y que revigoriza en nosotros una humanidad de la que no anda, que yo sepa, sobrado el mundo.
Un genio compasivo. Humano, demasiado humano
Existe un tipo de genio tan discreto, que a menudo pasa desapercibido. Lo llamaremos aquí genio compasivo.
Se trata de un genio que no se cierra, que no se construye en una coherencia restrictiva, en una arquitectura intelectual propia, sino que busca abrirse y, si acaso, desarrollare tirando abajo murallas interiores y destruyendo prejuicios en aras de una mayor comprensión y tolerancia de todo lo humano.
Reconozco en Delibes este tipo de genio.
Un don de ventrílocuo
En su discurso de agradecimiento por el premio Cervantes (1993), Delibes hablaba de todas las voces que llevaba en su interior. Él las identificaba con el conjunto de esos seres potenciales que hemos podido ser, en uno u otro momento, a lo largo de la vida.
Esa experiencia de la personalidad abierta, que caracteriza al novelista, se opone a la del escritor puro y duro.
El genio del escritor está en la forja de una voz única, absoluta, singular y convincente: es el caso de Umbral. Sin embargo, el genio del novelista radica en la capacidad de multiplicarse en una pléyade de voces diversas, singulares y convincentes, cada cual con su propia microvisión del universo: es el caso de Delibes.
La obra de Miguel Delibes supone la victoria del temperamento abierto sobre el temperamento egotista, la de los otros sobre el yo, la de la compasión sobre el narcisismo.
Umbral decía de Delibes que tenía el don del ventrílocuo. No conozco textos que reflejen de manera más neutral nuestra irreductible pluralidad interna.
La modestia del novelista
Que Delibes rehuía concienzudamente el culto a la personalidad es algo de todos sabido. Su modestia laboriosa, nada ingenua, se fue afirmando año tras año. A veces orgullosamente (“Tú es que eres muy de aparentar, Camilo”, le dijo una vez a Cela), a veces con sencillez (“Para escribir memorias hay que sentirse importante, y yo no lo soy”), pero siempre con la misma tranquila contundencia.
Su consigna parecía ser: yo no soy importante, los importantes son los otros que viven en mí.
Es la constatación de la miseria del egotismo y de la grandeza de las inteligencias múltiples, como la de Shakespeare.
El novelista solo puede existir cuando ha matado a su yo.
El hombre y la rutina
Recuerdo haber leído, en un libro de sus viajes por Suramérica, que se sorprendía Delibes de la carta tan variada que le ofrecía un restaurante. A él tanta variedad le sobraba. Decía que con un buen solomillo tenía suficiente.
Delibes fue un hombre conformista, en el mejor sentido del término. Aceptaba lo que había. No buscaba lo que no tenía.
¿No está esto en contradicción, de alguna manera, con el principio de su novelística, buscar ser lo que no se es? Y al mismo tiempo, ¿no reside en la estabilidad personal la fuerza para las aventuras imaginativas?
Es la aventura novelística como un viaje astral, una transmigración espiritual. Para completarlo con garantías corresponde que el cuerpo de partida esté sano y bien asentado en la realidad. De otra manera, es una huida hacia ninguna parte, un comenzar la casa por el tejado, una forma de suicidio.
Los pies en la tierra
Delibes dijo de su coetáneo Sánchez Ferlosio que llegaría a ser grande si perseveraba en su vía. Era la época de El Jarama (1956), que tanto prometía.
Le faltó la modestia necesaria para ser novelista. Él quería ser algo más: gramático, pensador, un filósofo a su manera. A Ferlosio le pudo la vanidad intelectual.
Esa pulsión hacia algo más elevado se palpa en las novelas de Delibes. Pero él ha sabido mantenerse en su sitio. Ha tenido los pies en la tierra…, en su tierra.
El final del camino
Han sido muy pocos los que se han ido, llegado el momento, tan libres de equipaje.
Delibes supo mantener su independencia moral e intelectual. Acaparó lo mínimo, y partió con la misma ligereza con la que vivió. Como dijera Antonio Machado, otro gran enamorado de Castilla:
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
La quintaesencia de Delibes (fragmento de El camino)
“Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El que él estudiase el Bachillerato en la ciudad podía ser, a la larga, efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro.
Incluso al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran santo, pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el Bachillerato, constituía, sin duda, la base de este progreso.
Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro normalmente desarrollado.
No obstante, en la ciudad, los estudios de Bachillerato constaban, según decían, de siete años, y, después, los estudios superiores, en la Universidad, de otros tantos años, por lo menos.
¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo ‒pensaba el Mochuelo‒ y, a fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón.
La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas”.