Intenté ir con cuidado desde el principio. A las pocas páginas de empezar Planetas invisibles (Alianza, 2017), una antología compuesta por trece relatos de ciencia ficción escritos por autores chinos contemporáneos, me encontré con una advertencia del editor del libro, Ken Liu: “no leáis estos relatos intentando buscar analogías con la realidad china actual”.
Esta indicación se desviaba un poco del plan que había trazado antes de empezar el libro, pues lo que quería descubrir leyendo estas páginas eran los miedos que la sociedad china tiene actualmente. Al fin y al cabo, la ciencia ficción siempre ha tratado un poco de esto, de lo que nos aterra del futuro y a la vez nos fascina de él. Basta con fijarse en el ejemplo más popular de hoy en día, Black Mirror (Brooker, 2011-2018), que ha conseguido alcanzar a ese público amplio al que la ciencia ficción le cuesta tanto llegar. No olvidemos que, en términos generales, la ciencia ficción sigue siendo vista como secundaria, como un género apreciable pero sin relevancia literaria real.
Bien es cierto que en las universidades existen asignaturas enfocadas al género, y que los críticos literarios le dedican algún que otro artículo, pero a la hora de hacer grandes comparaciones, casi nadie se atreve a apostar por la ciencia ficción. Hay magníficas e importantes excepciones, como Emmanuel Carrère con Philip K. Dick o Houellebecq con H.P. Lovecraft, pero me temo que la masa de los círculos universitarios y prensa cultural han descartado, por inercia de grupo, tomar este camino.
El caso de China es todavía peor, dado que se suele catalogar la ciencia ficción aún más como género para jóvenes y frikis. No es de extrañar, teniendo en cuenta que la producción potente en este género ha empezado hace relativamente poco, mientras que en el caso occidental ya lleva décadas.
Recapitulemos: me iba a leer Planetas Invisibles desentrañándolo en clave china y en el prólogo me piden que no. De acuerdo, es una reivindicación justa.
Si uno atiende a los artículos que aparecen sobre literatura china en general, ya sea en medios españoles o americanos, la mayoría de veces se elogia más el tema que la calidad literaria. Buena parte de los grandes nombres de la literatura chinos que llegan a nuestras librerías pertenece a una especie de género realista que trata hechos turbulentos de inicios del siglo XX en adelante. Algunos ejemplos son Yu Hua o Yan Lianke, dos autores muy potentes, sin olvidar el Nobel Mo Yan. Leyendo las reseñas de sus libros pareciera que su mayor virtud sea hablar sobre las maldades de la época maoísta o que sus novelas sean censuradas por el gobierno, más que su calidad y potencia literaria.
Soy periodista y en parte lo entiendo: a la mayoría de lectores les importa un pimiento la literatura china, y si quieres que hagan clic en tu artículo, mejor relacionarlo con algo morboso como la Gran Hambruna o la Revolución Cultural.
Si esto pasa con las novelas realistas chinas, no sería difícil imaginar lo que ocurre con la ciencia ficción del país.
Leamos, pues, Planetas invisibles sin las gafas chinas. Si uno avanza en los relatos, conseguirlo es relativamente fácil. El primer cuento de la antología, titulado “El Año de la Rata”, está escrito por Chen Qiufan y trata sobre estudiantes universitarios que, al ser casi imposible que consigan trabajo al acabar los estudios, son enviados a matar a un tipo de ratas mutantes que andan a dos patas, y que fueron creadas para ser mascotas de familias ricas. Las ratas no son peligrosas, pero hay que tener trabajando a todas esas masas de estudiantes de humanidades y ciencias sociales, o de lo contrario estarían en el paro. Les proporcionan lanzas y cuchillos, y los envían cual horda neandertal a cazar a esos pacíficos roedores.
La gracia del relato es que, si los protagonistas no tuvieran nombres chinos y no comieran fideos instantáneos, podría ser perfectamente un texto de ciencia ficción estadounidense, en el que no sería difícil visualizar escenas de la guerra de Vietnam, de yankis matando amarillos como si fueran hilillos de hormigas. “El año de la Rata” es un relato terriblemente acongojador.
Ya solo leyendo este cuento, uno –aunque no haya vivido en China– se puede dar cuenta de que las angustias de los chinos y de los occidentales no son tan diferentes.
Un griego también podría haber escrito un relato donde los protagonistas fueran estudiantes universitarios a los que sus títulos académicos no les sirven para nada. Y podría haber narrado la angustia que produce ir matando seres inocentes por doquier.
China puede ser diferente, pero mucho menos de lo que pensamos.
Otra trampa en la que se puede caer es pensar que los trece relatos de Planetas Invisibles serán deprimentes y críticos, porque –ya sabemos– los chinos viven en una dictadura y lo pasan muy mal, y por tanto no tienen otra cosa de la que escribir.
Sin embargo, así como la ciencia ficción occidental puede adoptar diversas formas, la china, también. Los relatos escritos por Xia Jia, como “El verano de Tongtong” o “El paseo nocturno del dragón equino”, son absolutamente enternecedores, tan hermosos como tristes. Hacía bastante que no lloraba leyendo un libro, pero acabé “El verano de Tongtong” con lágrimas chorreando de mis ojos. Las historias de Xia Jia son en parte cotidianas y en parte fantásticas, y nos descubren que podemos empatizar con una niña china o, todavía mejor, con un dragón robot.
Si la ciencia ficción china es genialmente variada, también es amplia en sus horizontes. Si los ciudadanos chinos y los occidentales comparten preocupaciones, ¿por qué no deberían compartir referentes literarios?
Así, por ejemplo, el cuento “La ciudad del silencio”, de Ma Boyong, es un homenaje a 1984 de George Orwell y a la vez una evolución de su distopía.
Mientras el libro de Orwell planteaba un gran proyecto de ingeniería social, basado en la represión y la manipulación de lenguaje, donde la naturaleza y la espontaneidad del deseo eran lo único que –en principio– podía salvarnos (parece que lo único que no puede evitar el Gran Hermano es que Winston Smith sienta amor por Julia, un sentimiento al margen de su control racional), “La ciudad del silencio” propone un mundo donde solo se puede usar un número limitado de palabras, que cada vez se va reduciendo más. Es una actualización de 1984 al mundo digital.
En este sentido, es fácil trazar el paralelismo con la actual censura china de ciertas palabras en la red, y en parte probablemente así sea, pero a su vez hay otros factores en este relato, como la neutralización, la inofensividad y la antisexualización del lenguaje, que plantean una crítica sobre cómo vamos reduciendo el idioma ante lo políticamente correcto.
También hay una conexión, mucho más antigua, relacionada con la importancia que la filosofía china ha otorgado al lenguaje, desde pensadores como Confucio, Mozi o Zhuangzi.
No sabemos exactamente con qué intención Ma Boyong ha escrito “La ciudad del silencio”, pero eso no importa demasiado, ya que el relato produce uno de los efectos más gratificantes de la ciencia ficción: pasarse horas mirando al techo dándole vueltas a ese nuevo mundo que nos han presentado, estableciendo teorías, trazando paralelismos. Buena parte de la chispa de la ciencia ficción es que lo narrado casi podría ser real (este “casi” es lo importante).
Leyendo a todos estos escritores chinos nos damos cuenta de que esos mundos posibles que ellos imaginan son muy parecidos a los nuestros, al tiempo que pueden ser absolutamente distintos.
Relatos como “La chica de compañía” de Tang Fei o “La tumba de las luciérnagas” de Cheng Jingbo plantean experiencias en realidades alternativas y surrealistas, jugando en dimensiones imposibles o a través de historias de amor que necesitan destruir el universo para cumplirse. La ciencia ficción también es flirtear con estos abismos, es la única manera de aproximarse a la experiencia de acariciar lo infinito.
Planetas Invisibles se cierra con dos cuentos de Liu Cixin, el autor chino de ciencia ficción más famoso del mundo, incluso Obama lo recomienda.
“El círculo” es la adaptación de uno de los capítulos de su novela El problema de los tres cuerpos (2006), que forma parte de la trilogía que lo ha hecho tan popular. “El círculo” mezcla el mundo de la violenta China imperial del siglo III a.C. con la divagación matemática sobre la infinitud del número π, en una conexión a priori imposible: nos muestra que la terrible fascinación de la ciencia sobre el poder político no es exclusiva del siglo de la bomba atómica.
El otro relato incluido de Liu es “Cuidando de Dios”, una historia en la que se combina la preocupación típicamente china por la “piedad filial” (cuidar de los padres de uno) con el contacto entre la humanidad y una milenaria raza alienígena.
Si en un relato como “Cuidando de Dios” los humanos y una civilización –millones de años antigua y millones de galaxias lejana– pueden tomar el desayuno juntos, ¿cómo no podemos ser capaces nosotros de ver lo cercana que nos es la literatura (china) de ciencia ficción?
Si nos ponemos a comparar –y la ciencia ficción no para de hacerlo– China y Occidente son, simplemente, dos increíbles e insignificantes granos de arroz, uno al lado del otro, que de vez en cuando miran al cielo negro que se extiende infinito sobre nuestras cabezas.
Andrea Jocelyn Hilario Jiménez
05/02/2021
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