La salvación por la literatura y la filosofía: o la ejercitación de la alegría mediante la escritura y la lectura

Chico leyendo y chico con lira. Vasija griega. 440 a. C. British Museum

 
La literatura no es una dama indefensa que pide protección a gritos. La literatura no es un enfermo al que debamos sostener la mano. La literatura no es un dios inventado que necesita de nuestras oraciones para seguir existiendo. La literatura no es el reino de la Fantasía deshaciéndose en la nada de nuestra incredulidad.

La literatura es un sol poderoso e indiferente, que ha dejado de calentarnos, no porque haya perdido su fuerza, sino porque vagamos entre las brumas de la ansiedad y el utilitarismo, olvidadizos de que podemos alzar los ojos para ver cómo brilla en el cielo de las cosas nobles y elevadas.

La literatura ha visto, con indiferencia o ternura, cómo las civilizaciones y los individuos nacían, parpadeaban y morían, y ha cabeceado durante siglos, sin enterarse siquiera de cómo quemaban a las brujas para alimentar la llama de la fe y perseguían a los gatos para acabar con la peste.

Ora et labora

Ora et labora

Resulta que la literatura no está amenazada porque no leamos, sino que somos nosotros los que estamos en peligro por no leer, y no tiene sentido que lloremos la decadencia de la literatura, a la que quizás le apetece dormitar unos cuantos siglos, y aún menos que soñemos con salvarla, como si se tratara de una especie en extinción.

Esa es, precisamente, la imagen que nos ofrecen las plañideras de la muerte de la literatura y las campañas de promoción de la lectura. Sin embargo, la literatura, desconectada de todo discurso filosófico o político sustantivo, no es más que un bello nenúfar que flota en el agua, sin que sus raíces alcancen el lecho del río, pues literatura y filosofía son las dos piernas de un mismo andar.

Por eso no creo que podamos convencer a nadie de que modifique sus relaciones con la literatura hasta que nosotros mismos no comprendamos y asumamos que no es la literatura la que debe ser salvada por el ser humano, sino que es el ser humano el que debe salvarse por la literatura. El objetivo de las siguientes líneas es pensar ese giro.

Sobre las “pasiones alegres” y las “pasiones tristes”

Veamos, para empezar, de qué modo la literatura hunde sus raíces en el limo de la filosofía, entendida como un proyecto de salvación laica del ser humano, que concebiremos en términos spinozianos (aunque dicha formulación no sea más que uno de los muchos avatares de dicho proyecto) como la primacía de las “pasiones alegres” sobre las “pasiones tristes”.

Sobre la felicidad, Séneca

Lo cierto es que, desde época antigua, la filosofía consideró, de diversas maneras, que el principal obstáculo en la búsqueda de la felicidad eran las “pasiones tristes”, que se caracterizan por disminuir, obturar o incapacitar la vida, razón por la cual deben ser sustituidas por las “pasiones alegres” (las eupatheiai de los estoicos), que tienden a aumentarla, potenciarla o secundarla.

El miedo, el odio, el desánimo, la envidia o la codicia son “pasiones tristes”, porque reducen nuestra fuerza, capacidad o potencia existencial, en sus cuatro modalidades básicas: conocer, ser, vivir y convivir (que corresponden, a su vez, a los cuatro temas fundamentales de la filosofía clásica: la teoría del conocimiento, la física, la ética y la política).

El que está poseído por el miedo, ve bloqueada su capacidad de conocer, porque no mira, sino que vigila, llegando a magnificar o distorsionar una realidad que concibe en términos de alarma. Ve disminuida su capacidad de ser, porque en vez de abrirse al mundo, se repliega en sí mismo, tratando de reducir la superficie espiritual y corporal expuesta a la vida, que es sentida como una amenaza. Ve reducida su capacidad de existir, porque no habla, no arriesga y, en definitiva, no actúa, sino que se oculta, se calla y se apaga. Y ve disminuida su capacidad de convivir, porque no se une a los demás, estableciendo lazos de solidaridad, sino que desconfía y se aparta, aumentando, con ello, el miedo, porque, como dijo Max Aub, en De algún tiempo a esta parte: lo contrario del miedo no es el valor, sino la solidaridad”.

Max Aub, 1903-1972

Algo semejante sucede con todas las demás pasiones tristes. El que está poseído por el odio, no conoce, sino que sospecha; no investiga, sino que maquina; no actúa, sino que ataca; y no establece lazos emocionales ni sociales, sino solo relaciones de competencia e interés. El que está poseído por la tristeza, no se abre alegremente al mundo, sino que se recluye, se abstiene y se aparta. El que está poseído por la codicia, o el utilitarismo, en vez de derrocharse en pensamientos, experiencias y acciones, calcula, manipula, ahorra y negocia. Y el que está poseído por los celos, en vez de hacerse amable en virtud de su capacidad para amar, controla, manipula, interroga y hostiga, provocando de ese modo aquello que más temía.

Viendo el panorama, no es extraño que numerosos filósofos hayan visto en el control, disciplina o administración de las pasiones un problema filosófico de primera magnitud. Sabían, sin embargo, que no puede convencerse a las pasiones solo con argumentos, ya que, como decía Gracián, “de nada vale que el entendimiento se adelante, si el corazón se queda atrás”.

Lo cierto es que enfrentarse a las pasiones solamente con argumentos, no solo es inútil, sino, incluso, contraproducente. Decirle a un obsesivo que no piense en aquello que le obsesiona es un modo de animarle a seguir pensando en ello. Mostrarle a un paranoico que nadie le sigue es convencerlo de que todos disimulan. Y enumerarle a un depresivo las muchas razones que existen para vivir es hacerle sentir la desgracia de que todos, salvo él, tienen la fortuna de ser felices.

Ortodoxia, 1908, Chesterton

Por todo ello, el obsesivo, el paranoico, el depresivo y, en fin, cualquier persona poseída por una pasión triste, lo que necesitan no son argumentos que engrasen la noria de sus rumiaciones, sino, como dice Chesterton en Ortodoxia, aire, esto es: variedad, apertura, acción y contacto. Y es que solo exponiéndonos y abandonándonos a los vientos de un mundo múltiple y diverso –y también trágico y peligroso– las pasiones que nos oscurecen se deshilacharán –sin desaparecer nunca del todo– como las nubes en el cielo.

Así, además de los argumentos (o sin necesidad de los argumentos, como fue el caso de los cínicos), la filosofía antigua comprendió que el ejercicio, o la práctica, era necesario para fugarse del sótano de las pasiones tristes. Cabe señalar, por regresar a nuestro argumento, que la literatura es fundamental para las modalidades básicas de ejercitación filosófica o existencial, esto es, memorizar (mneme), meditar (melete) y practicar (askesein). Y ello en dos sentidos.

La salvación por la literatura: conocer, ser, vivir y convivir

Para empezar, la literatura es un mecanismo fundamental de ejercitación filosófica en un sentido puramente técnico o auxiliar, pues tanto la lectura como la escritura sirven para memorizar la regla de vida filosófica (algo más o menos equivalente a lo que hoy en día llamamos proyecto existencial), que debe ser cifrada en máximas, poemas o narraciones persuasivas y fácilmente memorizables, así como para incorporarla mediante la lectura asidua, el comentario o la escritura de textos diarísticos, meditativos o narrativos1.

Escuela de Atenas, Rafael

Pero la literatura no solo cumple esta importante función técnica o auxiliar en la ejercitación o práctica filosófica, sino también una función sustantiva o existencial, pues su práctica sirve para sustituir las pasiones tristes por pasiones alegres, desbloqueando y potenciando, de este modo, nuestra existencia, en general, y sus cuatro modalidades básicas, en particular. Aunque este no es el lugar adecuado para exponer de qué forma la literatura cumple dicha función, trataremos de enumerar algunas ideas básicas.

1. Conocer. En lo que respecta al ámbito del conocimiento, la literatura propicia la desconexión de la mirada utilitaria, que bloquea la observación profunda y gozosa de la realidad, convirtiéndola en un medio subordinado a los fines de cada pasión de turno. La literatura nos permite dejar de controlar, vigilar, calcular, maquinar o sospechar, que son modos mutilados de conocimiento, para pasar a mirar, a observar o a contemplar, de forma curiosa, celebratoria o lúdica, aquello, todo aquello, que nos rodea.

De este modo se rompe el aislamiento cognoscitivo al que nos someten las pasiones, y el ser puede abrirse al mundo, que se le revela, de repente, como un lugar inmenso en el que otras perspectivas y experiencias son posibles.

2. Ser. Pero la literatura no solo puede desobturar de pasiones nuestro modo de conocer, sino también nuestro modo de ser, que, dominado por las pasiones tristes, le da la espalda al mundo para replegarse sobre sí mismo. El que siente miedo, se repliega en sí mismo. El que siente odio, se embosca en las sombras. El que siente tristeza, hunde el rostro en la almohada. Y el que está poseído por la codicia, se oculta para proteger y contar su dinero.

De rerum natura, S. I a. C.

Todos ellos se apartan de su vida y del mundo, cuya pérdida es lo único que deberíamos temer, odiar, llorar o proteger. Y es que el que está poseído por las pasiones tristes es como el dragón de los cuentos, que dormita sobre un tesoro, o junto a una princesa, sin ser capaz de gozar lo que posee.

Nuevamente, la literatura nos ayuda a abrirnos al mundo para establecer una relación más gozosa con el mundo. Así, Lucrecio nos enseña, en su De rerum natura, a superar el miedo que nos aparta de la realidad, logrando introducir en ese cosmos infinito y caótico, que nos presenta en su poema, la alegría voluptuosa de ser, a pesar de todo, libre y alegre.

No hacen más (ni menos) que seguirlo Walt Whitman, en Hojas de hierba (“El retoño más débil prueba que no existe la muerte”), Vicente Huidobro, en Altazor (“Abre la puerta de tu alma y sal a respirar al lado de afuera”), André Gide, en Los alimentos terrestres (“Había recibido el más preciado don, el de no poner mayor freno a mi ser”), o Albert Camus, en El verano (“En medio del invierno había dentro de mí un verano invencible”).

3. Vivir. Pero la literatura no solo nos ayuda a establecer una relación cognoscitiva y física más leal y abierta al mundo, sino también una ética más alegre, esto es, un modo de actuar que despliegue en su máxima potencia nuestro ser. Para empezar, cuando leemos o escribimos, aumentamos nuestra potencia, puesto que tomamos las riendas del modo en como nos narramos, individual y colectivamente.

Matar a un ruiseñor, 1962

Asimismo, cuando leemos o escribimos, descubrimos o creamos alternativas, y pensamos en los medios para acceder a ellas, lo cual aumenta nuestra potencia, pues nos hace sentir que otra vida es posible. Cuando, en la novela Matar a un ruiseñor, Jem Finch se pregunta por qué Boo Radley (el chico al que su padre tiene encerrado en casa desde hace varios años) nunca se ha fugado, su hermana Scout le responde: “Quizá no tenga adónde huir”.

El que está dominado por las pasiones tristes tampoco tiene un lugar adónde huir. Afortunadamente, leer y escribir son dos modos excelentes para construirlo.

La literatura no solo nos mejora en el sentido spinoziano de aumentar nuestra potencia, sino que también nos mejora en un sentido más convencionalmente moral. Y es que cuando leemos y escribimos, en conexión con un proyecto filosófico verdaderamente liberador, aprendemos a relativizar, a dialogar, a ironizar, a tolerar y a amar. Si nos gusta leer a Erasmo, a Montaigne o a Cervantes es porque por unos momentos felices, y quizás no del todo falaces, adoptamos esa grandeza de alma que ellos buscaban adoptar mientras escribían.

4. Convivir. Como decíamos al principio de este artículo, la literatura no solo es una vía de salvación laica en lo que respecta al conocer, al ser y al vivir, sino también en lo que atañe al convivir. Podríamos preguntarnos, para empezar, ¿por qué nadie ha utilizado las últimas evidencias científicas acerca de cómo la literatura de ficción de calidad aumenta nuestra capacidad de empatía, para reclamar una mayor inversión en la enseñanza de la literatura como un modo de frenar el aumento del número de corruptos y de psicópatas integrados?2

Edward Said, 1978

Seguramente, porque el objetivo es, precisamente, el contrario, esto es deshumanizar a nuestros Otros –interiores y exteriores-, para desactivar los mecanismos de no-agresión y de no-abandono del prójimo (tal y como explica Bauman, en Modernidad y holocausto), que podrían llevarnos a cometer “locuras” como defender el estado del bienestar o socorrer a los refugiados.

Pensemos en la tristemente célebre frase atribuida a Stalin, que afirma que “la muerte de un hombre es una tragedia, pero la muerte de millones es una estadística” (o, podríamos añadir, una noticia). Pues bien, en una sociedad en la que las estadísticas y los titulares embotan nuestros sentimientos morales, la literatura es un excelente modo de revertir este modo de alienación y hacer que las estadísticas y las noticias se transformen en historias reales que apelen de un modo efectivo a nuestros sentimientos morales y políticos.

Recordemos, por ejemplo, cómo, según afirmó Edward W. Said, en Orientalismo, los nuevos medios de comunicación no supusieron un mejor conocimiento del Otro, sino, antes bien, el refuerzo de los viejos estereotipos (en ese caso orientalistas), y cómo lamenta que la última fase del orientalismo prescinda de la literatura, porque, sin esta, los otros quedan conceptualmente  mutilados y reducidos a “actitudes”, “tendencias” y “estadísticas”, mientras que la literatura “perturba de modo eficaz los diversos esquemas (imágenes, estereotipos y abstracciones) por los que se representa al otro”.

La fuerza redentora de la literatura y la filosofía

Una vez apuntadas estas pocas notas acerca del carácter redentor de la literatura, cuando se articula de forma orgánica, y no meramente auxiliar, con la filosofía, regreso al inicio de este artículo, para sugerir que el camino no es convencer a los demás de que la literatura es digna de ser salvada, sino de que la literatura misma es el camino de salvación, porque, tal y como afirmó un autor libre de toda tentación religiosa, como fue Ciorán: “Estás sano mientras crees en la filosofía”.

Lee Daniels, 2009

El problema, quizás, es que, como vimos, no podremos convencer a nadie ni con argumentos, ni con la experiencia, porque tampoco se trata de obligar a nadie, al modo del compelle eos intrare, ‘oblígales a entrar’, de Lucas (14, 15-24). Quizás solo podamos tratar de seducir con el efecto que la literatura tiene –o debería tener– en nosotros. Nietzsche le decía a los creyentes que, si sus religiones los alegrasen verdaderamente, todo el mundo querría adoptarlas: “¡Vuestros rostros han sido siempre más dañinos para vuestra fe que vuestras razones!”.

Pero si volvemos a creer en la fuerza redentora de la literatura y la filosofía, y esa creencia supone un aumento real de nuestras potencias y, por lo tanto, de nuestras alegrías, muchos querrán probar esa misma medicina. Pero mientras lo único que vean sean almas en pena que se limitan a llorar y a quejarse porque el mundo no se pliega a sus deseos, ¿por qué iban a querer siquiera acercarse?

En la película Precious (Lee Daniels, 2009), una profesora de literatura llamada Blu Rain se encuentra con que una de sus nuevas alumnas es Claireece Precious Jones, una joven de dieciséis años, pobre, negra y obesa, que ha sufrido abusos y está embarazada de su segundo hijo, con síndrome de down. Frente a todo ese sufrimiento, la señorita Blu Rain no sabe decir más que “escribe”, una y otra vez, “escribe”.

No hace falta señalar que ese leitmotiv no es una exhortación a manufacturar el propio dolor en palabras, con la intención de transformarlo en una mercancía que acabe siendo rentable en términos económicos o sociales, sino que es la expresión de una fe cuasi-religiosa –pero, como he intentado mostrar en estas líneas, muy fundamentada– en el carácter redentor de la literatura.
 


 

Sobre el autor
Licenciado en Filosofía, Filología y graduado en música clásica. Doctor por la Universidad de Barcelona, con la tesis "El escepticismo en la obra de Jorge Luis Borges", y PhD en Estudios Culturales, por la Universidad de Georgetown, con "Literatura posnacional en Hispanoamérica". Es autor de Literatura posnacional (2007), Que nada se sabe y El escepticismo en la obra de Jorge Luis Borges (2012). Ha publicado diversos artículos en revistas nacionales e internacionales. Actualmente es profesor de Literatura Hispanoamericana en la UB y profesor de Estudios culturales en la Universidad de Stanford. Twitter: @dinolanti
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