La literatura española explicada a los asnos: la muerte del siglo XVIII y Moratín

Fragmento de «Majas en el balcón», Francisco de Goya, Ca.1808-12

 
Leandro Fernández de Moratín tuvo una vida con pocos incidentes reseñables más allá de un temprano desengaño sentimental y de sus viajes por Europa, que se prolongaron en el forzado exilio, tras la guerra de la Independencia (1808-1814), hasta su muerte en París en 1828.

Él mismo recrea su estado de ánimo, como expatriado, en una carta que escribió desde Burdeos en 1824:

«El día 10 de este mes se han cumplido doce años que salí en un carro, a merced de quien tuvo compasión de mí, abandonando mi casa y mis bienes, con seis duros en la faltriquera por único caudal, y me entregué a la disposición de la fortuna, que en cinco años consecutivos me hizo padecer trabajos horribles; y en verdad que no los merecí (…) tomé la única resolución que podía convenirme; y al cabo de siete años que determiné no vivir en compañía de locos y pícaros, todavía no he tenido motivos de arrepentirme de mi resolución. Así vivo tranquilo, oscuro, estimado de los muy pocos que me conocen, gozando de aquella honestidad que solo se adquiere en la moderación de los deseos. Ni aspiro a más ni espero recuperar lo que me han robado (que es imposible); perdono a los que me han ofendido y toda mi ambición se reduce a poder continuar con lo poco que he podido salvar de tan desdichada tormenta y acabar en paz el curso de mi vida, que ya es tiempo de que termine»
 

Moratín (1760-1828)

Todo Moratín está en estas palabras. La bondad, su tranquila humildad, su resignación estoica, su profunda introversión y esa característica grisura que explica por qué el estudioso alemán del teatro español, Adolf Friedrich von Schack, afirmaba que al pasar de la Edad de Oro a la obra de Moratín se sentía la misma pena que “cuando nos trasladamos de improviso de un paisaje lozano, lleno de flores al calor de la primavera, a una región helada y fría en el rigor del invierno”.

Que no había nada noticiable en una región así bien se lo imaginaba uno. No hacía falta que Galdós dijera que su vida era tan interesante como sus obras para que lo intuyéramos. No en balde era un autor tan querido por Azorín. Entre los dos igual de insulsos: el gusto por el clasicismo no es lo único que los vincula.

Y sin embargo, la obra de Moratín desató y sigue desatando pasiones.

Larra, que la reseñó en uno de sus artículos, afirmaba que todos los presentes lloraron de emoción: “El sí de las niñas ha sido oído con aplauso, con indecible entusiasmo, y no solo el bello sexo ha llorado”. Galdós se rinde a su pluma y observa que sus cartas son “el modelo más acabado de literatura epistolar que haya quizá en nuestra lengua”.

Moratín, 1805

Azorín lo consideraba un alma hermana. Y el aristocratizante Ortega se refiere a sus escritos viajeros como “algunas de las páginas más vivaces, inteligentes, divertidas y bien escritas que podemos leer en castellano”.

El propio Sí de las niñas (1805) tiene sus contrastes.

La fría formalidad neoclásica respeta escrupulosamente el precepto de las tres unidades, etcétera.

Pero al mismo tiempo, hoy se considera que en esa lucha por el amor entre el viejo don Diego y el joven don Carlos (me encanta ese dúo que forman el sobrino calavera y el tío sensato: es un topos dieciochesco clarísimo), la preferencia que se da al libre albedrío y a la libertad de sentimiento por encima de la conveniencia social y del deseo materno la colocan en la órbita de la naciente sensibilidad romántica.

En definitiva, Moratín vivió a caballo entre dos siglos y dos sensibilidades poderosas.

Su temperamento neoclásico es característico del afrancesamiento europeo de finales del XVIII. La sensibilidad gala señorea el paisaje cultural, desde San Petersburgo a Londres, y Moratín forma parte, junto con Larra, de esos escritores convencidos de que la razón y el orden son algo más que una tirana y un censor. No es un fenómeno exclusivamente peninsular.

Jane Austen, 1811

Si al hablar de Calderón y Lope es difícil no remitirse a Shakespeare, de establecer un paralelismo con un escritor de su tiempo, en el caso de Moratín encuentro uno clarísimo con Jane Austen (1775-1817). El mismo estilo afrancesado, la misma lucidez, el mismo carácter introvertido, la misma aparente sosería, la misma tensión interna entre clasicismo y romanticismo (entre sentido y sensibilidad, diría la Austen). Y a los dos les salen cada vez más furibundos defensores.

Quizás quien mejor zanje el debate entre clasicismo y romanticismo haya sido, ya en el siglo XX, el francés Paul Valéry (1871-1945), cuando dijo aquello de que “todo clásico lleva dentro a un romántico que ha aprendido su oficio”. Los auténticos clásicos, como Moratín, llevan dentro un volcán.

Su apasionada defensa de la mujer podría avecinarse a la que hizo Henrik Ibsen (1828-1906), o al feminismo beligerante que mostraría, un par de siglos después, Alberto Moravia (1907-1990).

La defensa del libre albedrío femenino no resulta tan caduca como nos gustaría (pensemos, por ejemplo, en Afganistán), y tampoco ha evolucionado tanto la sociedad desde su época a la nuestra como lo hizo desde el Siglo de Oro a la época de Moratín.

De la filosofía plebeyista de Lope (ese nadie es mejor que nadie, tan castizo), y de ese honor intransigente y tiránico de la época de Calderón a la tranquila y civilizada comedia de Moratín, hay una transformación del paisaje intelectual en la que han mediado entre otras cosas la Ilustración, la Revolución francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre.

Niños jugando a la guerra, Francisco de Goya, 1779

Eso explica que los dilemas calderonianos sobre el honor nos resulten lejanos, mientras que el alegato que hace don Diego en el tercer acto, por ejemplo, se nos hace todavía contemporáneo y familiar:

«Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo manden, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo»

 
Aparte de pedagógicas, son estas palabras dichas con convencimiento y responden a las creencias profundas del autor. Por eso nos siguen interpelando.

Más allá de la mayor o menor vigencia del “mensaje”, El sí de las niñas sigue funcionando por la magnífica vida que le insufló su autor a unos personajes por los que siente un respeto ejemplar y raro. Ninguno es ridículo. Son todos amables, inteligentes, reflexivos, respetuosos y, en definitiva, “buena gente”.

Moratín fue capaz de algo tan difícil como hacer buena literatura con buenos sentimientos.

Al leerlo, uno tiene la impresión de que si el mundo estuviera poblado por personas así, habría menos guerras.

Por desgracia, Moratín siempre fue una excepción.
 

Sobre el autor
(Madrid, 1971) Es licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Madrid. En 1994 quedó finalista del premio Nadal con su primera obra, Historias del Kronen. La novela tuvo una gran repercusión y abrió las puertas a una nueva generación de escritores. Tras su publicación el escritor vivió durante varios años entre Madrid y Toulouse. Actualmente reside en Madrid.
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