Si retomamos la tipología de la Edad Media, que distingue entre narraciones milesias y apólogas, las Leyendas (1871) de Bécquer entrarían claramente en la primera categoría. El romanticismo es una primera forma de modernismo y supone una reacción contra el molde entonces percibido como clásico del cuento: el de los relatos ejemplarizantes de El Conde Lucanor (1335), que todavía pervive, siglos después, en las Novelas ejemplares (1613) cervantinas.
No hay nada más alejado de la voluntad de los románticos que moralizar o transmitir algún tipo de moraleja. Lo que pretenden ante todo es deleitar. Son efectistas en el mejor sentido de la palabra.
Con sus Leyendas, Bécquer busca crear una atmósfera mágica, excitar nuestra imaginación, acariciar nuestros sentidos con una prosa sensorial de gran riqueza emotiva. Su objetivo es provocarnos lo que los norteamericanos llamarían un thrill, en algún lugar entre el susto y escalofrío. Y es en ese sentido, aceptando las premisas del autor, como hemos de juzgar su creación.
Consideradas tradicionalmente como obra menor con respecto a sus poesías, las Leyendas, sin embargo, han ido escalando posiciones con los años en el ranking literario y están actualmente consideradas como uno de los máximos exponentes de la prosa romántica.
En línea con los autores británicos, franceses y alemanes a los que admiraba y leía (Byron, Lamartine, Gautier, Musset, Victor Hugo, Hoffmann), Bécquer tuvo el acierto de aunar ese clima fantástico característico con el paisaje y la historia de los lugares que tenía ante los ojos.
La alquimia funcionó.
Y el resultado fue prueba de que la fantasía y el temperamento castellano, tan recalcitrantemente realista, podían mezclarse y producir una obra equivalente en muchos aspectos, a los Cuentos de la alhambra (1832) del americano Washington Irving.
La historia, el paisaje, las leyendas y la sensibilidad poética de Bécquer dieron vida convincente a un peculiar universo de cruces diabólicas, armaduras poseídas, fantasmagóricos templarios, monjes encapuchados, órganos que tocan solos, estatuas animadas, gnomos y animales que cobran forma humana y apariciones más o menos divinas que pueblan páginas de prosa irregular, con momentos de belleza sublime y otros excusablemente olvidables: algo típicamente romántico.
Pero no olvidemos que las virtudes y los defectos de una obra son la cara y el reverso de la misma moneda. No hay autor, por bueno que sea, sin su parte de escoria. Y a los artistas, como a los deportistas, hay que juzgarlos por sus mejores marcas.
Bécquer tiene momentos en los que roza el cielo y en los que su prosa alcanza unos niveles de fluidez y sentimiento que nos acaricia la espina dorsal con una música tan hermosa, agradable y emocionante como una mazurka de Chopin. Cernuda consideraba «La ajorca de oro» un auténtico poema en prosa, «de los más bellos de nuestra lengua». D’ Ors decía que era «un acordeón tocado por un ángel». Y para Cela, el sevillano «tañía un laúd de una sola cuerda, ¡pero qué sonidos le sacaba!».
Su estilo jamás renuncia a un lirismo poético que embellece las descripciones:
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas sin forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de mi espíritu.
Tiene, encima, cualidades narrativas de gran modernidad. Ágil, tremendamente visual e incluso cinematográfico por su composición en viñetas, aún hoy sorprende su amplio abanico de recursos técnicos. Desde el monólogo interior hasta el diálogo descriptivo, pasando por la dramatización teatral y esa manera tan afortunada de presentarse a sí mismo como cronista de historias escuchadas para atraernos, en palabras de un comentador, hasta el «corro de oyentes junto al fuego»:
Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita… («La rosa de pasión»)
El mayor acierto, no obstante, es la atmósfera.
Si, según Todorov, lo maravilloso es la oscilación entre lo real y lo sobrenatural y la capacidad de provocar en el lector incertidumbre perceptiva y vacilación con respecto a lo conocido, en Bécquer está perfectamente logrado ese clima delirante en esas «absurdas sinfonías de la imaginación», como él las llamaba.
Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice…
No hay que ser muy fino para comprender que, amargado por la zafia y dura realidad madrileña, con las lógicas dificultades para sacar adelante a su familia con la única ayuda de su pluma, enfangado en un periodismo canalla, estas ensoñaciones eran la liberación necesaria de una agotadora lucha diaria por la subsistencia.
Como buen romántico, Gustavo Adolfo murió a los treinta y cuatro años.