-Eso es tan difícil como encontrar una aguja en un pajar o un buen escritor en el siglo XVIII español…
Aquello lo repetía mucho Eduardo Gonzalo, quien fuera durante años director editorial de Destino. Era de las personas que conocí que más sabía de literatura. La pena fue que le arruinara la vida profesional sus problemas personales. Solíamos quedar para comer y su comentario era una de esas frases recurrentes que se te pegaban al oído.
No sé si es lo que pensaba de veras, o sencillamente repetía uno de esos tópicos culturales que existen sobre la literatura española.
En todo caso, la broma desvela un prejuicio importante que ha quedado en la historiografía con respecto al siglo XVIII. Situado entre el esplendoroso y barroco Siglo de Oro español y el enérgico y romántico siglo XIX (que desemboca en la Edad de Plata), el siglo XVIII parece la hermana pobre entre medias, la Cenicienta de nuestro cuento.
Esto se debe a las características esencialmente románticas asociadas, incluso por los propios españoles, a la identidad nacional.
Para cualquiera que tenga una mínima sensibilidad cultural, resulta evidente que las señas de identidad ibéricas tradicionales se han construido en buena medida en oposición a cierta visión clasicista del temperamento francés.
Visto desde el hexágono francés, España siempre ha sido en lo esencial, el país de la alteridad.
El país de Carmen (1847), de la exaltación romántica, del cante jondo, de los sanfermines, de las locuras posmodernas de Almodóvar… Apenas tiene cabida en esta concepción la fría austeridad y sentida racionalidad del Escorial, ni el carácter imperial de Felipe II, ni la sobriedad de Machado.
Es una imagen que han prolongado los norteamericanos –los Washington Irving, Hemingway, Dos Passos– aunque quizás con mayor simpatía. Supongo porque lo mejor de su literatura es también de sesgo netamente romántico.
Y desde luego los artistas españoles que han jugado con esas señas identitarias lo han hecho generalmente con éxito. El caso de García Lorca parece paradigmático.
Huelga decir que el juicio sobre el XVIII es injusto. Y para probarlo basta citar los nombres de Jovellanos, Cadalso, Moratín, Samaniego, Iriarte o incluso Larra, que es un continuador del estilo afrancesado dieciochesco.
Es cierto, no obstante, que el pensamiento y la prosa didáctica ocuparon un lugar importante en la producción de este siglo, y que esa prosa caduca rápidamente o, por lo menos, tiene menos pervivencia que la ficción novelesca, por ejemplo. Pero eso no debe preocuparnos aquí.
En efecto, lo mejor del pensamiento ilustrado se canalizó, como no podía ser de otra manera, a través del ensayo.
Y entre la producción de la época destacan claramente Cartas marruecas de José Cadalso (1741-1782), donde, a través de estas cartas ficticias supuestamente traducidas que se entrecruzan Gazel Ben-Aly y Ben-Beley, el autor hace un retrato detallado de las costumbres de un país que, como buen ilustrado, pretende mejorar. Estamos, ya os habréis dado cuenta, a la sombra de Montesquieu.
Nos lo explica Gazel:
En esta correspondencia se va a hablar un poco de todo: historia, paisaje, cultura, literatura, educación, etiqueta, idioma…
Por la forma, podríamos considerarla una obra de ficción, pero el objetivo no es ese.
No hay trama de ningún tipo, ni evolución, ni otra cosa que la exposición en un lenguaje coloquial (ameno sería mucho decir: es un estilo más bien plúmbeo) de todo tipo de ideas sobre los españoles y su cultura, contrastada a menudo con la de sus vecinos europeos.
De Gazel a Ben-Beley:
Creo que el carácter de algunos escritores europeos (hablo de los clásicos de cada nación) es el siguiente: los españoles escriben la mitad de lo que imaginan; los franceses más de lo que piensan, por la calidad de su estilo; los alemanes lo dicen todo, pero de manera que la mitad no se les entiende; los ingleses escriben para sí solos. (Carta LXI)
Lo mejor de la obra es, por supuesto, el punto de vista.
La figura del extranjero permite una visión desapasionada del país y de sus habitantes. Nos obliga a vernos desde afuera. Como ejercicio, resulta refrescante. Es más agradecido observarse a través de este falso Ben-Aly que, desde dentro, pongamos por caso a través de los pesados textos casticistas, egóticos y apasionados, de Unamuno.
Pese a que la atmósfera orientalizante pudiera acercarnos al romanticismo, el tono didáctico y cívico es inequívocamente dieciochesco. Muy alejado del tono ensimismado de las cartas o los artículos y los ensayos que pudiera escribir, digamos, un Baroja más tarde.
Nos hallamos en el siglo de los clubes, de las sociedades de amigos, de las Cámaras de Comercio, las Academias, los Ateneos. El patriotismo no es tan patriotero como en el siglo XIX, pero es esforzado.
Al final me quedo con lo que dice Cadalso en la introducción:
Yo no soy más que un hombre de bien, que he dado a luz un papel que me ha parecido muy imparcial, sobre el asunto más delicado que hay en el mundo, cual es la crítica de una nación.