La acústica de los iglús (Caballo de Troya, 2016) es el debut literario de Almudena Sánchez (Palma de Mallorca, 1985), una de la voces emergentes de la nueva narrativa española. Se trata de diez relatos líricos elaborados con “paciencia, tiempo y mucha energía” en torno a la soledad, el arte y la música a través de atmósferas introspectivas por donde transitan personajes que huyen de mundos encapsulados y que emanan sus propios silencios, pensamientos y palabras. Pliego Suelto conversa con la autora balear, para quien la escritura se ha convertido en un modo de vida, y recoge sus impresiones.
En primer lugar, enhorabuena por esta primera publicación, pues La acústica de los iglús va ya por la cuarta edición y ha tenido una muy buena acogida por parte de la crítica. ¿Cómo lo llevas? ¿Qué sensación produce exponer el libro al público y a la crítica?
Muchas gracias. La verdad es que no esperaba tanto. Cuando La acústica de los iglús se publicó hace tres meses pensaba que iba a gustar a un público específico, porque son relatos líricos, sin apenas trama. Y lo cierto es que me está sorprendiendo la cantidad de lectores que tiene. Es un regalo y una alegría constante. Intento darles las gracias a todos, siempre.
Respecto a la crítica, procuro ser bastante reflexiva. Sé que el libro generará opiniones divididas. Al fin y al cabo, es lo normal. Una opinión negativa también humaniza al libro.
Ya habías publicado, en 2013, un relato en la antología Bajo treinta (Salto de Página) y ahora La acústica de los iglús reúne 10 cuentos en un solo volumen. ¿Cómo se inicia tu interés por el género?
Mi interés por el cuento nace del asombro. Algo se activó en mí cuando leí a Cortázar, a Salinger, a Harold Brodkey, a Shepard, a Clarice Lispector, a Djuna Barnes, a Felisberto Hernández. Quería ser como ellos y me impresionó la belleza que condensaban en tan pocas páginas.
La escritura de La acústica de los iglús me ha llevado seis años. Le doy vueltas a los cuentos. Cuando escribo, reviso cada palabra varias veces y me fijo en la sonoridad del texto. Siempre estoy releyendo y volviendo atrás. Avanzo lentamente. Necesito tres cosas: paciencia, tiempo y mucha energía.
En el relato “El arte incrustado” escribes “Lo cierto es que a mí el arte nunca me había parecido peligroso […] No le había dado más importancia, no ocupaba un lugar primordial en mi existencia”…
Eso lo dice una de las protagonistas del relato. Es una adolescente que se siente obligada a tocar el piano y experimenta una sensación artística que no le hace feliz. Creo que el arte es caprichoso –y altamente enriquecedor– y puede herir sensibilidades, sobre todo cuando nos lo imponen.
Debería ser un camino hacia el descubrimiento, único y personal, al igual que la sexualidad, que también es un tema principal en ese relato. Yo he tardado en entenderlo y en descubrir qué parte del arte era la que me gustaba.
La escritura se ha convertido en mi modo de vida. Digamos que está en el centro de mis decisiones y sin ella (y los estímulos que la rodean) la existencia me resultaría insustancial.
El título del libro no corresponde al de ningún cuento, sino que aparece mencionado en “El triunfo humano”. Parece que los diferentes personajes se encuentran encerrados, durante su huida, en espacios concretos. ¿Qué significación otorgas al título?
Casi todos mis personajes están encerrados en sitios y les cuesta salir. Ese espacio de encierro sería, en cierta manera, su iglú. Un lugar silencioso en el que se concentran y escuchan lo que les pasa por dentro –su acústica interior– pero muy frío y desolador.
Esa idea del cobijo entronca con otro tema común de tus cuentos: la soledad…
La acústica de los iglús es un libro lleno de despedidas. Me interesa la vertiente buena y la mala de la soledad, porque la soledad es un buen sistema de defensa, una fuente de liberación. Si no hubiera pasado días (o meses) de mi vida sola, no hubiera sobrevivido a según qué cosas.
Mis personajes sufren y agradecen la soledad. Hay una frase en un libro de August Strindberg, titulado Solo (1903), con la que me siento identificada: “Nunca he odiado a los seres humanos, más bien al contrario, pero he tenido miedo de ellos desde que nací”.
En La acústica de los iglús los personajes sienten fascinación por el género humano, pero acaban navegando solos.
Muchos de los cuentos se plantean desde una voz femenina que se expresa en primera persona, ¿existe algún sustrato autobiográfico? ¿Cómo concibes las voces narrativas de tus cuentos?
Lo que escribo está basado en recuerdos. No es un libro autobiográfico al 100%, porque hay bastante ficción, pero sí al 65%. No lo puedo evitar. La ficción me llama desde dentro y trabajo indagando en la oscuridad.
Me importa mucho la voz, porque entronca los relatos y los hace creíbles. Considero que puedo escribir el disparate más absurdo y dicharachero del planeta, con una buena voz. Adoro las voces extrañas y los personajes memorables. Estoy pensando, por ejemplo, en La acompañante (1935), de Nina Berberova. Es una novela corta con una voz portentosa.
Tu escritura se mueve entre lo onírico y lo poético. ¿Qué te lleva a hablar de la realidad de los personajes desde esta perspectiva?
Intento definir mundos interiores. Soy defensora de lo que nos fluye por dentro más de lo que pasa fuera.
Lo de fuera es tremendo, lo vemos cada día, todas las desgracias juntas. Pero no hay que olvidarse del pensamiento, de la contemplación. Ahí reside el misterio de la naturaleza humana, las raíces imprevisibles que hacen que todo se desvíe y tengamos que enderezarlo de nuevo. Según pienso, somos como Sísifos. Hay que seguir empujando un pedrusco. ¿Para qué? Pues ni idea, pero hay que empujarlo con ganas.
“La ficción no es palpable ni rentable”. ¿Cuál es para ti entonces el valor de la ficción?
Sí, ahí estoy de acuerdo conmigo misma (risas). La ficción no es palpable, pero rentable mucho menos. No es algo material: la ficción enriquece al espíritu, pero no se puede poner como mueble en una casa. No es una cómoda, ni un zapatero, algo práctico.
Los que compramos un libro (o vamos a la biblioteca) buscamos trastocar todo lo que nos han dicho que “es así”. Y también buscamos la belleza, la catarsis, la poesía, una especie de alboroto gramatical, la rareza, los sinsentidos.
En fin, para mí la ficción tiene ese valor enorme. Nada comparable a una cómoda de Ikea, claro.
Por otro lado, y para acabar, en el libro abundan las referencias cinematográficas que refuerzan la recreación de imágenes y de ambientes. ¿Cuál es tu relación con el cine?
El cine es lo que más me gusta del mundo, tanto como la escritura. Hubo una época de mi vida en la que solo quería estar metida en el cine. Creo que es por la oscuridad y el silencio. Ahí la gente se calla (o se tendría que callar) y el arte lo impregna todo. Es una sensación maravillosa.
Por ese motivo, me interesa el cine –como iglú– y porque tiene un componente narrativo enorme, que me ayuda a imaginar, está presente en mis cuentos.