Basta hojear los Pensamientos (1669) de Pascal para comprender que Nietzsche no fue el asesino de Dios, sino el mayordomo que encontró el cadáver y llamó a la policía. Pensándolo bien, el autor de El Anticristo (1888) ni siquiera halló un cadáver, sino que, como sucede en los relatos policiales, el asesino había fingido su propio asesinato para cobrar, con la colaboración de su hijo, su seguro de vida. Ese hijo cómplice es la nación, dios menor en prácticas que, aun sabiendo que, antes o después, deberá entregarle la indemnización a su padre, le ha cogido el gusto al olor del incienso y al murmullo de las procesiones.
Durante los siglos XVI a XIX, el proceso de secularización de las sociedades occidentales supuso que numerosos conceptos y símbolos pertenecientes al ámbito de la religión oficial fuesen incorporados a la esfera política. De ese modo Dios salía por la puerta para volver a entrar por la ventana: patria sive deus.
Tal sería el caso, por ejemplo, de los himnos nacionales, que conservan la retórica y el simbolismo de los himnos religiosos1. De la veneración mariana por la patria, concebida como una dama inmaculada e inerme en cuya defensa hay que entregar la vida2. De la santificación de próceres, patriotas y soldados desconocidos, que sigue el modelo de las hagiografías medievales3. Del culto a la gastronomía nacional y los boicots a los productos extranjeros, que recuerda a los tabús dietéticos característicos de toda religión. O de la vivencia de los deportes nacionales, que supone una especie de comunión dominical, con sus cánticos corales, sus vestimentas regladas y sus ágapes compartidos4.
Más interesantes todavía son las transferencias simbólicas que afectan a la vida íntima de las personas. Me refiero, fundamentalmente, al hecho de que muchas de las características y vivencias asociadas tradicionalmente al alma religiosa hayan pasado a ser asumidas por esa secularización del espíritu que es “la identidad”.
Los paralelismos son llamativos. La identidad es un ente con un estatuto ontológico confuso (esto es, que nadie sabe exactamente en qué consiste) que sufre encerrada en la cárcel del cuerpo. Ya sea un cuerpo físico (pues este nunca se amolda a los patrones identitarios mayoritarios) ya sea social (pues el cuerpo social real es visto como algo sucio, mezclado y promiscuo), cuya salvación, siempre amenazada, depende de un conjunto de personas que suelen gritar con los brazos abiertos desde lugares elevados.
Todas las confusiones que distrajeron del simple deber de ser buenos a los teólogos durante miles de años perduran en la soteriología, o teoría de la salvación, identitaria, pues nadie sabe a ciencia cierta qué significa salvarse o condenarse y, aun menos, si aquello que se salva o condena es la identidad colectiva o la individual.
A pesar de todas estas incongruencias, lo que domina en nuestras sociedades es un miedo medieval por la condenación de nuestra identidad nacional, divina y eterna, pura e inmaculada, que impide que los hombres gocen de su propio cuerpo identitario, sublunar y mortal, mezclado e impuro, pero que goza del privilegio insuperable de ser.
Dice el chiste que un hombre le preguntó a su confesor: “Padre, si hay más allá, ¿hay menos aquí?”. Y parece que sí, pues el idealismo, ya sea religioso o identitario, vacía el aquí y ahora, al impedirnos aceptar que la vida mancha, que los cuerpos tienen poros y que el olor de ciertas cosas solo nos atrae mientras estamos excitados.
Eso mismo es lo que había intuido Mijaíl Bakunin, en 1869, cuando afirmaba que el patriotismo, en tanto que idealismo, tiende a despreciar el mundo real, de modo que “el Estado es el hermano menor de la Iglesia, y el patriotismo, esa virtud y ese culto del Estado, no es otra cosa que un reflejo del culto divino.” (Bakunin, Cartas sobre el patriotismo, 1869).
También Nietzsche rechazó el idealismo teológico-político, si bien, como Thomas Mann (1875-1955) y tantos otros, se dejó tentar por las sirenas del nacionalismo. Sírvale de atenuante el siguiente pasaje, que puede leerse cambiando los términos “Dios” y “alma” por los términos “nación” e “identidad”:
Friedrich Nietzsche, Ecce homo, «Por qué soy un destino», 1888.
Nuestro deber, quizás, es el de ser heterodoxos. Podemos cantar, por ejemplo, las virtudes del politeísmo nacional, inspirándonos en Voltaire, quien afirmaba, en sus Cartas filosóficas (1734), que “si no hubiese en Inglaterra más que una religión, sería de temer el despotismo; si hubiese dos, se cortarían mutuamente el cuello; pero como hay treinta, viven en paz y felices”.
Podemos interesarnos por la philosophia Christi de Erasmo (1466-1536), y defender una interiorización de los sentimientos identitarios, un rechazo del ritualismo y una reducción al mínimo del núcleo doctrinal, pues, como creía el autor de El elogio de la locura (1511), solo se logrará la paz “reduciendo al mínimo las definiciones y dejando a cada cual libertad de juicio acerca de numerosos puntos” (Opus epistolarum, V).
Podemos buscar en la teología negativa o catafática mil razones para dejar de pretender saber quiénes somos, pues nuestra identidad es precisamente aquello que queda fuera después de haber definido qué es nuestra identidad. La santa ignorancia de Nicolás de Cusa (1401-1484) está llena de propuestas para aprender a ignorarnos de una forma informada y feliz.
Podemos aprender del escepticismo fideísta de Erasmo de Rotterdam a posicionarnos frente a aquellos que nos instan a definirnos con claridad (“Erasmus homo pro se”) y, más importante todavía, a reprimir nuestras pulsiones dogmáticas y especulativas, no solo en lo que respecta a la teología, sino también en lo que atañe a la identidad (“lo que es sobre nos, no hace a nos”). De este modo quizás aprenderemos a estar encantados de habernos desconocido.
Podemos interesarnos también por la idea de tibieza, tan denostada por la religión, en general, y por el Apocalipsis, en particular, donde se afirma, sin piedad, “como eres tibio, y ni frío ni caliente, te escupo de mi boca” (3, 15-16). Un tibio feliz fue Montaigne, quien se defendía de los que criticaban su ambigüedad religiosa diciendo que no se le podía reprochar no haber actuado en una época en la que todos actuaban demasiado. Sigue su estela Philippe Garnier, en La tibieza (2013).
Los que tienen hijos pueden interesarse por el anabaptismo y abstenerse de dotar a sus hijos de una identidad hasta que dejen de ser niños y tengan la capacidad racional para elegirla por sí mismos (confiando secretamente que esto nunca llegue a suceder del todo). Puede responderse que es inevitable transmitirles a los hijos, de forma natural e inconsciente, una cierta identidad, pero, de eso se trata precisamente, de que la identidad sea algo natural, y no enfático, porque si es realmente natural, entonces lo incorporará todo, sin distinguir entre lo propio y lo ajeno, pues naturalia non sunt turpia, nada de lo natural es sucio.
Y frente a aquellos que nos instan a temer la inevitable y natural desaparición de nuestras identidades, personales y colectivas, podríamos recuperar el tetrapharmakon de Epicuro (341 a. C. -270 a. C.), ese antídoto cuádruple que busca liberarnos del miedo a los dioses, a la muerte, al dolor y al fracaso en la búsqueda de la felicidad, o las intuiciones del panteísmo de Giordano Bruno, Cyrano de Bergerac, Bento Spinoza o Walt Whitman.
Podemos ser también ateos identitarios, pero casi mejor ateos tranquilos, como lo fue Epicuro, que por ahorrarse problemas no necesitó siquiera negar totalmente a los dioses, y se conformó con afirmar que estos no se ocupaban de los seres humanos. Del mismo modo, el apátrida tranquilo considera que las patrias existen en virtud de todos los esfuerzos que los Estados, las escuelas, los ejércitos y los medios de comunicación han invertido para introducir automatismos mentales y sentimientos en las personas, pero que estas no nos dicen nada importante acerca del hombre, que es uno y el mismo en toda época y en todo lugar.
Podemos ser también ateos felices, como “los ateos virtuosos” de Pierre Bayle (1647-1706), quien trató de refutar a Pascal, quien afirmó “la miseria del hombre sin Dios”, siguiendo una tradición milenaria que presentaba al ateo como un ser degradado, desgraciado y suicida.
El apátrida feliz sería aquel que no cae en la tentación de odiar a quien lo odia, sino que guarda toda su energía para gozar exponiendo la mayor superficie posible de su existencia al mundo: lenguas, costumbres, tradiciones, platos, ideas, cuerpos o almas.
En definitiva, podemos ser erasmistas, místicos, fideístas, anabaptistas, tibios, ateos, agnósticos, nicodemitas, adiaforitas, nominalistas, deístas, teístas, cisalpinos o karlstadtianos, no importa, mientras aquello que decidamos ser no nos exija renunciar a nada de lo que ya somos, porque, como decía Nietzsche, “ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo”.
2 «Religión y nacionalismo en la obra de Domingo Faustino Sarmiento». Bernat Castany.
3 «El mito del «soldado desconocido» en la literatura hispanoamericana». Bernat Castany.
4 «Una estilística de las banderas». Bernat Castany.