De no haber sido coetáneo de Galdós, Leopoldo Alas “Clarín” (1852-1901) habría pasado a la historia como el mejor novelista español del siglo XIX.
El suyo es uno de esos casos en los que el genio florece por reacción. Apabullado por el poderío imaginativo de Galdós, se vio obligado a buscar su espacio en un territorio copado por un gigante. Al final, viendo imposible ganar en extensión, y guiado por el crítico que llevaba dentro, se resolvió a ganar en el terreno de la novela total.
El resultado fueron las novecientas páginas de La Regenta (1885). Ella es, aun hoy, en detrimento de Fortunata y Jacinta (1887) o de cualquier obra singular de Galdós, el texto canónico de la novela decimonónica española.
El propio Clarín, pese a ello, intuía la superioridad del talento de Galdós.
No de otra manera se entiende que alguien tan exigente y tan quisquilloso como él (léase cómo atizaba en sus Paliques a Alarcón, a la Pardo Bazán, a Pereda, a Echegaray y a tantos otros), le echara las flores que le echó a La familia de León Roch (1878):
Galdós ha elevado la novela española a unas alturas que no eran de prever pocos años hace. Por mi parte, estoy tan satisfecho de la tendencia, del estilo y de los procedimientos del autor, que solo se me ocurre decirle: adelante. [Clarín]
También llegó a afirmar que Galdós tenía «una varita mágica», un «supremo arte» de la expresión, y hasta le dedicó un ensayo dentro de sus Celebridades españolas contemporáneas I (1889).
Ello dice mucho del sentido de la justicia de este temible crítico.
Como es sabido, La Regenta recrea la historia de amor entre la inaccesible y perfectamente virtuosa Regenta y un clérigo local, don Fermín, en medio de una ciudad, Vetusta, que a diferencia de las ficciones galdosianas (donde la realidad es mero escenario) cobra dimensión de mundo propio y cerrado, con un funcionamiento y unos códigos que vamos a ir descifrando a medida que conozcamos sus diferentes ambientes.
A Clarín parece importarle tanto o más la recreación del mundo que el argumento.
Casi podría decirse que la trama es una zanahoria que nos pone delante para pasearnos por Vestusta. Y posiblemente en lo que más destaque sea en los cuidados movimientos geográficos y espaciales de su «cámara» mental. La solvencia con que maneja las escenas de grupo. Su eficacia en escenas dramáticas clásicas. Y cómo las alterna sabiamente con aquellas más introspectivas y de tempo lento en las cuales nos deja a solas con los personajes, para que penetremos en sus conciencias en una especie de monólogo interior avant la lettre bastante logrado y novedoso.
Una de las escenas donde mejor se aprecia la complejidad de este perspectivismo es la del teatro, en el capítulo dieciséis, cuando se representa el Tenorio de Zorrilla. Allí Clarín hace sonar juntos todos los instrumentos de su orquesta –están presentes la mayoría de los personajes–, sin olvidarse del drama representado, un claro contrapunto flaubertiano a la acción.
He dicho sinfónica, pero también podría hablar de polifonía, término que, como bien indica Ricardo Gullón en uno de los muchos prólogos que ha tenido la obra, se aplica perfectamente a La Regenta.
Ese sería otro rasgo distintivo: el cuidado con que se diferencia el habla de cada personaje, mimetizando sociolectos y giros personales. Los solecismos de los monaguillos, los tics lingüísticos de la gobernanta inglesa, los latinismos de los curas, las barbaridades de don Ronzal. Todo da relieve a los diálogos de manera que, muchas veces, con solo oírlos sabemos quién habla. Ese es un aspecto que Galdós, por ejemplo, cuidaba bastante menos.
También deslumbra la espléndida galería de personajes secundarios y la naturalidad con que se los reúne en los diferentes corrillos de los ambientes secundarios, ya sea la iglesia, la biblioteca o las reuniones en casas privadas. Aunque siempre con una distancia muy clara entre ellos, que son coro, y la pareja protagonista. Tanto el dominador Fermín, águila de altos vuelos que «valía más que todos», como la enfermizamente sensible Ana Ozores, que «se creía superior a los que la rodeaban», comparten con el autor esa sensación de ser seres superiores rodeados de estúpida mediocridad. Es un tópico de la literatura decimonónica.
La prosa tiene un carácter áspero, incómodo, rasposo, casi tosco a ratos, adusto y agrio, como su autor. A veces adquiere un tono profesoral, de buen opositor, algo petulante. Todo en Clarín es tensión nerviosa, sufrimiento. No es esa prosa fácil, risueña, dulce, humorística y bien parecida de Galdós.
A diferencia del canario, que era un portento de naturalidad e intuición, al que podríamos comparar con un pintor impresionista pintando directamente sobre el lienzo, Clarín tiene el talento construido y disciplinado del dibujante.
Como Émile Zola (1840-1902), siempre parte de una composición rígida que ha esbozado y preparado con meticulosidad. Allí donde Fortunata es un flujo narrativo continuo, en La Regenta los capítulos son bloques arquitectónicos que, aunque perfectamente encajados, resultan, sobre todo al principio, eslabones bastante independientes de la cadena narrativa.
En el grado de detalle y veracidad de la observación descriptiva y cultural, se aprecia la documentación y la vasta erudición del autor. Allí Clarín despliega unos conocimientos superiores a los de cualquiera de su generación.
En el primer capítulo, uno de los más comentados y famosos de la literatura, la presentación del Magistral, con su catalejo, en lo alto de la torre, es motivo de una descripción minuciosa hasta el delirio, barrio por barrio, un auténtico goce para los adeptos del naturalismo.
El flujo descriptivo dura páginas y páginas, y, aunque no os lo creáis, se hace ameno, por lo profundamente narrativa que resulta la descripción.
La influencia de Zola en la minuciosidad fotográfica, casi obsesiva, con que se recogen unos detalles que, resulta evidente, han sido observados y anotados al natural, es indudable. Zola es una mayor influencia, tanto por estilo como por composición, que Tolstoi o Flaubert. Era de temperamento más afín a Clarín.
Uno entiende que ese detallismo y la precisión casi fotográfica del retrato social y el de la ciudad puedan ser un argumento a favor de la entronización de La Regenta como mejor novela de su tiempo. La narración de Galdós parece superficial y liviana, en comparación.
Pero no nos engañemos. Comparar la prosa de Fortunata con la de La Regenta es como comparar los pasos de un bailarín con la progresión de una marcha militar. Y, pese a ello, como observó Napoleón, para ganar una batalla basta con que tus tropas sean superiores al enemigo en un momento y en un lugar determinados.