La vida de Lope no tuvo desperdicio y daría para una serie de televisión entera.
Madrileño, aunque de raigambre montañesa y cántabra, de joven formó parte de las tropas que ocuparon la isla Terceira de las Azores y, más tarde, también, entre lío y lío de faldas, de la Armada Invencible.
Entremedias, hallándose sin un duro en la Corte, empezó a ganar dinero con el teatro, mientras se amancebaba con Elena Osorio. Con ella rompió antes de raptar a Isabel de Urbina, a la cual, de vuelta de su expedición exprés con la Armada, lleva a Valencia, donde se casan y viven unos años.
No tardaron en desplazarse a Toledo. Lope ejercerá como secretario del Marqués de Malpica, y, al poco, del archifamoso duque de Alba en Alba de Tormes. Allí también fallecen Isabel y sus dos primeras hijas. Luego Lope regresa a Madrid para liarse con Antonia Trilla y casarse en segundas nupcias con Juana de Guardo (se dice que por dinero), al tiempo que mantiene relaciones con Micaela Luján, una actriz casada.
Tras sufrir una crisis al morir su segunda mujer y su hijo más querido, se ordena sacerdote y escribe sus Rimas sacras (1614), arrepintiéndose de todo. Claro que eso no le impide, entrado en la cincuentena, encadenar tres nuevas mujeres, a la última de las cuales, Marta Nevares, cuidará, ya ciega y demente, hasta enterrarla.
Tres años después, muere él. En total, siete matrimonios y catorce hijos. El más famoso de sus sonetos guarda trazas de esta vida sentimental tan agitada.
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera de bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
Soneto 126, Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé Burguillos, 1624-1634
¿De dónde sacó tiempo para escribir? Nadie lo sabe. Su extraordinaria creatividad es uno de los fenómenos mayores de la literatura española. No en balde Cervantes, lleno de pelusa, lo llamó «monstruo de la naturaleza». Sus coetáneos lo consideraban el Fénix de los ingenios. Y es que sus ochocientas obras teatrales bastan para apabullar a cualquiera.
Hay un momento, con los más grandes, en el cual la cantidad se transmuta en calidad. Eso ocurre con Galdós. Ocurre con Quevedo. Pero sobre todo ocurre con Lope. Él es la prueba más evidente de que el genio es una suerte de obstinación extrema.
La cantidad ha alimentado su leyenda («Creo en Lope todopoderoso», llegó a rezarse en una época) pero ha perjudicado su lectura. «¿Cómo ordenar el océano?», se preguntaba Dámaso Alonso. Y Juan Ramón abundaba en la misma idea, cuando afirmó que Góngora nos había legado un tesoro completo y cerrado, y Lope uno derramado e inabordable.
En sus versos hay destellos brillantes, aquí y allá, aunque en muchos tramos resultan descontrolados y anodinos. «Soberbias velas alza: mal navega. Potro es gallardo, pero va sin freno», escribió Góngora.
Salvando sonetos como el de arriba, hay mucha paja en su producción y, como la enemistad aguza la vista, este defecto no pasó desapercibido al avispado sevillano:
que de su rudo origen fácil riega,
y tal vez dulce, inunda vuestra Vega,
con razón Vega, por lo siempre llana…
“A Lope de Vega y a sus secuaces”, Góngora, 1622
Es cierto, aun así, que sin esa insaciable grafomanía, difícilmente habría alcanzado Lope la claridad maravillosa que puede tener su «canto llano» en los mejores momentos.
En realidad, él y Góngora, más que excluirse, se complementan. Y no está de más recordar que los de la famosa Generación del 27, diez años después de conmemorar el tercer centenario de la muerte de Góngora, también organizaron un acto de homenaje a Lope de Vega.
El propio Lope se defendía de las cuchilladas gongorinas, reivindicando sus virtudes:
yo blando, fácil, elegante y puro,
tan claro escribo como vos escuro,
la Vega es llana, y intrincado el Soto.
También soy yo del ornamento amigo,
sólo en los tropos imposibles paro…
Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé Burguillos, 1624-1634
Resulta innegable que dentro de esa llanura inmensa que son sus versos se acumula la mayor riqueza posible de metros castellanos: canciones y cantares, coplas y églogas, estribillos y glosas, idilios y mayas, octavas y refranes, romances y romancillos, seguidas y seguidillas, sonetos y tercetos, villancicos y villanescas. Lo popular, como subrayó d’Ors, es el manantial donde mejor fluye lo barroco.
Su obra teatral es inabarcable.
Creo que Menéndez Pelayo fue el primero que se dedicó a recopilarla y a organizarla: es de los estudiosos más aplicados de la literatura del Siglo de Oro. Hizo un catálogo que no repetiré (está en Internet) y tampoco me jactaré de haber leído ni una cuarta parte de las obras completas de Lope. Solo diré que entre las que más gracia me hacen está la paródica La Gatomaquia (1634), una fábula protagonizada, como su nombre indica, por gatos.
También le tengo un especial apego a las obras de capa y espada y, por supuesto, a La Dorotea (1632), que es ya casi más novela que teatro.
En cuanto a las que todo el mundo conoce, las obras que más perduran son representativas de los tres veneros principales en los que bebía Lope.
El perro del hortelano (1618) es una obra muy pegada a la piel del autor. Lope tenía un don, muy moderno, para transmutar su experiencia vital en arte. Siendo la experiencia central de su vida el amor, no podía dejar de plasmarlo en el papel. Lope «jugaba con su pasión», como se ha escrito. Y de las muchas parejas que inventó, la que forman Teodoro y Diana es de las más entrañables.
El conflicto que personifican es característico de la época. Ella le quiere, pero no es capaz de avenirse a amar a un ser inferior socialmente. Es algo que Lope, como joven de poca posición, había sufrido en carne propia.
de ver que me está adorando
y que me aborrece luego.
No quiere que sea suyo
ni de Marcela, y si dejo
de mirarla, luego busca
para hablarme algún enredo.
No dudes; naturalmente,
es del hortelano el perro:
ni come ni comer deja…
Pero la experiencia amorosa no lo es todo.
Lope era muy querido por el pueblo; se sentía muy cercano a él. Como afirma Helmut Hatzfeld en sus Estudios sobre el Barroco (Gredos, 1964): «el drama de Lope llegó a encarnar el sentido nacional español y (…) logró renovar la tradición hispana, cual se había transmitido en las crónicas, en los romances, en las canciones y en las costumbres del pueblo».
Lope fue un enamorado de su patria, y Fuenteovejuna (1618) no es solo la más conocida de las obras ambientadas en la historia de España. Es también la más revolucionaria, tanto en la forma claramente antiaristotélica como en el fondo: en ella legitima el asesinato del tirano.
Por el número de personajes y por la variedad de las escenas, Fuenteovejuna es característica de la modernidad técnica del Lope más libérrimo y reacio a los límites. Como buen héroe del Barroco, sus obras rompieron con la noción clásica de las tres unidades e introdujeron una variedad infinita en las escenas que aspiraba, al igual que Shakespeare, a convertir el teatro en un arte totalizante, en un reflejo de la vida.
Todos conocemos la anécdota central de Fuenteovejuna, donde el pueblo se rebela y mata a su tiránico comendador. Será plebeyo (o no de esa naturaleza aristocrática que le gustaba a Ortega), pero cuando llega la parte en la que la chica violada arenga a los hombres del pueblo:
bárbaros sois, no españoles.
¡Gallinas, vuestras mujeres
sufrís que otros hombres gocen!
¡Poneos ruecas en la cinta!
¿Para qué os ceñís estoques?
¡Vive Dios, que he de trazar
que solas mujeres cobren
la honra, destos tiranos,
la sangre, destos traidores!
Y sobre todo cuando aparece el alcalde y tortura a la gente sin que ni siquiera los niños confiesen, al llegar ese momento de: «¿Quién mató al comendador?», «Fuenteovejuna, señor», a mí todavía se me ponen los pelos como escarpias.
La Dorotea, por su parte, nos interesa especialmente porque cuestiona los límites entre teatro y novela y delata su estrecho parentesco. No en balde la novela clásica, la decimonónica, tal y como lo entendemos en esta columna, será el resultado, de alguna manera, de la fusión entre relato y teatro. Podemos considerar la dramaturgia de Lope el primer momento en el cual el teatro, por su voluntad de romper con su forma tradicional (el aristotelismo, el más antiguo de los clasicismos), se noveliza.
Lope busca la vida. Y, buscando la vida, busca romper con las tablas.
A Lope le habría encantado que sus actores pudieran escapar del escenario.
Lope, en realidad, tenía no solo cuerpo —la novela, como género maratoniano, necesita de entusiasmo y una resistencia feroz que él sin duda poseía—, sino alma de novelista. Estoy convencido de que, de haber nacido en el siglo XIX, no habría soportado el encorsetamiento del teatro y se habría decantado por la novela.
Una buena prueba es que, al final de su vida, necesitó escribir esta «acción en prosa» inspirada en La Celestina (1499) y muy parecida a las novelas dialogadas de Galdós. En ella un achacoso Lope, de nuevo viudo, recrea y revive sus amores juveniles con la Osorio y desde su «huerto deshecho» reflexiona sobre el sentido del amor y de la vida.
La Dorotea
El homenaje a La Celestina es indudable; la desilusión, también.
El 27 de agosto de 1635 murió Lope en Madrid.
Su funeral fue el más multitudinario que tuvo nunca escritor español alguno.