El periodista y escritor Daniel Titinger (Lima, 1977) ha sido editor general de la prestigiosa revista Etiqueta Negra, especializada en periodismo literario, y es una de las voces más reconocidas del género en Hispanoamérica. Charlamos con él acerca de la permeabilidad de los géneros periodísticos, de literatura, de Internet y los medios de comunicación y también de sus nuevos proyectos. Titinger actualmente es director del diario peruano Depor y ha sido autor de los libros de crónicas y reportajes Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro (2014), Cholos contra el mundo (2012) y Dios es peruano (2006).
¿Cómo se convierte en buena crónica un hecho que no es insólito ni extraordinario?
Me imagino que es la voz de un escritor lo que hace que una historia valga la pena. Su curiosidad y obsesión. Su mirada. O podríamos resumirlo en su manera de contar las cosas. Lo que a mí me parece una buena historia para narrar podría no despertar el interés de otro cronista, pero lo que no puede fallar es la escritura de esa historia.
Una cosa es la realidad y otra el texto. Un escritor debería convertir lo cotidiano en extraordinario.
Se puede iniciar una investigación sobre un tema que al autor no le interesa ni le agrada, pero en el trascurso del trabajo, puede surgir una conexión que termina siendo un aprendizaje…
Si escribir es tu trabajo –todos los periodistas de prensa escrita pueden afirmarlo, y yo soy periodista de prensa escrita–, pues lo más común es iniciar una investigación de un tema que, en principio, no nos interesa. Aunque no es mi caso, porque separo bien mi trabajo diario en un medio de comunicación con la escritura de mis crónicas o perfiles.
Tengo suerte: no escribiría sobre un tema que no me llame la atención o no me genere cierta curiosidad que, con el tiempo, se convertirá en una obsesión. Tal vez escriba sobre cosas que me desagradan –la repugnancia también es creativa–, pero nunca contaría una historia que no me afecta de alguna manera.
Eso se aplica incluso para las historias o perfiles que he escrito por encargo. Mi último libro, el perfil sobre el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro fue un pedido de Ediciones UDP (Universidad Diego Portales), de Chile, o más exactamente de mi editora Leila Guerriero. Dije que sí porque ese escritor formó parte de mi educación, incluso la sentimental.
Toda escritura supone un aprendizaje. Y el desinterés también es una forma de interés, ¿no?
Según García Márquez, una crónica es «un cuento que es de verdad«. ¿Cuáles crees que son los márgenes de esta afirmación?
Quizá fuese una afirmación para la platea, ¿no? Está bien, en todo caso, porque piensa en el lector que a veces no comprende lo que es una crónica.
A mí no me gustan las definiciones sobre escritura. Se entiende que algo es ficción y algo no-ficción, pero de ahí en adelante ya no se entiende tanto. Existen márgenes, pero no me siento frente a una máquina pensando «bueno, esto que viene aquí es un ensayo; ahora toca un perfil; vamos con un reportaje largo». Qué sé yo. Solo escribo sobre hechos reales y eso que termina impreso lo catalogan como crónica, casi siempre.
«Un cuento que es verdad«. No sé. El único margen sería la realidad, ¿no? Que los hechos y los datos sean verificables. Todo lo demás es ficción. Aunque la no-ficción tiene mucho de ficción, ciertamente. Me refiero a los recuerdos, por ejemplo, o a un sujeto presenciando un hecho y contándotelo desde su punto de vista.
Dices que no llegas a estar satisfecho con lo que escribes, o que al poco tiempo deja de gustarte o interesarte. Como editor de Etiqueta Negra, ¿te pasaba lo mismo con el contenido a tu cargo?
Solo me pasa eso con lo que yo escribo, pero no suelo cometer la tortura de leerme luego de publicar algo, así que no sufro. Con el resto está todo bien. Podría releer un libro de cualquier autor que me seduzca lo suficiente. O una crónica. Del resto no me aburro.
¿Cómo has conjugado tu pasión por la investigación con el trabajo de edición?
Ya no soy tanto un editor, ¿sabes? Lo fui en algún momento. En todo caso, no son tareas que no puedan hacerse al mismo tiempo. Como masticar chicle y jugar al fútbol, investigar para una historia propia y editar una ajena puede hacerse en paralelo. Aquí habría que hablar de la pasión por el trabajo. Mientras todo se haga bien, adelante.
¿Qué repercusión crees que tuvo la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) en la generación de cronistas a la que perteneces?
Mucha influencia. Tuvo y tiene. Tal vez antes sonaba aún más, y no solo porque Gabriel García Márquez estaba vivo, sino porque el periodismo impreso gozaba de buena salud. Las revistas publicaban nuevos cronistas y llegaban a donde llegaba el idioma. Por supuesto que Internet es una plataforma global y estamos a un clic de encontrar la crónica que buscábamos, pero una pantalla que brilla no es el mejor lugar para leer un texto de más de cinco párrafos. Amo Internet, pero para leer tengo libros y revistas y diarios y no los cambio ni por un Kindle.
En ese mundo, donde aún sobrevivían los libros y las revistas y los diarios, la FNPI fue crucial. Generó una comunidad, no solo de cronistas, sino de lectores. Puso reflectores sobre un género que era el hermano bastardo de la ficción. La crónica se puso de moda, aunque los cronistas –por suerte– nunca fuimos modelo de nada.
Crónica, periodismo narrativo, no ficción. Para los conocedores, las delimitaciones entre esos géneros están claras. Pero para otros pueden parecer solo una forma de segmentar el mercado. ¿Qué opinas?
Es lo mismo. Como decía antes, los géneros solo existen para saltar de uno al otro. No sé qué escribo cuando escribo algo, solo sé que puede verificarse. La etiqueta “crónica” le funciona al periódico, “periodismo narrativo” a las universidades y “no-ficción” va bien en un estante de librería. Pero es lo mismo.
De otro lado, tus libros Dios es peruano y Cholos contra el mundo contienen crónicas y perfiles que describen un Perú difícil y desmitifican personajes e íconos de la identidad nacional. ¿Es una manera de rebelarte contra la idea de éxito de escaparate que se promueve actualmente en el Perú?
A mí el Perú me gusta, y mucho. El problema es cierta gente (ríe). Fuera de bromas, todo libro tiene su momento y eso era lo que quería decir en ese momento. Quería criticar un país en avanzada que dejaba atrás –como una máquina apisonadora– a quienes no se sumaban al éxito. Y, sin embargo, qué lejos estábamos de ser exitosos, de ser ricos, de ser primer mundo.
Está bien cuestionar lo que nos rodea. Yo estoy rodeado de Perú, así que me volví un especialista en criticarlo. No lo hacía adrede, era, sencillamente, lo que me nacía. Hoy ya he perdido el interés en eso. Me cansé, tal vez.
En Un hombre flaco, construyes un perfil poco conocido de Julio Ramón Ribeyro, mostrando su lado vital y sociable, muy distinto al lado solitario que proyectaba. Al investigar sobre el poeta Martín Adán (1908-1985), terminas dudando de su malditismo y hasta de su homosexualidad. Liberar a esos escritores de los personajes que han creado en torno a sí mismos, ¿ayuda a comprenderlos mejor como creadores?
Todos tratamos de proyectar una imagen. Todos somos buenos y malos. Todos somos públicos y privados. Cuando escribo sobre alguien trato de entenderlo en todas sus facetas y ser todo lo honesto que pueda serlo a la hora de describirlo (de escribirlo).
Y, para terminar, ¿puedes contarnos en qué nuevos proyectos estás trabajando ahora?
Quisiera pensar que ya estoy escribiendo un nuevo perfil –en este caso del poeta César Vallejo (1892-1938) para la UDP, nuevamente– pero aún no he empezado. En todo caso, veo cercana la fecha de nacimiento de ese proyecto.
Me estoy especializando en escritores muertos de mi país. ¿Se verá bien?