Siete casas vacías (Páginas de Espuma, 2015) de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es una colección de cuentos que apela a las sensaciones de zozobra y extrañeza, y explora, entre otras cosas, nuestros prejuicios cotidianos. Conversamos con la autora de este libro, que recientemente obtuvo el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero. Entre sus obras destacan Distancia de rescate (Random House, 2014), Pájaros en la boca (Lumen, 2010) y El núcleo del disturbio (Destino, 2002). Schweblin reside en Berlín, donde escribe, dicta talleres literarios en español y participa en diversos proyectos audiovisuales.
Leer extracto de Siete casas vacías
Recientemente has participado en el debate impulsado por la revista El cultural sobre el llamado “postcuento”. Entre otras cuestiones, hablas del relato como un recorrido que se programa tanto en el papel como en la cabeza del lector. ¿Cuánto hay de control en el escritor y cuánto hay de libertad en el lector?
Me gustaría pensar que hay mucho control en el escritor porque, como lectora, me gusta sentir ese control, me gusta confiar y entregarme a la lectura sabiendo que hay un destino calculado y un recorrido particular programado. Y también porque ese control, bien programado, me da espacio a mí como lectora para construir a la par del escritor, me deja nombrar en silencio las palabras que se escriben entre líneas.
Como bien decías, creo que parte de la historia se escribe sobre el papel, y parte en la cabeza del lector, y para que dos personas caminen juntas hace falta un pacto de confianza. Los dos caminan en la misma dirección, pero nunca se pisan.
Teniendo en cuenta tu formación en cine, ¿qué lugar ocupa lo visual en tu escritura?
Flannery O’Connor (1925-1964) decía que para la gente lo más común es hablar de abstracciones o de sentimientos, pero que el mundo del narrador está hecho de materia. Creo que lo que en tu pregunta llamas “visual” tiene que ver con esto. Por eso, el mundo de los objetos y de las acciones me parece tan maravilloso.
En lugar de describir un personaje, y luego describir un espacio, Raymond Carver (1939-1988) dice: “Cruzó el pasillo.”, y uno está obligado a elegir ese pasillo, a ver al personaje ir de un sitio a otro, cómo camina, qué cuerpo tiene, cómo va vestido. La acción y los objetos serán los que en última instancia construirán en la cabeza del lector determinados sentimientos, determinadas ideas, pero, como dice O’Connor, el mundo del narrador se construye con lo material.
Hasta ahora, te has ido deslizando por esa línea que divide lo fantástico de lo real, lo absurdo o lo extraño de lo normal. ¿Una escritura de confines o un punto de fuga en el que todo converge?
Quizás represente mi idea personal sobre el mundo, las cosas sobre las que a mí más me interesa preguntarme. Y tiene que ver con todo lo extraño y todavía desconocido que hay a mi alrededor, en el mundo cotidiano, con todo lo que no termino de entender, o de decodificar.
Me gusta muchísimo la literatura fantástica, y es un género que sigo leyendo y por el que me siento muy influenciada. Sin embargo, a la hora de escribir, no tengo la sensación de estar cruzando ninguna línea entre lo real y lo fantástico. Por lo menos en los últimos libros que escribí, diría que lo fantástico pertenece pura y exclusivamente al clima, a una sensación de fondo de tensión e inestabilidad, de inminencia, que es una de las cosas que a mí más me gustan del género como lectora.
En tu último libro, Siete casas vacías, además de las casas, los objetos, las listas o las cajas, la familia se convierte en un tema recurrente, también presente en tu nouvelle Distancia de rescate. ¿De dónde nace el interés por esta cuestión?
Cómo no va a ser la familia un gran tema… Ahí es donde todo empieza. Los miedos, los mandatos, los traumas, las herencias. Me fascina sobre todo la relación padres-hijos. Debe ser el lazo más amoroso y genuino entre dos personas, y a la vez, no hay modo de que ese lazo no inflija también dolor, no limite, ni deforme. Es el centro de las primeras grandes tragedias por las que todos pasamos.
Hay latente en cada personaje esa imperiosa necesidad de expresarse. Sin embargo, callan o terminan envueltos en un diálogo neutro, sin riesgos, que lima las aristas de lo personal. ¿No hay posibilidad de comunicación?
La hay, pero creo que la verdadera comunicación se da a veces en los espacios más inesperados, en algo que se omite, en un gesto, en una revelación inesperada. Y en cambio, muchas veces comunicarse implica malas interpretaciones, ruidos, confusión.
En el relato “Nada de todo esto”, el personaje de la hija asocia a la dueña de la azucarera con su madre. En “La respiración cavernaria”, Lola, en medio de un supermercado, se ve a sí misma en la cara de otra mujer. En “Cuarenta centímetros cuadrados” la nuera se termina identificando con la historia que le cuenta su suegra sobre su divorcio. ¿Estas situaciones de ecos y reflejos podrían constituir una especie de anagnórisis, como un instante de revelación para los personajes?
Creo que siempre hay una revelación en un cuento. Una suerte de epifanía que cambia para siempre la mirada del personaje o del narrador. Y parte de ese aprendizaje, o de esa sensación única, que tiene que ver con ese descubrimiento particular, se transfiere al lector. Es lo que un buen cuento nos entrega a cambio, recorridos sentimentales o ideas sobre el mundo a las que no hubiéramos llegado de otra manera.
Estas revelaciones son, en mis propias lecturas, las “cerezas del postre”, lo que busco constantemente como lectora.
Con el cuento “Un hombre sin suerte”, donde un desconocido le regala a una niña unas bragas negras con corazoncitos, el lector juzga al personaje anticipadamente, y queda en evidencia. ¿Cómo surgió la idea del relato?
Es el cruce de recuerdos personales. Toda la primera parte del cuento, hasta que la nena queda sola en la sala de espera, ocurrió tal cual en mi familia: a sus tres años mi hermana se tomó de un saque una taza de lejía, y tuvimos que salir en coche a las corridas hasta el hospital. Luego, más a o menos a la misma edad de la protagonista, yo robé unas bragas que me gustaban mucho en un supermercado, y me las puse en los cambiadores tal como hace la protagonista.
El personaje de “Un hombre sin suerte” es pura invención, y es lo que conecta ambas historias. Apareció solo, mientras escribía las primeras páginas de esa otra anécdota familiar, y fueron mis propios prejuicios los que me permitieron calcular los prejuicios de los lectores –o eso me gusta pensar– e ir jugando paso a paso con esa fina línea de esta historia entre las buenas o las malas intenciones.
En el cuento “La respiración cavernaria” una lista permite a Lola recordar “lo verdaderamente importante”, así como en Distancia de rescate, la voz de David guía a Amalia en un intento por hacerle ver “lo importante”. Para ti, como escritora, ¿qué es lo importante?
Tanto cuando escribo como cuando leo, para mí es muy importante la tensión, y la confianza. Esa sensación de que algo nuevo va a descubrirse, va a entenderse –una idea en la que nunca antes se había pensado, un recorrido sentimental que nunca se había atravesado–, y luego, por supuesto, la concreción de esa promesa.