Azorín no dejó novelas perdurables y sus ensayos se fueron difuminando en un articulismo que es donde pervive su memoria. A título personal, considero los artículos de Baroja tan interesantes o más que los de Azorín. Hoy, sin embargo, de Baroja, lo que se leen, si acaso, son las novelas. Y sus memorias.
En cambio a Azorín se le recuerda y se le estudia como articulista.
Al cabo de un siglo, su estilo riguroso, ordenado, minucioso, preciso, sencillo y de una claridad cristalina (es un estilo que no hace trampas ni se esconde detrás de las mangas), sigue siendo un modelo de prosa en las escuelas de periodismo. El propio Vargas Llosa, cuando reivindica su figura –fue el último académico que le dedicó su discurso de ingreso–, exalta, antes que nada, esa calidad estilística.
Su magisterio parece ser ante todo formal, lo que no es poco.
Y es que no se suele reflexionar en torno a las implicaciones profundas de un estilo.
Azorín buscaba controlar su pensamiento y tuvo el mérito de desmentir, como preconizaba Gracián, los achaques de su país.
El mismo estilo, en Francia, sería banal. Pero en una España corroída hasta los huesos por la imprecisión retorizante, su ejemplo resulta refrescante y absolutamente necesario: es de los raros antídotos locales contra el barroquismo intelectual que, desde hace siglos, campa a sus anchas por estas tierras.
Azorín nada contracorriente y entronca con el afluente más minoritario pero mejor de nuestras letras. Por eso le gustaba tanto Larra. Como escribe en Un discurso de La Cierva (1914):
Una de las ideas más fundamentales en Larra, acaso la más esencial de todas, es la de la confusión, desorden e incoherencia de la vida española. [Azorín]
Azorín, que fue siempre persona de orden, detectó rápidamente el espíritu clásico que habitaba en «Fígaro». Hay una clara comunidad de temperamento entre ambos.
A los dos les habría gustado repetir con San Agustín aquello de que «la razón humana es una fuerza que tiende hacia la unidad». Y si –siguiendo otra idea azoriniana– la literatura es el lugar «donde se ve el carácter y las particularidades de un pueblo», resulta evidente que Azorín no podía encontrarse profundamente a gusto más que con un puñado de escritores anteriores a él. Larra, Gracián, a lo mejor Fray Luis de León.
Por mucho que se dedicara a las hagiografías literarias, había poquitos clásicos peninsulares que le fueran a su carácter.
Y esto es lo que importa de Azorín.
Todo lo demás –su celebrado detallismo («Los conciertos diminutos de las cosas son tan interesantes para el psicólogo y para el artista como las grandes síntesis universales»), su doloroso sentir y esa profunda tristeza («Azorín cultiva cada vez más la soledad. Tanto que esta su soledad no consiste ya simplemente en que se halle sin nadie al lado, sino que se ha convertido en una realidad, en un cuerpo transparente y sólido, en un caparazón cristalino que llevase en torno de su persona», escribió Ortega), que son, no digo que no, elementos constitutivos de su personalidad; su honda preocupación por España y la política (al final escribió más sobre política que sobre cualquier otra cosa)– me importa en realidad un pimiento.
Por el contrario, su filosofía estética es para enmarcar.
Reflexionaba Azorín que la obra del hombre a través del tiempo consistía en hacer lógica la vida, en poner coherencia en ella, en procurar que no sea cosa confusa y arbitraria, sino acorde y armónica con los grandes ideales del bien, de la verdad, de la justicia.
Diremos que para nosotros la obra del progreso humano, la obra de la civilización, es una cuestión de lógica; a mayor civilización, mayor lógica; en las naciones rudimentarias, caóticas, lógica fragmentaria, irregular, tortuosa, es decir, ilogismo. [Azorín]
Y dado que en un espíritu lógico, según él, «una página literaria corresponde, con exactitud, a una concepción sociológica o una teoría cosmogónica», esa estructuración, ese ordenamiento tranquilo de su prosa es el gran legado que nos ha dejado.