En la siguiente columna, escrita especialmente para Pliego Suelto, Matías Candeira (Madrid, 1984) esboza una serie de impresiones fragmentadas que giran en torno a su primera novela. Fiebre, recientemente publicada en Candaya, se centra en las relaciones paterno-filiales (Tobías Wesser y Caníbal en la novela), la enfermedad, la ausencia y el duelo. Un artefacto mutante que incursiona en la narrativa policial y el género fantástico. La novela ha sido concebida gracias a la Beca para la Creación de la Fundación Han Nefkens en colaboración con el Máster de Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra.
Una amiga mía, cuyo padre murió.
Una mañana soleada llena de palomas.
Ella, sentada frente a mí, aún tenía el temblor de una vela en los ojos:
“¿Sabes? –me dijo–. Monto en su coche y siempre me parece que aún está sentado, conduciendo; que yo estoy encajando en la forma de su espalda. Y sus cosas. Todavía siguen calientes. Intentaría explicarte cómo es, pero no puedo”
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Fiebre es una palabra rotunda en la boca. Tenemos fiebre porque nos parte en dos la temperatura. A veces nos posee, además, la fiebre de saber, como le ocurre a Caníbal. Podría ser la expresión literal de una metáfora o de una idea perversa llevada hasta sus últimas consecuencias, y uno de los mecanismos que mueve esta historia. Pensemos en una infancia donde nuestra propia madre nos protege obsesivamente y nos aísla de ciertos peligros. La figura paterna está ausente, e incluso ha decidido, por motivos que desconocemos, no ser nuestro padre. En ese caso, ¿podríamos pensar en él como en una enfermedad, a la que estamos siempre volviendo? ¿Y si con el duelo por su muerte, ya tocados por la fiebre, reconstruimos dentro de nosotros esa misma enfermedad o ausencia para poder curarnos?
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En febrero de 2014, las citas de decenas de padres, de uñas largas, se agolpaban a los pies del manuscrito con la insistencia feroz. Agradezco a la Biblioteca Jaume Fuster el sol, el buen café y los estantes bien nutridos de toda la literatura del duelo que uno quiera para sí.
La cita de Fleur Jaeggy, que viene al principio de la novela, nos dice: “En aquella época no pensaba en los muertos. Estos tardan en salir al encuentro de uno. Llaman cuando notan que nos hemos convertido en presas y es hora de salir de caza”.
La de Bartleby, tutelar, me parece una salmodia maravillosa: “Preferiría no hacerlo”. Para esta novela acaba convirtiéndose en un canto modificado de ese mismo desamparo, ese vacío que es, y será, Tobías Wesser: “Preferiría no ser tu padre”.
La de Kafka y su hirviente canto de reproche. “Padre, usted…”
Todos los fragmentos literarios con hijos rotos, de rodillas, que dicen lo mismo: “No quiero ser mi padre; no debo ser mi padre; no puedo convertirme en mi padre”.
Esta novela, por fortuna, nunca ha sido biográfica.
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El segundo deseo: no escribir una novela circular, sino, más bien, levantar un artefacto sobre la muerte de los otros, y una trama que hiciera el movimiento de una espiral de color negro, en la que los símbolos y algunos hechos fueran reescribiéndose y estrechando el cerco sobre su protagonista. Un hombre de dos metros al que persiguen implacablemente ciertos recuerdos sobre su padre, que una vez expuestos a la luz, repensados –reconstruidos, y por tanto, ficcionados– podrían no ser del todo ciertos.
En la novela hay un segundo gran duelo, porque también le acecha la muerte de un amor, la que un día iba a ser su mujer, y que ahora debe reescribir por otra. La viva en la muerta. La madriguera del tanatos en el eros. Caníbal es, desde luego, un hombre de rituales. Hace lo que puede, como todos nosotros cuando ha venido la Parca y nos ha robado una pieza del puzzle.
Como a veces en nuestra propia vida, la reparación del protagonista es concedida por sus mujeres. Un hombre sin descendencia que quiere a una mujer y a una niña como si fueran sangre de su sangre, o sangre negra de su sangre negra y podrida. El eros de Fiebre siempre es lírico, poemático y la novela besa a los muertos y se los trae a su mesa sin avergonzarse de un canto poético, buscado y consciente. La novela es a veces poema, un salmo de sangre y asfixia, está orgullosa de sus esclusas de aire, de sus otros géneros brotando como malas hierbas a medida que el lector avanza.
Si todavía viviera, me hubiera gustado dársela a leer a Mark Strand.
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A Caníbal le cura la fiebre brutal, una mujer más inteligente y más paciente que él.
La investigación se detiene.
El tanatos se avergüenza, esconde las garras.
Entonces, casi siempre, ella pone orden.
Y él la nombra, todo el tiempo, para atarla a la tierra y que no se le escape.
Irene, Irene, Irene.
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Así que Caníbal enferma, se narra a su propio padre y se convierte en una suerte de detective que vaga por los pasillos de su propia memoria; rescata fragmentos inconclusos; “desconfía” con violencia e ironía de lo que recuerda.
Terminará recogiendo despojos, ruinas, rastros livianos, casi invisibles, que solo conducen a una investigación fallida.
La muerte del padre podría ser muy bien esa primera fase de la enfermedad, la incubación y el síntoma; el duelo podría ser la fiebre; y (para Caníbal) el final podría ser averiguar cómo la enfermedad termina.