¡Ay, Harlem, amenazado por un gentío de trajes sin cabeza!
«El rey de Harlem»
El Poeta es un poemario que Lorca compuso durante el tiempo que pasó en Nueva York, entre el año 29 y el 30, en la Columbia University. Un libro atípico, lleno de hallazgos deslumbrantes y de dificultades para el lector.
Hemos de aceptar dejarnos llevar a ciegas a través de un extraño palacete donde todo resulta excitante, misterioso, sugerente, monstruoso. Los versos son de una rara violencia, tan incitantes como esquivos a la comprensión inmediata:
«Asesinado por el cielo», «Estaban los tres enterrados: […] Enrique en la hormiga, en el mar y en los ojos vacíos de los pájaros», «Yo había matado la quinta luna», «Con una cuchara / arrancaba los ojos de los cocodrilos».
Uno se ve obligado a suspender el juicio y a dejarse guiar por las sugerencias multiformes.
Estamos en una canción atmosférica, sin melodía. Podemos intuir aquí y allá una sensación real, una vivencia, un recuerdo travestido (porque todo juego tiene siempre un fondo de seriedad), pero nos dejamos llevar por las sucesivas olas de lenguaje y por la belleza extraña de la inconexión, de lo irracional, de lo imposible, de lo insólito.
Es por el azul crujiente,
azul sin un gusano ni una huella dormida,
donde los huevos de avestruz quedan eternos
y deambulan intactas las lluvias bailarinas.«Norma y paraíso de los negros»
A mí el texto me interpela poderosamente, y al mismo tiempo me incomoda. No estoy de acuerdo con sus premisas. Sin embargo en arte está prohibido imponer los propios criterios. Hay que aceptar los del creador. Y este ha querido proponernos un collage de versos que aspiran a tener la belleza imposible de lo ininteligible.
Uno tiene la impresión de que Lorca ha entrado en ese lago oscuro de la conciencia, el lugar donde otros mundos parecen posibles, y se ha dedicado a pescar peces brillantes, extraños y misteriosos que nos va enseñando, uno tras otro, con un entusiasmo alucinatorio.
¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro!
¡Qué esfuerzo del perro por ser golondrina!
¡Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja!
¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!«Muerte»
El lector lucha incesantemente por reconstruir el sentido de los versos. Por vincularlos a un paisaje preciso, a unas experiencias concretas, algo a lo que el texto se muestra netamente reacio. Y eso provoca una tremenda frustración, una tensión enorme, a la vez que un poderoso deleite sensorial nos obliga a continuar con la lectura y a dejarnos llevar a sabiendas de que, al final, seguramente no comprenderemos más que al principio.
Nos faltan los códigos, las claves.
La única manera de arrancar sentido a una obra así es no focalizar y buscar recurrencias en los temas, las palabras, las imágenes. No resulta difícil detectar obsesiones que exigirían un análisis siconalítico en profundidad.
Estamos en un universo ligeramente culturalista, con referencias a Walt Whitman y a poetas muertos:
Equivocar el camino es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.«Pequeño poema infinito»
En ese universo se detecta una sensibilidad enfermiza y mórbida (todos esos niños en ataúdes, con cáncer, todas esas automutilaciones) y proliferan los detalles escatológicos (multitudes que vomitan y orinan) a medida que nos sumergimos en un mundo nocturno, insomne, frío, malsano, pleno de violencia (mujeres degolladas, el asesinato en masa de millones de animales para gozo de «los agonizantes» que anticipan el millón de muertos de Dámaso Alonso), que deja percibir el choque que supuso el contacto con la multiculturalidad y la multirracialidad. Los amenazadores negros son omnipresentes. Y por encima de todo, yo diría que hay una sensación de soledad y de vulnerabilidad que me conmueve.
¿Por qué me gusta algo que, a priori, está en la antítesis de mis preferencias?
Yo nunca he sido muy lorquiano. Pero el Poeta tiene algo profundamente magnético y singularmente crudo. Quizás el único otro libro que me ha hecho sentir una atracción parecida por el abismo surrealista haya sido De una chica de provincias que se vino a vivir en un Chagall, de Blanca Andreu.
Hay quien considera a García Lorca un poeta sobrevalorado, y yo no niego que adolece su Romancero gitano de muchos vicios de cierta literatura española. Se machacan y renuevan unas señas de identidad archicaducas.
No es ese el Lorca que quería destacar, sino aquel, mucho más radical, de Poeta en Nueva York, un libro singular, que por su universalidad —tal vez haya sido, gracias entre otros a personalidades como el músico canadiense Leonard Cohen, el último libro de poesía española realmente universal— nos sirve aquí como principal exponente de la modernidad.
El Poeta es el mayor logro de Lorca y su mejor intento de alejarse de la tradición.
Blanca andreu
28/04/2015
Dejando a un lado el grandísimo honor-es preciso esta palabra, pues no es para menos-de estar al lado de Federico en el mundo espiritual de alguien, querría añadir algo sobre ese salto en el vacío hacia la belleza que supone la metáfora surrealista de Lorca y que descubrí a raíz de una revelación. Fue en Granada. Cada vez que voy allí y veo el arco de Elvira, recito la «Gacela del mercado matutino». De pronto, la última vez, un verso se me reveló a la inversa, mostrándome su origen con toda claridad. Explicarlo es en cierto modo destrozarlo, pero también es darle gloria al poeta capaz de trascender un detalle real en un verso maravilloso.
El poema está escrito en segunda persona e invoca el amor de un joven vendedor que vocea su mercancía: «Qué voz, para mi castigo/ levantas por el mercado», dice. Eso queda claro. Sin embargo, el verso al que me refiero es oscuro y metafórico sin punto de referencia, y dice así: «Qué luna gris de las nueve te desangró la mejilla»
De repente, al recitarlo, vi que esa «luna» no era sino una navaja barbera.
El poeta ve un corte, producido al afeitarse por la mañana, en la mejilla de su amado imposible y de ahí salta hasta la imagen de la «luna gris», más digna de su amor que el objeto mostrenco, cuya forma y color comparte.
El surrealismo de Federico no es sino sublimación de experiencias verdaderas. Por eso es conmovedor. No es un parloteo desenfrenado como el de Bretón
en «Pez soluble». Sus imágenes no son juegos verbales. Su amor es amor y su dolor es dolor, no palabrería. «Poeta en Nueva York» deslumbra porque no está escrito con la inteligencia sino con verdadera sangre. A ello hay que sumarle la tremenda maestría. Sin embargo, la maestría la poseen muchos que no tienen el valor de situarse en la sinceridad emocional absoluta ni de escribir con total entrega y-como vulgarmente se dice-con el corazón en la mano como una lámpara encendida.
Rubén Diez
05/09/2015
Mañas, sin mis prejuicios, qué buen escritor habrías sido. Ahora te reencuentro, bañado en sapiencia literaria. Como las de Millás, Raúl del Pozo u otros, me desagradan tus aventuras novelísticas, pero tus artículos son soberbios. Certeros, anchurosos y nutricios estos asnos. Perdona mi ignorancia excesiva de aquellos años, cuando tú eras el Kronen y yo un chaval espeso que había leído a Borges. Hoy, curiosamente hoy, he sabido que soy finalista del Premio Setenil, y me encuentro con tus joyas. Me agrada, me hace temblar, ver en ti al joven crecido (yo, no otro) que te desdeñó, y cómo, en un ahora distinto, hemos cambiado a mejor y nuestra pluma nos defiende el intelecto, las pasiones y otras ganas. La gloria de la acción, que dijo Juan Ramón. Enhorabuena.