El escritor peruano Sergio Galarza Puente inicia en Pliego Suelto una serie de artículos relacionados con los conciertos a los que ha asistido en diferentes países. Esta primera entrega –mezcla de relato adolescente, diario personal y crónica periodística– gira en torno al Primer Festival de Reggae en el Estadio Municipal de San Isidro (Lima, 1992). Tiempos durísimos para el país andino: violencia política, bancarrota nacional y a punto de caer en las garras de la dictadura cívico-militar de Alberto Fujimori.
La fiebre rastafari llegó a Lima a inicios de los noventa, contagiando a todos mis compañeros de colegio. Y para no sentirme excluido empecé a escuchar reggae. Así fue como, empujado por la manada, asistí al primer concierto de mi adolescencia.
Hace unos años conocí a un fanático de Los Rolling Stones que aseguraba haber estado en los mejores conciertos de sus bandas favoritas. Sin embargo, no había asistido en 1969 al concierto de los Stones en Hyde Park, detalle que él pasaba por alto porque según su criterio ese concierto estaba sobrevalorado. Criterio que aplicaba además para convertirse casi en el protagonista principal de los mejores conciertos de los Ramones, Television o Devo, entre otros.
Esta es una actitud que podemos comprender quienes creemos haber sido tocados por una varita mágica cuando asistimos al recital épico de uno de nuestros ídolo. ¿Era Yellowman o Tierra Sur uno de mis ídolos cuando fui al Primer Festival de Reggae en el Estadio Municipal de San Isidro en 1992? No. En esa época escuchaba a Nirvana todo el día, tratando de descifrar los gritos de Kurt Cobain y alimentando mis fantasías con su leyenda.
En la banda sonora de esos años no faltaban las explosiones atronadoras de los cochebomba, ni el llanto desgarrador de quienes ven cómo el terrorismo destruye sus vidas, aunque una gran parte de la población de la capital se tapaba los oídos, porque eso era algo «que sólo le ocurría a los pobres».
Entre mis amigos apenas se hablaba del tema, hasta que los guerrilleros del MRTA secuestraron al viejo de nuestro compañero de clase: el Chino Fukuda. Creo que el chofer murió y no recuerdo cuánto tiempo duró el secuestro, pero sí que fue antes de mi primer concierto, porque ese mediodía nos juntamos en la casa del Chino Fukuda con el Pollo, Dennis y otros dos más de mi clase que he olvidado quiénes eran.
Un detalle importante: decir la casa del Chino Fukuda es un error. No nos dejó subir a su piso, tuvimos que esperar en la puerta del edificio. Cuando el Pollo le pidió prestado el baño, el Chino le respondió que podía mear en la calle si quería, y ante tanta insistencia accedió a prestarle el baño del conserje.
Más que el concierto, tengo presente la fama de tacaño del Chino. Cuando había que hacer trabajos en grupo y su casa era la elegida, su viejo se acercaba para ofrecernos algo de comer y el Chino lo echaba de la habitación alegando que estábamos muy ocupados. Me pregunto si el Chino habrá considerado excesivo el rescate que se pagó por su padre.
Yo conocía el estadio de San Isidro. Había jugado allí muchos partidos de fútbol con el equipo del colegio. Era un campo de césped sin césped. El día del concierto comí más tierra que en todos mis partidos juntos. Los primeros en tocar fueron Hojas C’kas, una banda peruana que desconocía por completo. Los más enterados eran Dennis y el Pollo, capaces de cantar o hacer como que cantaban algunas de las canciones. Bastó que la gente se moviera un poco para que una nube de polvo cubriera hasta el escenario. ¿Por qué se armó un pogo si estábamos en un concierto de reggae?
El público estaba entregado pues eran escasas las oportunidades para apreciar a bandas extranjeras con cierto renombre. La inseguridad que vivía el país y los impuestos altos que pagaban los empresarios impedían que la juventud limeña ajena a la escena subterránea, disfrutara los mejores conciertos de su vida. El Perú sólo era noticia cuando ocurría una nueva masacre.

Escena Subte, 1983-1992
Buscando en Internet he encontrado más datos sobre mi primer concierto, pero transcribirlos sería hacer trampa. Dos cosas más que guardo en la memoria son el impacto que me causó ver a Yellowman, ese cantante albino al que todo el mundo imitaba en sus movimientos y gestos deformes. La otra, el robo de una chaqueta. Al final del concierto todos nos acercamos a los pequeños autobuses que transportaban a los músicos extranjeros. Yo me quité mi camiseta de rayas blancas y verdes para que me la firmara un cantante del que he olvidado su nombre.
Luego, me fijé en una ventanilla abierta que nadie vigilaba. Otro pata de mi cole, un año mayor, se acercó en ese momento. Reunidos por la complicidad del mal, acordamos robar la chaqueta que el cantante había dejado en el asiento, tan confiado él, como si en un concierto de reggae todo fuera paz, amor y buena yerba. Mi pata me ordenó vigilar mientras él sacaba la chaqueta. Actuamos rápido y salimos corriendo del estadio. Una vez en la calle le pregunté cómo íbamos a hacer para repartirnos la chaqueta, si uno la tenía un mes y luego se la pasaba al otro, o si la vendíamos y repartíamos el dinero.
–¿Tas huevón? La he robado yo –me dijo mi pata.