Gabinete del coleccionista: Memento mori, el bodegón de los objetos y la brevedad de la vida

Bodegón de Pieter Claesz (1597-1660)

 
Memento Mori. Recordatorio de la brevedad de la vida, el bodegón en uno de los estantes del gabinete es ejemplo de la conjunción entre los objetos de la colección. Cada uno de los artículos que lo conforman es un vínculo con la memoria y la muerte, recordatorio de que aún queda algo de vida.

Toma mi voz// Es tuya// Haz que se eleve// por encima del dolor y la miseria// Y que salga viva de entre el lodo de la muerte. Óscar Paúl Castro

 
Buscando entre los estantes del gabinete un umbral, un objeto que hiciera de linde entre lo vivo y lo muerto, apareció, al fondo de uno los cajones, una mandíbula, ennegrecida, rebosante de dientes como una flor que come carne.

Retrato Postmortem

De inmediato se dedicó el coleccionista a confeccionar, en uno de los estantes, un cuadro completo en torno a aquel hueso: el contorno estaba definido por el marco de la ventana por donde se arrojó, hacia el año de 1995, atacado por una súbita asfixia, Gille Deleuze, y en el interior del bodegón colocó un reloj de arena fabricado con tierra del Sahara, una rosa de los vientos labrada en madera, una pluma de codorniz conservada desde la infancia, una copa de cerveza negra y caliente, un libro de poemas de César Vallejo y, sobre el libro, en el centro del conjunto, la mandíbula calcinada: a manera de lengua un trozo de papel con las palabras referidas por Terencio: «Mira tras de ti, recuerda que eres un hombre, y no un dios».

Empezó entonces la explicación de los motivos y los objetos del bodegón:

El marco de la ventana de Deleuze. Umbral atravesado por la desesperación, luminosa puerta, su función era la de separar dos mundos. Afuera del bodegón estaría la vida, que se asoma siempre al ventanal de la muerte. Adentro, los restos que van quedando cuando se hace la ausencia: la ausencia es un hacerse por dentro otras cosas, un lazo que une a lo que se queda con lo que hace falta, el vínculo con lo perdido, lo ausente, lo muerto.

Gilles Deleuze (1925-1995)

El marco de la ventana establece la membrana donde la jerarquía desaparece y la ausencia y la presencia hacen rizoma, enredan la memoria y vibran, como las cuerdas de Scherk y Schwarz, que se extienden para ser la potencia de todo: ausencia, presencia, nostalgia, alegría, estados vibracionales del existir que solo son distinguibles cuando adquieren cualidad corpuscular, cuando se aglomeran en un cuerpo al que podemos dar un nombre concreto, ya sea átomo de hidrógeno, molécula de agua, río que arrasa los campos, hermano ahogado, abuela, querido perro de la infancia. Un nudo la vida cuando la cuerda vibra y se enreda, cuando el tránsito de lo cotidiano se convierte en vínculo, intersección, nudo, otra vez, en la garganta, asfixia, llanto, grito en la hondura.

El reloj de arena del Sahara. La arena y el agua fueron, para los egipcios, las dos grandes maneras de medir el tiempo. Lejos de la vibración del átomo de cesio que hace circular las manecillas de los relojes modernos, sus apresurados dígitos ortogonales, los antiguos vieron en el agua y en la arena la cualidad inasible de la vida que se va.

La rosa de los vientos

La cintura del reloj de arena, ese pequeño agujero central por donde se filtran los granos, no es otra cosa que el huidizo presente. Arriba está el futuro, que va convirtiéndose en pasado conforme se llena la barriga inferior del recipiente. En el reloj, la arena entierra al pasado; en la clepsidra, lo ahoga. Nosotros, en la cintura de vidrio, entre la lluvia del tiempo, nos aferramos para no caer.

La rosa de los vientos. Flor que no muere, que no se pudre, que tiene rumbo aunque no se mueva, mapa del aire donde germina la esperanza. Los mapas, dice el coleccionista, más que la geografía, orientan el tiempo. Esta rosa labrada se encontró en un mercadillo donde remataban el equipaje perdido en diversos aeropuertos del mundo. En este caso, al coleccionista le gusta pensar que el viajero sigue perdido, y su equipaje ha sido encontrado.

La pluma. Cuando David Scott, tripulante del Apolo 15, decidió llevar a la Luna una pluma de halcón y un martillo con la intención de demostrar, en la ausencia de atmósfera, la ley de Galileo sobre la caída libre de los cuerpos, el coleccionista, más interesado en los objetos y su historia, no pensó en que el experimento era en sí de una sencillez bella y graciosa, sino que se mantuvo a la espera, a través de todos los medios posibles, del lugar en que serían conservados la pluma y el martillo.

David Scott

No logró encontrar ni un museo ni una caja fuerte, una colección privada o rastro a seguir de aquellos dos objetos y, durante años, se imaginó que tanto el ligero martillo como la pesada pluma se quedaron ahí mismo, en el lugar de la caída, sobre la arena lunar, inmóviles. Sin embargo, sería la pluma la que conservaría tres elementos de especial interés para el coleccionista: la ligereza del vuelo, el peso del martillo y su golpe, y la escritura, que es otra manifestación del martillo. Una investigación posterior revelaría el posible paradero de los dos objetos, a partir de otro más que los unificaba, pero de ello se hablará en otra ocasión.

La copa de cerveza, negra y caliente, ni sangre ni cuerpo de nadie: una noche oscura donde el último rastro de la espuma parecía la huella de una vía láctea apenas esbozada.

El libro. En la página 101 de una edición de la poesía completa de César Vallejo está la razón de que el libro sea el centro de gravedad del conjunto. No habla el poema de la muerte propia, que no existe, sino de la muerte ajena, que es lo único que nos acerca a nuestra fugacidad en el mundo.

César Vallejo (1892-1938)

Y, finalmente, la mandíbula. Otro nudo en la cuerda. Encontrado no hace demasiado tiempo en un bosque del sur del país, posiblemente en una fosa común clandestina, el maxilar, calcinado, tiene tantos dientes incrustados como cromosomas en el ser humano: 46. Tres de esos dientes se desprendieron mientras el coleccionista construía el bodegón, y los colocó dentro del vaso de cerveza, en el pequeño estanque oscuro de donde nunca se vuelve.

Según la noción de Scherk y Schwarz, creadores de la teoría de cuerdas, cada filamento se manifiesta de una forma especial y diferente según el tipo de vibración que lo conmueve. Hay, pues, una conexión entre todas las cosas, según las ideas de los dos físicos, pero hay también una distinción fundamental: algunos vieron el hueso ennegrecido tirado entre la tierra, y lo dejaron ahí, sin que nada en ellos vibrara.

Damien Hirst, 2007

El coleccionista, en cambio, lo llevó al centro del bodegón, cuadro vivo, memento mori de lo que hoy es este país, o cualquier país, pero sobre todo este, hundido en la fosa común de la violencia. Ni qué pensar de aquellos que prendieron la pira donde lo que antes fue humano, hoy es puro hueso; ni qué pensar de la vibración de esa cuerda, enloquecida gorgona, que corta por donde lo ajeno hace nudo. Ni qué pensar, se diría. Pero en la colección, aquella boca incompleta, con su lengua de papel, sigue existiendo en la memoria, para morder y para gritar lo imposible de la muerte. Pensar, entonces, en lo breve y en los otros.
 

Sobre el autor
(Culiacán, México, 1983) Estudió Ingeniería Industrial, Historia de la Ciencia y Filología Española. Ha publicado «La voluntad de marcharse» (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008), «Anatomía de la memoria» (Candaya, 2014) y «Primera silva de sombra» (Caballo de Troya, 2018). Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo y la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens.
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