Conversamos con Sergio Galarza (Lima, 1976) durante su visita a Barcelona con motivo de la gira de presentación de La librería quemada (Candaya, 2014), última pieza de su trilogía madrileña, que incluye también las novelas Paseador de perros (2009) y JFK (2012). Galarza nos sumerge en la intrahistoria de los supermercados de libros, en la crisis económica y la precariedad laboral en España. Además, lanza sus dardos contra los criterios del mercado literario, los libros de autoayuda, la discriminación social en Latinoamerica y el conformismo de algunos asalariados. No deja títere con cabeza.
¿Qué ventajas y desventajas tiene ser escritor y también empleado en una cadena de librerías?
Se supone que estar al día de las novedades es la ventaja, pero yo creo que es más una desventaja porque es como estar siguiendo a los, digamos, continuadores de la tradición. Sobre todo ahora que las librerías están perdiendo fondo y lo que llega es un discurso asimilado. No es lo mismo leer a Jack London que a sus discípulos. Se pierde la perspectiva y para un escritor es un estado de desesperación porque ve cómo se van moviendo los libros en las mesas y cómo las novedades duran cada vez menos.
Hay una urgencia por el éxito en el mercado literario: “Si esto no funciona, pues, la semana que viene ponemos otro producto”. Muchas veces ya no son libros, sino productos para cubrir las necesidades del lector, que no es muy exigente, sobre todo en las grandes superficies.
Me parece que se ha “maleducado” al lector. Esto tiene que ver, en general, con la educación que se da ahora porque antes había un lector más exigente, que no se conformaba, que sabía diferenciar “la literatura de calidad” de la “literatura para pasar el rato”. Y, ahora, parece que todo fuera para “pasar el rato”.
Se habla de las librerías como un lugar idealizado. Sin embargo, tú presentas la antítesis de esa visión, al retratar la degradación de un supermercado de libros y su conflicto interno en el Madrid de estos tiempos de crisis. ¿Qué es lo que te llevó a escribir esta novela?
Es una novela de denuncia que refleja la lucha de clases. En este caso, una, la de los directivos y, otra, la de los dependientes. A ellos se suma una clase más despiadada: los clientes, que se amparan en el lema: “El cliente siempre tiene la razón”. Muchas veces, los clientes llegan un tanto equivocados, ni siquiera saben llamar a las cosas por su nombre. No te dicen: “quiero un libro de la editorial tal”, sino “quiero un libro de la marca tal”. “Perdone, aquí los libros no son Adidas ni Nike” (Risas). Estamos hablando también de la ignorancia y la dejadez de la gente.
Se percibe a la gente que trabaja en una gran cadena como una caja registradora, como un objeto más del mobiliario, cuando los que estamos ahí somos gente como cualquiera. Algunos, es cierto, han llegado ahí porque no tenían otra opción, pero a otros, como yo, ¡nos mola trabajar en una librería! Hemos estudiado derecho, filosofía, ambientales, pero nos gusta estar allí, rodeados de libros y vivir en ese mundo. Y, bueno, al final de la rutina, esos malentendidos se transforman en anécdotas simpáticas. Ya te puedes reír.
Alguna anécdota que recuerdes.
Hace unas semanas vino una señora que quería un libro porque decía que le habían hecho el vudú y que había perdido su trabajo y su vida era una desgracia. Decía que le estaban pinchando y tenía cara de desesperada. La mujer daba pena. Yo creo que su vida era una desgracia por tomar muchas pastillas. Es un trabajo donde no te aburres. Es casi imposible.
Hablas con conocimiento de causa de la intrahistoria del librero y su precariedad laboral, tema invisible en la literatura actual, que se refiere muchas veces a las librerías como un espacio romántico y al libro como pieza sacramental. ¿Qué piensas de estas formas de ver las librerías?
Creo que la gente tiene una visión errónea. Yo no he trabajado en marketing y me parece algo muy fácil, quizás pueda estar equivocado. La gente también piensa que el trabajo de librero se reduce simplemente a vender. Creo que el público lo que busca es un consejo, alguien que conozca y que los pueda guiar. Al fin y al cabo, el librero es un agente de la cultura que te puede descubrir un “librazo”. Incluso te puede cambiar la vida.
Yo estoy convencido de que los libros te cambian la vida. A mí, al menos, me la han cambiado, me han ayudado a elegir distintos caminos o afinar mis gustos. Antes era muy cerrado, solo leía un tipo de literatura, luego descubrí a Philip K. Dick, entre otros. He podido consumir otro tipo de libros, quizás no sean mis favoritos, pero los sigo y esto suma a mi trabajo de escritor.
En La librería quemada, la crítica también apunta a los propios trabajadores por su falta de interés. No dejas títere con cabeza.
La novela no trata de encontrar buenos y malos ni quiénes llevan la razón. Al contrario, parece que todos son culpables. Los jefes cuando se equivocan, pues tapan sus errores –así como los políticos no dimiten–. Los empleados, si cometen un error, se ven enseguida en la calle. Son la parte más débil de la cadena.
Sin embargo, tampoco tengo una visión paternalista hacia los empleados de las librerías. Conozco este oficio más o menos a fondo, llevo seis años. Digamos que ya estoy en la adolescencia del librero. Y es un poco lo que se cuenta en la novela, gente que se va acomodando a lo más fácil, en vez de seguir peleando por lo que era su ilusión. Para muchos, la librería era un lugar de paso y ser vendedor era una cosa de un año, mientras les llegue “algo mejor”. Y, luego, “lo mejor” nunca llega y se quedan ahí. Hay también una denuncia contra los del sindicato…
…el caso del señor Puñal.
Está en el Comité Defensor, es el único que se presenta a las elecciones, el que tiene los días libres. Y, sin embargo, no hace nada cuando la empresa pone “de patitas en la calle” a un compañero del sindicato…
…al que llaman “Chanquete”.
Sí. Eso, a su vez, demuestra que mientras los de arriba están unidos, los de abajo están a su bola.
Incluso Santos -un pijo peruano venido a menos, autor de una novela inédita sobre César Vallejo, y que trabaja en la librería– tras el despido de su compañero se burla y pone un cartel que dice: “Chanquete ha muerto”.
Es una falta total de solidaridad.
Actualmente en España se habla de “la novela de crisis” a raíz de los libros de Rafael Chirbes e Isaac Rosa. ¿Qué piensas de este fenómeno?
Se les puede etiquetar como tales porque corresponden al mundo actual y mis libros –este, Paseador de perros y JFK– están un poco por ahí. He leído algunas cosas de Isaac Rosa, no soy muy fan, pero lo que sí me parece es que tenemos ideas similares.
La librería quemada cuenta el mundo laboral y personal de estos libreros, y todo eso tiene que estar dentro de un contexto. ¿Y para qué sirve la crisis en esta novela? Pues para hacerles ver a los personajes cuál es su posición real. Ellos piensan que están en una posición privilegiada, pero en realidad están más desprotegidos que cualquiera. No obstante, mi intención no es hacer un diagnóstico del momento, tampoco soy un sociólogo.
La soledad, la incertidumbre, el fracaso y el paso del tiempo son los ejes que vertebran a personajes como Santos, Lorena, Marcial, Teodoro, Marisol y Carmencita. ¿Te costó mucho retratarlos?
Lo que más me ha costado es hacerlos de carne y hueso: dotarlos de una vida, de un pasado, de algo que explique cómo han llegado a ese punto de sus vidas, en el cual ya se mueven por inercia. Era muy fácil tender hacia lo caricaturesco.
A mí el personaje que más me gusta es Teodoro porque lleva un secreto, un conflicto interno muy fuerte, tiene una vocación que no pudo desarrollar –el sacerdocio católico– y del que no se sabe qué es lo que le pasó. Hay muchas bromas, muchas teorías de lo que pudo haber pasado. Santos lo machaca todo el rato y, sin embargo, Teodoro es el único que demuestra solidaridad con los demás. Es el único que está pendiente de sus compañeros.
A pesar de ser “un facha devoto de Franco y quizás el fan más fiel de César Vidal y Pío Moa” manifiesta su compañerismo.
Yo me he encontrado con mucha gente que alguna vez me ha echado un cable y a la vez hablaba pestes de los inmigrantes. Me tenían enfrente y me lo decían en la cara. Y, sin embargo, me estaban ayudando.
Tus personajes son complejos, no están pintados en blanco y negro.
Claro. Cada uno va representando un vicio. A Santos la frustración lo vuelve loco. En vez de cometer una venganza contra los directivos –que, digamos, serían la raíz de sus males–, este tipo se venga de los clientes.
¿La librería quemada es una cartografía sentimental de Madrid?
Yo pienso que esta librería no podría existir en otra ciudad. A mí, al menos, me parece que es distinta la gente que llega a Madrid y a Barcelona. Es lo mismo que percibo en la tienda.
El que llega aquí, a Barcelona, le atrae la cuestión arquitectónica, la playa, busca otra atmósfera. De hecho, hay mucha gente que va directamente a Barcelona, por ejemplo los escandinavos. ¿Para qué van a pasar por Madrid? No tiene sentido para ellos. Quizás Madrid tenga un público más latinoamericano que Barcelona. No sé las estadísticas exactas, pero la mitad de los clientes de la librería son latinoamericanos y son los que sostienen ahora mismo el presupuesto.
¿Los latinoamericanos?
Los latinoamericanos venimos de mundos muy distintos. En Sudamérica, sobre todo, alguien que trabaje en una tienda suele pertenecer a “una clase económica inferior”. Esa gente a veces vive en una casa modesta, en una chabola o en un piso, no como los de aquí. Un camarero de un bar español no vive en una chabola. En Latinoamérica a los trabajadores se les trata como si fueran sirvientes. Vienen muchos turistas sudamericanos a la librería y piensan: “tú debes de actuar de la misma manera que en Lima, Santiago de Chile o Buenos Aires”. Hay una falta total de respeto.
Lo corroboro como periodista y sudamericano. Venimos de sociedades clasistas y excluyentes. Incluso hay gente que cuando viene a Europa no se quita el chip.
Y les cuesta quitárselo. Con algunos he tenido una conversación y lo han entendido: ”Ah, perdone”, dicen. Luego, hay otros que son prepotentes. El cliente se siente en una situación superior. Cuando vas a una tienda, tú quieres salir con algo, y si no lo consigues le echas la culpa al dependiente, que es el que da la cara, y es como si te dijeran: «Ya sé que no tienes la culpa, pero te voy a joder».
De otro lado, ¿cuál es tu opinión sobre los libros de autoayuda?
Creo que son un cáncer, porque los libros de autoayuda lo que exigen en realidad a sus lectores es un acto de resignación, no un acto de rebeldía. No quieren que cambies tu vida y que enfrentes un problema, sino que lo esquives.
Recuerdo un tweet de Rafael Santandreu, uno de estos gurús de la autoayuda (él lo llama “psicología cognitiva aplicada”, la autoayuda ha escogido bien las palabras para legitimarse. Con las palabras todo puede calzar). Pues él hablaba justamente de la crisis económica y decía que había que olvidarse de este problema y de las noticias, leer un poco menos los periódicos, vivir un poco más y dedicarse a uno mismo. ¡Lo que pide la autoayuda, en general, es que te evadas de los problemas! (Sonríe).
He leído varios de estos libros, y a los clásicos, como Dale Carneige, que es uno de los padres de la autoayuda (años 30 y 40, después de la Gran Depresión). Ese tipo encuentra una manera de hacer negocios escribiendo libros y esto lo aplican hasta ahora. Es el autor de uno de los más famosos títulos: Como ganar amigos e influir sobre las personas (1937). Cada vez que me pide alguien este libro, pienso: ¡Qué triste debe ser comprarse un libro que se llame Cómo ganar amigos…! (Risas)
Luego, está el otro bando, que tiende más hacia lo esotérico: “que el destino depende de tus emociones” y empiezan a hablar de los astros: “quizás tu cometiste esto cuando la luna se cruzó con tal…” (Risas). La gente siempre quiere creer en algo y si le satisface, pues lo compra.
Pasando a otro tema. Cuando empezaste como escritor, la poesía no te despertaba mucho interés. ¿Piensas igual o tus relecturas de poemas de César Vallejo para construir al personaje de Santos te han hecho cambiar de opinión?
Yo no era un lector muy asiduo de poesía. Con los años, y con más lecturas, se puede decir que muchas canciones tienen –para mí– mayor importancia que algunos poetas que he ido leyendo. Pero el insuperable es Vallejo, a pesar de que hay gente que le busca defectos, que le critica, por alguna palabra: “me encebollo” (aparece en “Intensidad y altura” de Poemas humanos,1939). Porque diga “me encebollo” no se puede negar la calidad de Los heraldos negros (1919). Vallejo es insuperable.
Un apunte personal, yo nunca he querido escribir sobre Vallejo, pero me hubiera gustado leerlo a una edad más temprana y eso que lo teníamos muy a mano en casa. Lo fui leyendo más tarde, quizás ahora lo pueda recuperar, pero mi aprendizaje habrá sido un poco más accidentado.
¿Y ahora qué libros lees?
Ahora que tengo hijos busco libros infantiles. (Sonríe). Claro, porque es lo me toca, y lo que más consumo son cómics, por una cuestión de tiempo. Es un nivel artístico que a mí me gustaría tener, yo dibujo, pero no a ese nivel.
Tras terminar la trilogía madrileña, ¿qué sensaciones te deja cerrar un ciclo creativo?
Quizás pueda decir: “falto esto” o “falto lo otro”, pero yo creo que se complementan los tres libros porque es un mapa sentimental y amplio de la ciudad. Logra abarcar y hablar de los distintos estratos y de personajes muy disímiles. Creo que son novelas abiertas que en las que el lector puede entrar y, luego, las puede completar.
En el caso de La Librería quemada me gusta que los lectores vean y digan: “Hostia. A mí me ha pasado un anécdota similar en una librería”. Y, sobre todo, cualquier persona que trabaje en un comercio diga: “esta historia es como la que yo he vivido”. Espero que, gracias a Santos, el lector, además, se sienta reivindicado.
¿Y cuáles son tus planes de cara al 2015?
Tengo un libro que no sé cuándo saldrá, se llama Una canción de Bob Dylan en la lista de mi madre. Es una elegía y un retrato de ella, pero –a su vez– es la concepción de mi vocación literaria, que produce un enfrentamiento madre-hijo. A mí me causó muchos problemas. Mi madre también tenía una vocación literaria, pero ella decidió hacer otra cosa. Claro, ahora que soy padre lo empiezo a comprender. Esperemos que sea el próximo libro publicado.
Claro, esperemos que así sea. Gracias.