El 27 de mayo pasado, Carmen Balcells –agente literaria de autores como Vargas Llosa, García Márquez o Cortázar, entre muchos otros– y Andrew Wylie –más conocido como El Chacal– anunciaron una alianza para formar la agencia literaria más grande del planeta. Nuestro columnista, José Ángel Mañas, nos relata de primera mano la experiencia de haber tenido como agente a la mismísima Carmen Balcells en los años 90 a raíz de la publicación de su primera y exitosa novela Historias del Kronen.
–Ay, mira que eres joven. Vamos a poner tu foto justo ahí, debajo de Manolo. Veo que te fijas en Gabo, ¿te gusta? Carina, tráete la última novela de Gabo, que la conozca el chico, anda. Él es un encanto, te lo presentaré algún día. Y muy gracioso. ¿Sabes cómo leen él y su mujer las novelas? Gabo arranca las páginas, y, cuando las termina, se las va pasando, ja ja… Bueno, ¿ya está esto?
–Por mí, perfecto –dije.
Me puse en pie.
Yo entonces tenía veinticuatro años y Carmen Balcells más de sesenta. Se estaba haciendo mayor y andaba con problemas de sobrepeso. De hecho, durante los tres años que fue mi agente literario se tiró muchos meses ingresada en una clínica de Marbella especializada en tratamientos de adelgazamiento. Se vestía acorde con su constitución, blusones finos y holgados, y resoplaba con dificultad cada vez que se movía.
Pero lo que más impactaba era su personalidad. Tenía una inteligencia viva, caótica, muy impaciente. Le costaba –y odiaba– detenerse en un tema. Revoloteaba de asunto en asunto, como si cada segundo de más en uno de ellos fuera una pérdida irreparable.
El tiempo, para Balcells, era más valioso que el oro.
Yo aún no era consciente del privilegio que suponía que la agente más importante del país te recibiera en persona, aunque fuera por un cuarto de hora. Pero lo iba a entender pronto: pese a que para gestionar mis asuntos hablaríamos telefónicamente cada vez que fuera necesario, jamás volvería a verla cara a cara. Era como el Charlie de Los ángeles de Charlie, solo que en versión femenina.
–Pues entonces deja que te acompañemos a la puerta. ¡Carina!
Su humor era igual de voluble que su conversación. Podía pasar en segundos de mostrar un aspecto afable, de abuela cariñosa, a convertirse en ese monstruo arrogante que aterrorizaba a los editores. A mí me impresionaba. Acababa de publicar mi primera novela y no me sentía capaz de compartir agencia con tantas eminencias como veía en el muro.
–Vamos, que tengo que irme a la otra punta de Barcelona. Que alguien me llame a un taxi, por favor…
–¿Puedo echar un vistazo a las fotos?
–Claro. Espérame y salimos juntos…
Mientras aguardaba, me encaré con la alta pared llena de retratos. Era como una colección de cromos gigantes. Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes, Onetti, Donoso, Roa Bastos, Bryce Echenique. Pero también los españoles: Cela, Delibes, Benet, García Hortelano, Mendoza, Marsé, Vázquez Montalbán. Alguno estaba ya muerto.
Había como doscientos autores en su agencia, aunque el núcleo duro eran los escritores del boom, y en especial Vargas Llosa y «Gabo» (García Márquez), con quienes mantenía una relación de mayor complicidad y confianza. Eran los de su quinta.
Yo me sentía como si estuviera en la guarida del dragón, contemplando un tesoro que, en términos literarios, era inconmensurable. Balcells había representado a lo mejor que había dado de sí la literatura en español durante la segunda mitad del siglo XX, desde que se restableciera cierta normalidad social. La guerra del 36 había pasado por un territorio intelectualmente fértil y lo había arrasado. Las grandes figuras murieron (Lorca, Machado, Unamuno) o acabaron en el exilio (Juan Ramón en Puerto Rico, Ortega en Lisboa, Ramón en Argentina).
Y los que regresaron, como Baroja, no volvieron a ser los mismos.
La llama se apagó. Entre censura y penurias, la hierba tardó en volver a crecer. Guerra y emigración mataron el primer pujo de modernismo y la intensidad del momento, más tarde bautizado como la Edad de Plata, tardaría en recuperarse.
Hasta que, tras un par de décadas de rescoldos, volvió a rebrotar con escritores como Cela, cuyos primeros libros, Pascual Duarte (1942) y La Colmena (1951), generaron tendencia y empezaron a apuntar discretamente a un norte vanguardista. Cela siempre demostró una voluntad, un oportunismo y una ambición literaria fuera de lo común. Fue de los primeros que, con su indudable olfato, marcó el camino.
Sin embargo no será hasta los años sesenta, con los nombres de Benet, Martín- Santos, Sánchez Ferlosio o Torrente Ballester, secundados por Marsé o Delibes, en su versión más experimental, cuando advino una segunda y poderosa ola de modernismo.
Y ahí apareció Balcells. Las presas de la censura franquista iban cediendo. Y al impulso autóctono se unió el dinamitador definitivo que supuso el éxito mundial del llamado boom latinoamericano.
Cien años de soledad (1967) profundizó en la misma veta faulkneriana que Benet y deslumbró al planeta con su poderoso realismo mágico. La ciudad y los perros (1962), un perfecto rompecabezas, nos sedujo con su virtuosismo narrativo. Y la fragmentaria Rayuela (1963), con esa apertura absoluta y esa sensación de que cualquier cosa cabe en una novela, fascinó a más de un creador carpetovetónico. Todavía en 2014, la influencia de Cortázar puede notarse en trabajos de autores actuales.
Los escritores hispanoamericanos actuaron como un poderoso imán sobre los autóctonos, que, enfrentados a tanta modernidad cosmopolita y a un triunfo planetario tan incuestionable, asumieron con resignación su rol secundario. Quizás Juan Marsé haya sido el único que consiguió, con Últimas tardes con Teresa (1966), un éxito y un prestigio internacional equiparables. Los demás siempre parecieron más provincianos.
Resulta interesante destacar que los escritores que más influyeron sobre el boom –Joyce, Virginia Wolf, Faulkner, a los que podría añadirse Proust en el caso de Echenique– fueran los coetáneos de Ramón que protagonizaron la primera gran ola de vanguardismo europeo durante los años veinte y treinta, uno de esos momentos en que los novelistas se lanzaron a buscar cauces no narrativos.
Aquel modernismo primero es el que, con algo de retraso, nos llega de rebote a España vía las novelas del boom.
Y si a partir de los sesenta la realidad española había ido abriéndose paulatinamente, la equiparación definitiva con la novelística internacional llegaría en los ochenta de la mano de Eduardo Mendoza, Javier Marías, Muñoz Molina, Millás o Vázquez Montalbán, autores que ya han respirado los mismos aires que sus colegas europeos y a quienes podemos englobar bajo el epígrafe equívoco y complejo de posmodernidad.
Ellos fueron los primeros que crearon con una libertad que no se había dado en cuarenta años de dictadura.