Ambientada en el otoño del 49, Tiempo de silencio (1962) es una de las novelas que mejor recrea el deprimente Madrid de la posguerra: atrasado, zafio, pueblerino.
Su protagonista es un científico mediocre que necesita ratoncillos y que, para conseguirlos, entra en contacto con los chabolistas que los crían. En algún momento ellos reclamarán su ayuda: su hija acaba de abortar (casera y chapuceramente) y se está desangrando. Tras una improvisada intervención in extremis, la chica muere en brazos del ingenuo científico, con las complicaciones consiguientes.
La anécdota no podía ser más sórdida y se presta al crudo blanco y negro de la obra.
Hay una sensibilidad naturalista, tanto en la miserabilidad del ambiente como en la influencia determinante del mismo sobre los personajes, y un cierto aire existencial que la convierte en la prolongación de cierta novelística europea de los cuarenta y los cincuenta: los Camus, Simenon, y en España, el Pascual Duarte de Cela.
La obra nos pasea por los diversos ambientes de este Madrid autárquico de la posguerra: el laboratorio, las chabolas, fondas, cafés nocturnos, prostíbulos, cárceles, verbenas. Todo es recreado con minuciosidad y con una prosa poética que se eleva, por su voluntad de renovación estilística, por encima de la producción de su época.
Tiempo de silencio se hermana así con las propuestas de Benet, Ferlosio o del propio Cela, que a finales de esta década publicará San Camilo, 1936. Ellos son los principales rompehielos del modernismo durante el franquismo y que emergieron en esa década prodigiosa, en lo literario, que fueron los años sesenta.
Suele citarse el fragmento sobre las relaciones entre la ciudad y el hombre, que ha quedado como una reflexión clásica sobre el motivo:
… podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser, que un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de alimentos en la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo, depositándole artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras la barra luciente de un mostrador.
Dentro de esta voluntad de presentarnos un panorama de los diferentes estratos sociales, no podía faltar la cultura.
Y efectivamente, durante la noche, en la tertulia, entre ginebra y ginebra se recrean las conversaciones de unos novelistas de café seducidos por Norteamérica, el nuevo centro intelectual.
La referencia velada a Faulkner, una de las grandes influencias de la época (no olvidemos que uno de los personajes, Matías, es un trasunto de Benet), no es baladí:
Hay que leer el Ulises. Toda la novela americana ha salido de ahí, del Ulises y la guerra civil. Profundo Sur. Ya se sabe. La novela americana es superior, influye sobre Europa.
Una Europa, por supuesto, «falta de garra y de realidad y de auténtica grandeza».
La conciencia provinciana en un país que vive de espaldas al continente se agudiza: esto «no es Europa». Hay un españolismo dolido que late con fuerza. El ambiente intelectual sigue siendo noventayochista, pesimista. Cervantes es citado como una excepción dentro de una tierra baldía en lo creativo. Goya y la pintura expresionista son referencias negras que tiñen la atmósfera.
Lo más destacable, no obstante, es el cosmopolitismo formal, ese estilo reivindicativamente moderno y profundamente barroco que va mudando de aspecto, de fragmento en fragmento. La referencia al Ulises de James Joyce no engaña. Y así, las diferentes técnicas narrativas se suceden: el monólogo interior se alterna con la narración en tercera persona, hay fragmentos en primera persona de ciertos personajes, otros líricos, descriptivos, etcétera.
La unidad de estilo es algo que disgusta al modernismo. La sensación es como de estar ante un vestido cosido con retazos de otros. Las novelas de los autores modernos se sostienen por el poderío lingüístico del artefacto verbal, que generalmente desplaza el centro de interés de la trama a esta nueva forma. «La novela se poetiza», dictamina Cortázar.
Aunque Tiempo de silencio aún respeta la tradición mimética de la novela clásica y una cierta arquitectura narrativa, es sin embargo un texto donde ya han cambiado las leyes internas.
Este tipo de novela es, con respecto al molde decimonónico, como un cuadro cubista que reorganiza elementos reconocibles. La experimentación formal la aleja del realismo algo chato y monocorde —bajorrealismo, se dice en la novela—de la posguerra.